Foto: Antonio Marín Segovia
Estatua de Miguel de Cervantes en Madrid, España.
La realidad contra la historia
Jorge Luis Borges le dijo a su interlocutora en Borges: sus días y su tiempo, que el escritor con quien él hubiera querido dialogar era Cervantes. Allí mismo confiesa que el libro que más le interesa es el Quijote. Pero lo bonito es cómo habla Borges de Cervantes, diciendo que seguramente era alguien de buen trato, y que su escritura permite esperar que sí lo era.
Esto nos lleva a admitir que la literatura es más que formalismo y que el autor vivo, en carne y hueso, es su gran nostalgia y su fetiche.
Los historiadores saben que no hay personas superdotadas o favorecidas divinamente por el genio, sino ciertas condiciones que resultan en una expresión más o menos compleja. Así, la idea que se tuvo por mucho tiempo de Cervantes como un “ingenio lego” tendría toda razón de ser verdad, y sus capacidades provendrían de un sustrato cultural del cual él no podía ser responsable.
La pregunta que sigue es qué tipo de coyuntura, si no es la genialidad, puede forjar una obra como Don Quijote de la Mancha y, por supuesto, qué tipo de genio pudo escribir algo así.
Todo tipo de azares preceden los eventos, incluyendo el pensamiento que precede a un texto. La biología es una parte de estas coyunturas, así como el carácter personal, o las muchas contingencias que debió atravesar el individuo.
¿Quién era Cervantes? Solo hubo uno, pero históricamente ha habido muchos. Pero ninguno tiene que ver con el Cervantes real.
¿Quién era Cervantes? Solo hubo uno, pero históricamente ha habido muchos. Quizá en un orden ajeno a las versiones posteriores que surgieron sobre su vida, el autor tuvo que pasar por diversas faenas confrontando una serie de destinos sucesivos, pero suponemos que como individuo la suma fatal consistió en una sola experiencia, mientras que luego de la tumba (o de la obra) se han dado multiplicidad de imágenes. Nuestro Cervantes, el de hoy, son muchos.
Y nada indica que se hayan agotado. Pero ninguno tiene que ver con el Cervantes real. Harold Bloom señala que la certidumbre del autor del Quijote sobre sí mismo es todo lo contrario de la renuencia de Shakespeare a revelarse en su obra. La expresión de Cervantes como creador en el Quijote es una plétora de ambivalencias, pero en el fondo subyace una seguridad propia que lleva al autor, en el Viaje al Parnaso, a celebrar a su persona como un inmortal, aunque ya en el Quijote lo hace por medio de fintas igual de elusivas que descaradas y contundentes.
Cervantes tiene un infinito amor propio, y ese amor es por la suma de avatares que lo han hecho. Así, si Bloom y Borges oyen la voz de don Miguel en diversos momentos del diálogo de don Quijote con Ginés de Pasamonte, yo lo oigo más que nada en el despertar de Alonso Quijano antes de su muerte, cuando exclama que da gracias a Dios por todo lo que ha sido su vida y porque le permite ver al fin la luz sobre su pobre entendimiento.
Lo que yo llamo el Cervantes real es ese que él supo dibujar en su literatura, y sobre todo en el Quijote. Lo demás son accidentes que lo explican. Por demás, no creo que esté lejos de la verdad suponer que ese es el Cervantes que contiene y dispersa a los demás Cervantes que hemos creído conocer a lo largo de 400 años.
De la vida de Cervantes se conoce suficiente como para que haya discusiones que niegan y afirman hechos concretos y, además todas las interpretación posibles sobre ellos: tanto las exaltaciones heroicas o evangélicas del casticismo, como la juiciosa aplicación a más amplias evidencias documentales de la llamada historia intelectual, rica en descubrimientos en torno a don Miguel y a su obra.
El héroe, el hipócrita y el degradado
Foto: Wikimedia Commons
El escritor y filósofo español Miguel de Unamuno.
Material para la polémica es lo que abunda, aunque resulta muy fácil identificar cuál es la corriente fácil, tendenciosa, y en dónde hay una búsqueda más sensata. De un lado tenemos la corriente casticista, que teje una imagen hagiográfica a costa del propio escritor. De otro, más interpretativo, están las visiones libres de literatos y artistas de todo cuño sobre el arte de Cervantes, y de otro, las arduas tareas de historia intelectual que fundó Américo Castro y que muchos otros han retomado.
Esta postura se opone radicalmente a la primera, la cual se afincaba en una visión cerrada de España como bastión del catolicismo. Sin embargo, la imagen de un Cervantes apostólico perdura, lo cual no deja de ser escandaloso para quien amplíe un poco sus miras.
José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno ampliaban la interpretación de Cervantes. El segundo en especial, sin dejar de ver al escritor primordialmente como un católico devoto que lleva el mensaje del Evangelio, daba pie a lecturas mucho más sutiles, o maliciosas, en cuanto al sentido de lo real y de su relación con lo literario.
La visión sobre Cervantes ha cambiado mucho desde entonces. Centrándose en la originalidad del Quijote, se ha llegado a considerar al autor, en oposición al santo, como uno de los padres de la modernidad, del antropocentrismo, pero sobre todo del relativismo.
Milan Kundera, por ejemplo, en El arte de la novela, afirma que gracias a Cervantes la naciente concepción novelesca del mundo, que le debemos, retira el credo confesional del ser humano no de los dogmas establecidos sino de cualquier posibilidad de verdad. Este es un Cervantes bien distinto al que amaba Marcelino Menéndez y Pelayo. Pero ninguno tiene que ver con el Cervantes que rasguñaba el papel con su pluma.
A este último es al que busca la historia intelectual. En 1924, Castro publicó El pensamiento de Cervantes. Este texto supuso una sacudida copernicana, ya que por los mismos días aparecía en Italia otro libro, Cervantes reaccionario, que se tomaba muy a pecho la versión hagiográfica de los casticistas y demolía la idea de Cervantes como una personalidad que hubiera que tomar en serio.
Ahora bien, nadie disputaba la calidad del Quijote, a la sazón única obra famosa de Cervantes, y quien lo hacía no convencía a nadie. Pero lo que hacen Castro y sus seguidores es cuestionar todos los estereotipos, desde el catolicismo a ultranza del autor hasta su supuesta espontaneidad pura.
Si para Borges el estilo de Cervantes es deleznable pero encantador, los trabajos de la historia intelectual de los últimos cincuenta años nos muestran a un literato consciente, desfavorecido muy posiblemente por cuestiones políticas: un ser real, creador azorado, con ideas propias y revolucionarias sobre los más altos debates literarios de su tiempo, pero lleno de ironías, aún no del todo descifrables, por simple temor a la Inquisición, en una actitud que Castro definió, sin condenarla, como “hipócrita”.
El juego de espejos
Durante años Cervantes fue un don nadie. Después del éxito formidable del Quijote, el autor dedicó su último decenio a una producción literaria de increíble intensidad, pero no gozó precisamente de fortuna. Al contrario, dejar de trabajar en el comercio más rastrero que lo absorbió durante tanto tiempo, le acarreó una inestabilidad que solo compensaba su consciencia de estar cultivando con las letras la fama que buscaba su legendario y noble hidalgo con las armas.
El trato con la imagen personal no era desconocido para él. Muerto ya, durante un par de siglos fue menospreciado y cuando se le volvió a mirar, en el XIX, el monarquismo hispano lo entronizó por valores de los que hoy él parecería burlarse.
Durante años Cervantes fue un don nadie. Después del éxito formidable del Quijote, el autor dedicó su último decenio a una producción literaria de increíble intensidad, pero no gozó precisamente de fortuna.
Pero desde el principio él sabía que era ante todo un misterio, y como misterio prevalece. Las páginas del Quijote esconden y exhiben ese misterio, donde habita todo lo que puede ser un Cervantes absoluto, que consiguió habitar su creación y con ella el mundo más allá de la muerte, como personaje discretísimo de aquella y como referencia ineludible de una realidad desdoblada, que él hace, o recrea.
Cervantes irrumpe en el Quijote y juega a convertir a su personaje en un ser verdadero. Cuando al principio suspende el relato de la novela, nos dice que se trata de un manuscrito ajeno y cuenta cómo encontró y tradujo el resto del relato, que fuera recuento de hechos históricos por la pluma del famoso Cide Hamete Benengeli.
Este primer efecto de caja china tiene ilimitadas repercusiones, pero no es más interesante que ver cómo más de un personaje comenta la locura de don Quijote como una rareza tan insólita que ni el más avezado poeta podría imaginarla, o sea, como algo imposible de ser inventado.
Cuando Cardenio dice que la credulidad de don Quijote en los libros de caballería es “tan rara y nunca vista, que yo no sé si queriendo inventarla y fabricarla mentirosamente hubiera tan agudo ingenio que pudiera dar con ella”, el efecto se dobla, porque refrenda la existencia material de sus personajes con una sutileza que solo agiganta a la imaginación del autor. No se hace más irreal la existencia de don Quijote que la de cualquier cosa que nos informen las palabras, y el resultado es la omnipresencia de Cervantes.
Sumergidos en Cervantes, y este en su creación, vemos cómo la realidad quijotesca hace real a su creador solo en un ámbito literario, pero no falaz, no fabulesco, sino objetivo y actual. Miguel de Cervantes se plasma en cuerpo y alma y se eterniza haciéndose personaje de una leyenda que luego se dejará preñar por la realidad cuando el Quijote y Sancho reaccionen al tránsito del mismo libro en la misma España que Cervantes pisaba y soñaba, ya no tan imaginaria ni tampoco tan verazmente.
Creemos en un autor. Hemos creído en un escritor por años, por siglos, pero en verdad Cervantes era un personaje de sí mismo, y la realidad no sería la misma sin el Quijote. No se trata de que solo Cervantes sea su imagen, sino de que todos somos la proyección de nuestra íntima o desatada locura. Los niveles de la realidad no pueden ser ya estáticos, sino fluidos, pero entonces la imagen es otra cosa que imagen.
Cervantes, el desconocido, nos hace partícipes de su novela, y como lectores de la misma, sus soñadores, sus desquiciados inventores.
Santiago Andrés Gómez. Crítico de cine, realizador audiovisual y escritor, ha publicado varios libros de crítica de cine, novela y cuento. Premio Nacional de Video Documental - Colcultura 1996. Periodista de la Universidad del Valle (Cali). Magíster en Literatura (Universidad de Antioquia, Medellín).
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