[MÁS CRÓ NICAS]







































Fotos: Luis Argüello
Andrés Román, chef de 29 años de edad, prefiere proveerse en los mercados y tiendas tradicionales para sus comensales del restaurante en La Tola.
A pocos metros al sur de la plaza de San Blas, en la calle Pedro Fermín Ceballos, hay una mulata de Nariño, Colombia, que regenta una verdadera industria del coco. Llegó hace diez años a Quito, donde vio que el coco era un ser extraño. Y ella había vivido de eso en su pueblo natal, situado entre Tumaco y Buenaventura, en plena costa del Pacífico. Vio su oportunidad. A esa calle llegó con sus ocho hijos. Luego ellos le darían once nietos. Tengo 54 años, y todavía el rancho ardiendo. Su risa espanta las palomas y asusta a los despistados. Luego toma un coco del montón que está en el piso. Lo parte con destreza y fuerza, exactamente por la mitad. Muestra la blanquísima pulpa. El agua, intensa y sabrosa de coco maduro, ya ha sido vaciada en un gran recipiente. Luego saca la pulpa y la empieza a rayar en una máquina eléctrica que ella misma ha ideado. El resultado es rayadura de coco, que decenas de clientes acuden diariamente a comprarle. Coco puro, dice mostrando los dientes, también blancos como el coco. ¡Mire como me tiene! Posa para la cámara. Esta rayadura, explica con seriedad profesoral, es para la leche de coco. Hay que hacerla en agua tibia, porque el coco tiene grasa vegetal y si es agua fría no sirve. Siempre se aprende algo en esta vida.
Nelsi Benítez, de Nariño, Colombia, tiene un local donde trabaja con el coco maduro y sus derivados. En la foto muestra el aceite de coco, que también fabrica.
Uno de sus principales clientes lo escucha con atención. Andrés Román compra a Nelsi Benítez la leche de coco, recién hecha y garantizada para sus clientes. Él tiene 29 años y es dueño del restaurante Shungo Solitario, en la calle Valparaiso, en La Tola, sector de San Blas. La casa, que fue de sus padres por 23 años, ofrece una de las vistas más preciosas al centro de Quito. Tiene ocho niveles y en varios de ellos se puede comer, apreciando el paisaje colonial de la ciudad. Aunque estirando poco el cuello, la vista puede alcanzar al sur de la ciudad y al centro norte. Pero al frente, justo hacia abajo está la plaza Belmonte; más allá la Basílica refleja el sol de oriente en su monumental arquitectura y delante de la monumental iglesia se ve el antiguo colegio La Salle. Desde esa ventana adornada por geranios y otras flores quiteñas se miran las cúpulas, las casas de teja, el Panecillo... y varias otras calles de este barrio, uno de los más antiguos y tradicionales de la ciudad.
Andrés tiene ocho años de carrera, pero estudia cocina profesionalmente desde los 16 años. Su ADN culinario es manabita, donde vivió trece años de su vida con su hermano y su familia. De su madre y de la segunda esposa de su padre le viene la vocación por la cocina. De ahí tal vez ese delicioso bolón de verde maduro y maní cocinado en horno manaba, que ofrece a sus visitantes. Andrés nos ha invitado a un recorrido de compras, y nos llevará hasta donde sus proveedores, que son todos los del barrio La Tola. Mi deseo, dice, es que el dinero que se genera en el restaurante se quede en el barrio. Por eso todo, o casi todo, es comprado a viejos y nuevos comerciantes del populoso sector, donde el viejo y remozado Mercado Central reina entre todos los mercados del centro de la ciudad.
Andrés sintió la punzada de la vocación desde muy pequeño, pero solo una experiencia fue definitiva para saber si esa vocación iba a perdurar o era solo un amor de verano. Dos años había trabajado en la cocina del lujoso hotel Casa Gangotena, en San Francisco, pero fue en el ultra galardonado restaurante limeño Astrid & Gastón, donde estuvo seis meses de pasantía y cimentó su oficio. Las jornadas de 12 a 14 horas diarias y los seis días a la semana no disminuyeron su entusiasmo y fortalecieron su decisión de dedicarse a esto toda la vida. Tenía 23 años de edad. Sus experiencias profesionales por Brasil y y Bélgica foralecieron ese compromiso consigo mismo.
Dos años había trabajado en la cocina del hotel Casa Gangotena, pero fue en el galardonado restaurante limeño astrid & gastón, donde estuvo seis meses de pasantía y cimentó su oficio.
Hace seis meses fundó el Shungo Solitario, nombre inspirado en el disco icónico de The Beatles: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club o el Sargento Pimienta y el Club de los Corazones Solitarios. Ahí, junto a su mano derecha Martín Lavalle y a los alumnos de la Escuela Gastronómica Manabí, se dedica a la cocina ecuatoriana de autor. O sea, a usar los ingredientes traidicionales poniéndole su propia factura y cretividad, respetando y mejorando las técnicas ancestrales. El chef Román desplaza su charla inicial, antes de ir de compras, hacia el tema de las técnicas de cocinar. Ecuador es pródigo en estas, dice. Y nosotros como ecuatorianos las despreciamos y no las usamos porque no las conocemos. Quizá porque es tan normal hacer unos patacones como los hacemos, sorprenda que en Vitoria, Brasil, sus colegas se quedaron asombrados de cómo lograba esas crocantes y redondas monedas de plátano verde. Asombro, porque primero el uso del plátano verde o tierno era una excentricidad y segundo por la técnica para hacerlos. Y se hubieran asombrado más si sabían que el nombre patacón era tomado de las antiguas monedas del imperio español.
La forma de preparar los alimentos es un patrimonio de la cocina ecuatoriana y tiene que ser valorada, dice. Eso hace la diferencia, y chefs de todo el país lo están haciendo. Es tan rico el tema que cada región tiene su compendio de experticias culinarias. Uno de estos chefs e investigadores está por publicar un volumen solo con técnicas culinarias amazónicas del Ecuador.
Bajamos por la calle Don Bosco, la calle gastronómica de La Tola. La Iglesia María Auxiliadora, una construcción de cien años, da sombra a la larga y popular vía que baja hacia la Marín adornada de varias de tiendas de barrio y las famosas huecas. Ahí está el pasaje Vicente León, una pequeña joya de 50 metros de largo rodeada de casas antiguas todas bien pitadas de colores y conservadas, balcones, flores... Si alguien preguntara cómo debiera ser el centro histórico de Quito uno bien podría contestar: como el pasaje Vicente León. Desafortunadamente es la excepción en el sector. Las casas están despintadas y mal mantenidas. Pero poco a poco, la recuperación urbana, que viene siempre desde abajo, desde sus habitantes, podrá hacer el cambio.
Tomando por el hermoso y excepcional pasaje, se llega hasta la lechería y quesería de los García, en la Esmeraldas y Pedro Fermín Cevallos. Más de 60 años de tradición avalan la presencia de una clientela fija que no solo llega por la cada vez más rara leche pura, de vacas de Píntag, sino también por sus quesos. Andrés Román adquiere ahí los productos lácteos para su cocina. El queso mozzarella, sin exagerar, dice, es el mejor que ha probado. Y el queso tierno no se diga: tan tierno que casi se deshace en la boca. Igual que la mantequilla, la crema de leche... a la mitad de precio que en los supermercados. Ese queso y esa mantequilla son los que se sirven en la mesa del Shungo Solitario. Ruth de García atiende en ese día. El negocio familiar se ha logrado mantener, pero antes se vendían unos 30 barriles de leche pura. Ahora, la gente toma menos leche porque los médicos prohíben cada vez más a los lácteos y sus derivados, a los cuales acusan de un sinnúmero de enfermedades. Es la modernidad que repele la tradición alimenticia de siglos. Los García no desesperan, su clientela es leal y agota la venta de leche siempre antes del medio día.
La lechería de los García, como se les conoce en La Tola, vende leche pura y sus derivados desde hace 60 años y mantiene su calidad y su clientela. Ruth de García nos hace probar un queso tierno.
Una cuadra más al norte, en la esquina con la calle Oriente, está don Milton, el proveedor de guineo maduro y otras frutas. Es un hombre joven, alto y mulato, que guarda cierta de distancia con esa invasión de periodistas y fotógrafos a su reino de cabezas de plátano que permanece en silencio y casi en penumbra, madurando. A sus pies se arruman unas 50 cabezas y en estantes se exhiben las "manos" de plátano, una rama que contiene unas 25 unidades y que se vende por 50 centavos. El banano llega de Quinindé, un camión cada 15 días, y en ese tiempo la fruta pasa de verde al amarillo. Es de la variedad Gros Michel, una variedad cremosa, dulce y de sabor fuerte, que en la mejor época de la United Fruit marcó el gusto de los estadounidenses. El llamado mal de Panamá arrasó con la mayoría de plantaciones del también llamado guineo de seda o Roatán, pero se sigue produciendo a escala local. Dulce y pequeño, y la gente no ha dejado de comprar las "manos" de guineo de seda. El local también vende guanábana y limón costeño, una variedad de pulpa color anaranjado, como de mandarina, y un sabor intenso.
Luego de pasar por donde Milton y por donde Nelsi Benítez y su locura alegre y su fábrica de leche de coco, el destino es el Mercado Central. Ahí está el templo de las corvinas de don Jimmy y doña Gloria, donde por sesenta años, y cuatro generaciones han atendido a decenas de miles de quiteños. Las corvinas del Central eran el almuerzo (y la merienda) de los estudiantes de la Universidad Central, y el sitio obligado también para los jugos, el mote, y variedad enorme de platos típicos. El patio de comidas tiene mesas de acero inoxidable, los pisos están constantemente limpios, y Andrés Román entrega un dato que vale tomar en cuenta: la modernización del mercado y su área de comidas está en mejora permanente porque hay centenares de turistas, sobre todo estadounidenses y europeos, que acuden a comer. Y por ello se impusieron no solo medidas sanitarias constantes, sino también la obligación de que los y las caseras cocinen en los sitios asignados, no pueden dejar comida sobrante, si sobra tienen que llevársela, no pueden vender comida del día anterior, no pueden entrar comida hecha al mercado... Eso, la capacitación en higiene de alimentos y otras medidas potenciaron y transformaron el tradicional espacio.
No es que el dueño de Shungo Solitario compre ahí las corvinas, sino que nos conduce donde Gloria Izurieta, de las corvinas (foto), cuyo hijo, Marcelo Gómez, también chef, es el organizador del Festival Gastronómico La Yapa. Marcelo, que es la cuarta generación del puesto de corvinas, es dirigente de la Asociación Gastronómica de Huecas del Ecuador. Su madre, Gloria, está orgullosa de su hijo, de este evento —donde por supuesto las colegas del mercado también participan— y de cómo la comida popular ecuatoriana ha ido ganando terreno a la par que se han mejorado las áreas de comida de los mercados populares. Al mediodía, comenta, esto se llena de "señores gringos", porque por el barrio hay muchos hostales baratos. No podemos arriesgarnos a que alguno se enferme, nos fregamos. Así que el festival es muy pronto, entre el 18 y 21 de julio, en el Centro de Convenciones, del antiguo aeropuerto, informa mientras salen varias corvinas al tiempo, con arroz o papas y siempre con una dosis justa de ceviche de concha y camarón.
Delante suyo se amontonan las papas clasificadas por especie. Vende sobre todo cuatro variedades: chola, chaucha (o criolla), leona blanca, leona negra, cecilia y única.
Donde sí compra Andrés es en los puestos de fruta y de verduras, y también por el de papas, en la parte baja del mercado. Ahí atiende, también por más seis décadas y con puesto heredado, la señora Hortensia Gualotuña, que vende en ese puesto desde los 12 años de edad. Ahora tiene 70 años y un gran sentido de cordialidad y servicio. Delante suyo se amontonan las papas clasificadas por especie. Vende sobre todo cuatro variedades: chola, chaucha (o criolla), leona blanca, leona negra, cecilia y única. Ante sus alumnos completamente profanos en el tema explica que la variedad llamada única se usa para las papas fritas, porque es "la única" que no se "pedacea". Antes se vendía más la variedad llamada Gabriela, pero esta fue desapareciendo de los mercados. La chola se usa para los locros, y las leonas y la cecilia también para las ensaladas... Ahí hay poco de las decenas de variedades de papa, pero es lo que se consume en la ciudad y Andrés Román realiza la compra.
Esto es lo que queremos, dice, que los vendedores tradicionales sean nuestros proveedores. Con ello también nos podemos ganar su confianza y enseñar algunas normas que se aplican en otros países, donde se rescata la comida y los productos populares. No es una idea propia, dice Román, y alguna gente está inmersa en ese proyecto de rescate a la cultura gastronómica popular quiteña. Con esa propuesta en mente, el joven chef participa en en el concurso mundial San Pellegrino Young Chef, para chefs menores de 30 años de edad. Él, con una receta tradicional de langostinos gigantes con sabores de la Costa, está finalista en el grupo regional y prepara maletas para ir a la final en Lima. Él es uno de los dos finalistas ecuatorianos, el otro es de Guayaquil, Jhonathan David Bueno, del restaurante Nikkei, con un plato llamado Esencia Bora. En total son 135 finalistas en el mundo y de América Latina son 15. Si ganan en Lima, la próxima cita es en la final mundial en la Expo Milán 2020, con la misma receta.
Con la cabeza llena de proyectos y sueños, a la hora del almuerzo Román evade los olores los llamados cariñosos e insistentes de las vendedoras de mote y otras delicias. Tiene comensales que atender.
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