Foto: Flickr Ministerio Cultura y Patrimonio
La gestión cultural en el país requiere de un cambio de enfoque y de determinar nuevas prioridades.
Antes de que el constructor —en cualquier ámbito de la vida— sepa su plan, tiene que haber planeado ese plan; tiene que haber anticipado su realización como un sueño luminoso, capaz de animarlo decisivamente.1
Ernst Bloch
Un viernes de enero del 2007, en la tarima de festejos montada sobre la línea imaginaria que divide al mundo en dos hemisferios, Ecuador nuestro nombre país—, la pluma del recién electo presidente Rafael Vicente Correa firma el Decreto número 5 con el que creó el Ministerio de Cultura. Esta temprana rúbrica de mandatario, con el andar de la historia y sus hechos, suscribe, más que un nacimiento, un aborto.
Décadas atrás, en el siglo XX, en otro escenario, el palacio de Carondelet de Quito, el 11 de septiembre de 1943, el presidente Carlos Arroyo del Río crea el Instituto Cultural Ecuatoriano. Año seguido, agosto de 1944, después de la llamada Revolución de Mayo, o la Gloriosa, otro mandatario, José María Velasco Ibarra lo transforma en Casa de la Cultura Ecuatoriana.
Con la creación de “la Casa”, el Estado ecuatoriano define a la cultura como un asunto público e incorpora a su quehacer una institución autónoma para alentar la cultura desde el espacio público. “[…] Dirigir la cultura con espíritu esencialmente nacional, en todos los aspectos posibles a fin de crear y robustecer el pensamiento científico, económico, jurídico y la sensibilidad artística de la colectividad ecuatoriana” fue el propósito fundacional de esta institución pública de la sociedad civil.
“País chico, potencia cultural” fue la ecuación que motivó a Benjamín Carrión, fundador y primer presidente de la CCE, a alentar su presencia como un referente importante del quehacer cultural en el Ecuador, así como lo fue el Banco Central del Ecuador en la década de las dictaduras militares, hasta que la autoproclamada “Revolución ciudadana” creó el Ministerio de Cultura.
De la autonomía a la subordinación
El prometido despertar para la cultura en la “revolución ciudadana”, su marco legal, el consenso para su funcionamiento, llegó en disenso y agotamiento ya en la agonía misma del gobierno de Correa, el 30 de diciembre del 2016, cuando el Registro Oficial Nº 913 año IV, dio a luz a la Ley Orgánica de Cultura. Un conjunto de artículos que recogían como novedades los derechos y deberes culturales, el Registro Único de Artistas y Gestores Culturales (RUAC), el Sistema Nacional de Cultura y su rectoría única en el Ministerio de Cultura y Patrimonio: “[…] garantizar el ejercicio de los derechos culturales y la interculturalidad; así como ordenar la institucionalidad encargada del ámbito de la cultura y el patrimonio a través de la integración y funcionamiento del Sistema Nacional de Cultura” es el objeto de esta Ley.
Una década de Ministerio de Cultura había transcurrido, al igual que diez ministros, muchos proyectos y un centenar de funcionarios, viceministros y directores que entraron y salieron de esa cartera de Estado. Una matemática de acumulación y desperdicio que evidenció un profundo no saber, un sumar para restar.
La cultura en tiempos morenos
Dos años y medio después, ya con Lenin Moreno en la presidencia de la República, la cultura ha seguido siendo el verbo que conjuga la postergación, como presente. Ministerio y Ley siguen multiplicando el ayer, y eso ha sido realidad de una política pública para la cultura. Por ello, frente a este vacío sin tiempo, ha sido andar de los actores culturales ir del silencio de cálculo, que otorga y concede, al reclamo de alerta y emergencia.
Los mismos personajes, seguidores del correismo, enquistados en la erosionada CCE, en una suerte de carrusel de lo que la académica e investigadora Paola de la Vega señala como “administración cultural cruzada por linajes coloniales” y una izquierda misionera que reproduce lógicas hacendatarias y patriarcales desde hace décadas”2, fueron los que cooptaron las instituciones de gestión de la cultura en un perpetuo reciclaje desde la década de los 1990. Es lo que en ajedrez se llama “enroque”. El binomio Pérez Torres-Cisneros de la CCE pasó al Ministerio, y un Camilo Restrepo, desempolvado de los armarios del pasado, resucitó y saltó de asesor a la presidencia de la CCE por segunda vez y veinticinco años después.
EMPLEAR LA VOLUNTAD MANIFIESTA DE RENOVACIÓN QUE EXPRESA EL NUEVO TITULAR DE CULTURA PARA POSICIONAR TODOS Y EN TODOS LOS ESPACIOS: EL TIEMPO DE LA TRANSFORMACIÓN Y DE LAS NUEVAS GENERACIONES EN LA GESTIÓN PÚBLICA DE LA CULTURA ES UN IMPERATIVO.
En este escenario sin brillo, movido únicamente por el dínamo de la contratación y los fondos concursables, el Ministerio de Cultura y Patrimonio, para la economista Gabriela Montalvo “[…] se ha convertido en una instancia de contratación de eventos. Entre los más importantes […] el Festival de las Artes Vivas de Loja y la Feria del Libro, Cromía (Feria y encuentro de diseño), la gira de conciertos, Somos Cultura en 2011”. Es decir, una gestión cultural que, como ella misma lo caracteriza, es una “visión instrumental de la cultura asociada al espectáculo”.3
Tal vez, en este recuento, lo más significativo ha sido la ruptura —por fin— de la quietud, el silencio y la comodidad de los llamados actores culturales. Su descontento, que salió a la luz con la movilización de artistas, gremios y colectivos (cineastas en febrero y artistas de las artes escénicas en junio). La declaratoria de #LaCulturaenEmergencia, la interpelación de algunos núcleos de la CCE a su presidente, el llamado a la Comisión de Educación y Cultura de la Asamblea a los titulares Raúl Pérez y Camilo Restrepo a que expliquen el incumplimiento de la Ley en la distribución de los recursos económicos y, por último, el cambio de ministro de Cultura y Patrimonio —Juan Fernando Velasco por Raúl Pérez— son hechos que coadyuvan a la edificación de un escenario contradictorio y de perspectivas difusas, que debe ser entendido por los actores culturales en su dimensión cierta. Estamos en un tablado donde la realidad y el nosotros piden a gritos un cambio.
El cantautor Juan Fernando Velasco es el nuevo ministro de Cultura; su gestión despierta expectativas.
En esa dirección soplan los vientos; por lo tanto, hay que aprovechar este “humor” colectivo para crear un nosotros que interpele la realidad y nos interpele en nuestro propio confort. Emplear la voluntad manifiesta de renovación que expresa el nuevo titular de Cultura para posicionar todos y en todos los espacios: el tiempo de la transformación y de las nuevas generaciones en la gestión pública de la cultura es un imperativo. Construyamos el tiempo de la renovación sustantiva que grita ¡basta! ¡Basta de carruseles y repeticiones! ¡Basta de patriarcas enquistados en el campo cultural del Ecuador!
#LaCulturaenEmergencia o el reclamo de los actores culturales, gremios y artistas, organizaciones y núcleos, no debe circunscribirse solamente al reclamo por recursos económicos, a su volumen, manejo y distribución, al pedido de más fondos o a la queja de la insuficiencia… Hay que superar esa lectura que profundiza la dependencia del Estado y su espeso andar, hay que evitar hipotecar la creatividad que exige la sobrevivencia de la cultura y el arte a la “inteligencia” e “iniciativa” de la clase política y su interés cortoplacista, hay que escapar de la burocracia y su inmovilidad. Hay que pensar en la creación de líneas de acción nacidas en lo local, en espacios de generación de recursos propios, en instituciones independientes y ágiles propias para la cultura y el arte de largo, muy largo aliento.
Los “debemos” como deuda y hacer
Debemos, como deuda e imperativo, construir un reclamo amplio y profundo ante las ausencias y concepciones miopes de la cultura y la gestión pública. A la ausencia de diálogo con la diversidad como condimento fundamental de nuestro país. A la ausencia de programas, a la falta de crítica y al silencio guardado. Debemos gritar que política cultural no es organización de eventos, escenarios, ferias, muestras, o entrega de recursos (todo esto es más bien consecuencia de una política). Para ello sobra y basta con un fondo o un programa de crédito. Política cultural no es Ministerio de Cultura y Patrimonio, ni aplicación ciega de La ley —una ley que tiene como norte y principio la cooptación—. Política cultural no es el privilegio de la cercanía al poder, al manejo coyuntural de recursos, sin horizontes comunes, para la creación y difusión. Arte para todos debe ser política pública permanente del Estado y la sociedad civil y no un programa de gobierno Bueno, que busca, a través del talento y sus artistas, fomentar el clientelismo y levantar la alicaída imagen del presidente de turno, desde un brazo de Carondelet llamado Dirección de Gestión Cultural.
Debemos profundizar en la discusión de lo que es política cultural pública, de lo que esta significa como construcción y arquitectura de un diálogo creativo para lograr consensos, para crear un ethos — forma de ser— que cultive y moldee humanidad. Una humanidad que se alimente y sostenga en su diversidad de pueblos, no como folclor o retórica de marca país, sino como una realidad viva incluyente que destierre de sus prácticas cotidianas la xenofobia, la exclusión, el machismo y el racismo. Que cree un nosotros con los otros nosotros que nos habitan, que genere diálogo y destierre la violencia como práctica de su ethos nacional. Que cultive el respeto y la defensa de los derechos como práctica fundacional de su ser colectivo.
En ese sentido, se vuelve una prioridad la comprensión en el mismo lenguaje y en los otros lenguajes, para tejer el entramado de las esencias, los acuerdos mínimos y de largo plazo para impulsar y sostener la renovación y construcción de agendas comunes de cambio que se nutran de la diversidad y de los principios que crean la reproducción material de la vida, de la existencia de las comunidades y el desarrollo de sus espíritus.
Debemos incorporar como política pública en cultura, la defensa de la tierra, la naturaleza y su entorno. De esa relación como ambiente nacen las culturas expresión del individuo y la comunidad biótica. Por ello hablar de cultura sin entorno, sin la defensa de la tierra, como principio material y espiritual de los pueblos, es despojar a la política cultural pública, del Estado y la sociedad, de principios esenciales. La tierra es vida y debemos ser un ethos cultura que contribuya al sostenimiento de la naturaleza y la vida en el planeta como imperativo de la transformación.
En tanto artistas y gestores, debemos gritar y denunciar las ausencias, omisiones o descartes del marco jurídico actual y debemos —es nuestra obligación— buscar el cambio, los cambios necesarios de la Ley: su espíritu de cooptación, las falencias y retrocesos en su concepción como Sistema y Subsistemas: Memoria y Patrimonio, Arte e Innovación. En ese sentido, porque la rutina de décadas no se rompe por decreto, la gestión pública nacional en cultura ha sido y seguirá siendo bicéfala. Nada fuera del Ministerio de Cultura y Patrimonio y la Casa de la Cultura y todo dentro de ellas dos. Una exclusión y un centralismo que devienen en inoperancia.
El Premio Nacional Eugenio Espejo no debe ser tarea del gobierno. Es responsabilidad del nosotros —como academia, colegios, gremios, colectivos— institucionalizar este reconocimiento desde la sociedad civil. Dejar que el mandatario y su Gobierno, sus instancias de interés decidan y otorguen en Carondelet el reconocimiento nacional a los actores culturales es generar una gratitud de servidumbre.
La falta de autonomía en financiamiento y gestión administrativa de sus instituciones y la incapacidad de generar políticas propias de autosostenimiento vuelven triste al tema patrimonial.
La memoria y el patrimonio siguen siendo el pendiente del Ecuador. No solo por la pobre protección a los legados materiales sino por la ausencia de un inventario completo y cierto de los bienes patrimoniales dispersos o desconocidos así como por la exigua y muy limitada investigación sobre otros bienes patrimoniales como la fotografía, por ejemplo. La falta de autonomía en financiamiento y gestión administrativa de sus instituciones y la incapacidad de generar políticas propias de autosostenimiento vuelven triste al tema patrimonial. Los espacios de la memoria, los museos, el Museo Nacional, la Biblioteca Nacional y la Cinemateca Nacional sobreviven al vaivén, con sobresalto y al amparo misionero de sus matrices: la CCE o el Ministerio de Cultura y Patrimonio. Basta recordar cuántos años de cierre padeció el MUNA. Me pregunto, ¿cuándo llegará el día en que podamos ver a la memoria del cine en el Ecuador, la Cinemateca Nacional, fuera de los límites y el tutelaje estrecho y gris de la Casa de la Cultura?
Esta realidad poco halagadora de los espacios de conservación se vuelve crítica por nuestra práctica de sostener como memoria el olvido. Poco o nada interesa la memoria de los pueblos originarios que lentamente se va extinguiendo. A nadiepúblico le ha interesado —ni le interesa— como política pública en la cultura, preservar la palabra de las culturas orales, cholas, afros, indígenas y mestizas de la Costa, Sierra y Amazonía, sus saberes e imaginarios, sus conocimientos e historias como individuos y comunidad. Don Victoriano del pueblo Siona partió y con él se extinguió una biblioteca de saberes y conocimientos y así, como él, una generación de “libros vivos” siekopai, ai kofan, kichwa, wuao, shuar y ashuar se fueron. De ellos nos quedan su recuerdo y los relatos de terceros que dan cuenta del dolor de su tierra contaminada y de la agonía de sus comunidades, como consecuencia de la única política pública que ellos conocieron del Estado ecuatoriano: la industria petrolera y sus extraños nombres: Texaco, Gulf, CEPE, Petroecuador.
La oralidad montuvia de Dumas Heraldo Mora Montesdeoca, el decimero y amorfinero, ícono de Calceta, Manabí, se extinguió cuando él partió sin que a ningún nadiepúblico le haya interesado recoger sus innumerables cuadernos de versos y cuentos como libros, tomos o fondo editorial y junto a él ya partieron otros verseros y amorfineras, cultores de la memoria montuvia de la voz. En ese sentido, sí hemos declarado #LaCulturaenEmergencia. La memoria de los pueblos debe estar en cuidados intensivos porque la memoria se pierde y con ella, no solo una generación de saberes sino un nosotros que lentamente se encamina a la extinción.
La derogatoria de la Ley de Cine, como consecuencia de la Ley Orgánica de Cultura, es un retroceso histórico para el cine en el Ecuador.
El imperativo del cambio
Transformar las instituciones de la cultura y rectificar o cambiar ese marco legal llamado Ley de Cultura es tarea urgente. La derogatoria de la Ley de Cine, como consecuencia de la Ley Orgánica de Cultura, es un retroceso histórico para el cine en el Ecuador. Fue un despojo a la independencia de una comunidad cultural que tuvo iniciativa, fe, capacidad de lucha e historia propia. Treinta y tres años de no capitular hasta conseguir la Ley de Cine se borraron con la aprobación de esta Ley, que elimina cualquier posibilidad de independencia en la generación de recursos propios, como también en los espacios de decisión y gestión.
“Para que la cultura sea un asunto público necesitamos construir una agenda común de la cultura […]”4 plantea Paola de la Vega y este desafío impostergable debe tener en cuenta lo que señala Gabriela Montalvo: es necesario “[…] posicionar lo cultural como una prioridad […] dejar en claro que no se trata de un ‘sector’ subsidiario, accesorio, marginal, ni tampoco de un eje de desarrollo, sino de la base fundamental de la sociedad.”5
Por ello, esta circunstancia actual nos llama a empoderarnos del cambio, a organizar las acciones colectivas que permitan rectificar la aritmética de la historia en la cultura. Hay que sumar para multiplicar. Debemos tener conciencia de que la Ley de Cultura es un instrumento que debe ser rectificado en su naturaleza. Debe ser un facilitador de la política pública y no una correa que asegura al Estado el centralismo y la total dependencia de las actividades culturales. El cine y las otras disciplinas artísticas no deben estar sujetas a la burocracia espesa de un Estado ineficiente. Eso hay que cambiar, al igual que nuestra postura de creer que la lucha por una política pública para la cultura es fundamentalmente un problema de presupuestos o de fondos concursables obesos y jugosos.
Si persistimos en este caminar habremos hipotecado la razón del arte y su conflicto vital, su ser como espíritu y alimento del alma de un colectivo libre y creador.
La idea de cultura en el discurso moderno se construye en torno a la convicción inamovible pero contradictoria de que hay una substancia “espiritual” vacía de contenidos o cualidades que, sin regir la vida humana ni la plenitud abigarrada de sus determinaciones, es sin embargo la prueba distintiva de su “humanidad”. […] La obra cultural de una comunidad moderna es, así, a un tiempo, motivo de orgullo —porque enaltece su “humanidad”— y de incomodidad— porque enciende el conflicto de su identificación.6
Bolívar Echeverría
1 Ernst Bloch. El principio esperanza. https://archive.org/stream/ErnstBlochElPrincipioEsperanzaI/Ernst+Bloch+-+El+principio+esperanza+I_djvu.txt
2 Paola de la Vega. Que la marcha no se agote.
https://labarraespaciadora.com/culturas/que-la-marcha-no-se-agote/
3 Gabriela Montalvo. ¿Sirve tener un Ministerio de Cultura?
https://labarraespaciadora.com/culturas/ministerio-de-cultura-del-ecuador/
4 Paola de la Vega. Que la marcha no se agote.
https://labarraespaciadora.com/culturas/que-la-marcha-no-se-agote/
5 Gabriela Montalvo. ¿Sirve tener un Ministerio de Cultura?
https://labarraespaciadora.com/culturas/ministerio-de-cultura-del-ecuador/
6 Bolívar Echeverría. Definición de la Cultura. Fondo de Cultura Económica. México.
[RELA CIONA DAS]
NUBE DE ETIQUETAS
- Arriba Ecuador
- Caso Metástasis
- Galápagos Life Fund
- No todo fue una quimera
- serie libertad de expresión
- serie mesas de diálogo
- Serie María Belén Bernal
- 40 años de democracia
- serie temas urgentes post pandemia
- coronavirus
- corrupción
- justicia
- derechos humanos
- Rafael Correa
- Lenin Moreno
- Correísmo
- Dólar
- Ecuador