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5 de Septiembre del 2014
Cultura
Lectura: 5 minutos
5 de Septiembre del 2014
Juan Jacobo Velasco
Chau Cerati

Gustavo Cerati, una de las figuras cimeras del nuevo rock argentino, falleció a la edad de 55 años, cuatro de los cuales permaneció en estado de coma, tras una lesión cerebral.

 

También quería decirte que tu sueño de cerebro inactivo me dolió más de lo que me hubiera gustado confesar. Que mientras empezaste a dormir empotrado en un pulmón mecánico le cantaba tus canciones a un bebé que ahora tiene cinco años.

Imagino que estás en tránsito al planeta de donde viniste. No quiero llegar a ese lugar común en que cuando se habla de genios y figuras se trazan paralelos con ETs o Aliens. Pero en tu caso es ineludible. No es tu culpa. Quién te mandó a manejarte una pinta como la de “El Principito” de Saint-Exupéry. Eres su personificación. Sobre todo con ese traje de sicodélicas hombreras elevadas en que pareces un embajador de Star Wars.

Seguro eras de otro sistema solar. Tenías la gracia de no envejecer y de irradiar una luz magnética. Durante tres décadas conseguiste que tantas mujeres se murieran por ti y que nosotros, los adolescentes y jóvenes que en cada generación te descubrían en tu música, soñaran con ser como tú. También eras la versión pop-rock en español del flautista de Hamelin. Cualquier vaina que tocaras se convertía en hechizo. Incluso la reinvención de las canciones viejas, como cuando re-empaquetaste junto a tus secuaces los clásicos de Soda Stereo para su versión unplugged. Todavía te escucho cantando La ciudad de la Furia con Andrea Echeverri, en esa especie de viaje lisérgico del que cuesta desintoxicarse, para inmediatamente pedir más de esa droga.

El ejercicio se repitió en las siguientes dos décadas, cuando cerraste tu ciclo Soda en 1997 en el Estadio Nacional de Chile, y lo abriste otra vez, en el mismo lugar, en 2007.

Cuento –contamos, si incluyo a los millones de jóvenes latinos que escuchamos al primer Soda Stereo- con el privilegio de haberte visto nacer, crecer y reproducirte musicalmente. En cierta forma te convertiste en una proyección de quienes, en los ochentas, teníamos las hormonas a tope y un abisal miedo escénico al futuro. Y entonces aparecías con tu guitarra y resolvías los dilemas con Persiana americana, De música ligera y la imprescindible Signos. Escucharte era una cápsula de salvación para escapar de ese planeta incomprensible que fue la segunda década de vida.

Aún recuerdo esperándote en la facultad de arquitectura de la Universidad Católica de Guayaquil, en un domingo de 1987, cuando operaba la bendita ley que obligaba a una presentación gratuita de cada artista que visitara la ciudad. Justo el colegio programó exámenes el lunes pero no me importó estar parado cinco horas con tal de verte ahí, vestido con esos blazers multicolores y los raros peinados nuevos con que junto a Charly Alberti y Zeta Bosio me regalaste unas pinceladas de felicidad. El ejercicio se repitió en las siguientes dos décadas, cuando cerraste tu ciclo Soda en 1997 en el Estadio Nacional de Chile, y lo abriste otra vez, en el mismo lugar, en 2007. Fue verte resucitarnos, al joven que siempre has sido y al joven que siempre seré, a razón de diez años la gracia. Cada vez igual y distinto. Cada instante como si fuese el último.

También quería decirte que tu sueño de cerebro inactivo me dolió más de lo que me hubiera gustado confesar. Que mientras empezaste a dormir empotrado en un pulmón mecánico le cantaba tus canciones a un bebé que ahora tiene cinco años. Recuerdo que buscaba en youtube toda tu discografía para decirte que cualquiera sea la prueba, cualquiera la forma de hacerte despertar, no me importaba intentarla. Y en ese espulgar canciones me llevé sorpresas increíbles. Como la de enamorarme perdidamente de El Rito, porque entendí que “el silencio no es tiempo perdido”.

Y así fue como desde entonces el tiempo transcurrió en la espera de las salas de hospital a miles de kilómetros de distancia, en las palabras transparentes de tu dulce madre que te hizo el aguante diario como seguro la mía lo haría, en la idea cada vez más firme de que la gente no muere en tanto su esencia se verá volver, una y otra vez, en ese cofre de joyas que son los recuerdos.

Solo queda despedirse y agradecer, como imagino lo habría hecho si me hubiera tocado la suerte de conocerte en persona. Chau Cerati. Gracias para siempre, ídolo.

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Chau Cerati
 


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