Manifestación antivacunas en Viena. La presencia de personas que rechazan el uso de las vacunas para atacar la pandemia es de alcance mundial. En Ecuador se calcula que los antivacunas pueden llegar al medio millón. Foto: EFE
Los científicos suelen tratar la superstición y la pseudociencia como «basura inofensiva», ocupados como están en sus propias investigaciones, afirma Mario Bunge (1919-2020). Filósofo y físico, enemigo del peronismo, profesor de lógica y metafísica de la Universidad McGill (Montreal), Bunge es autor de más de 70 libros y probablemente sea el intelectual latinoamericano más citado en el mundo. Advierte que la persistencia de la superstición y de la pseudociencia es desafortunada y peligrosa. No son basura reciclable, son «virus intelectuales», capaces de atacar a cualquiera, científico o lego, al punto que pueden enfermar a toda una cultura, haciéndola enemiga de la razón y defensora de supercherías absurdas.
En el ámbito de las ideas y del conocimiento, la superstición y las pseudociencias son dos indicios del difícil trance que enfrenta la humanidad. Son parte de las causas y al mismo tiempo parte de las consecuencias de la crisis. Son patógenos intelectuales y a la vez síntomas de una civilización enferma. Denunciarlas y combatirlas es urgente, aunque hacerlo solo sea un grano de arena en la lucha a favor de la vida, en un momento crucial para la especie humana.
El despertar de la superstición
En el siglo XX el éxito de las campañas mundiales de vacunación para prevenir enfermedades infecciosas (la viruela, poliomielitis, sarampión, paperas, rubeola, y otras como la rabia, fiebre amarilla, el tétanos o la influenza), así como tantos otros avances médicos significativos, hicieron pensar que la superstición ya era un rasgo vestigial de una humanidad decidida a progresar de la mano de la ciencia y la tecnología, las hijas predilectas de la edad de la razón. Las personas racionalistas suelen tener alguna superstición, como pedir un deseo antes de soplar las velas de su pastel de cumpleaños o conjurar un mal presagio tocando madera, pero sus decisiones importantes las toman «racionalmente».
Así como el deshielo del permafrost libera en la atmósfera gases de efecto invernadero (dióxido de carbono y metano) y microorganismos resistentes a los antibióticos, la pandemia del Covid-19 ha despertado multitudes de supersticiosos, de muy variada catadura. Igual que una persona racionalista, una supersticiosa cree que algo que le afecta ocurre por alguna causa. Pero mientras para la primera la causa es comprobable en el ámbito de la realidad, para la segunda es mágica o mística. Si la primera ha perdido el apetito, sufre de vómito y diarrea, y siente dolores de cabeza y abdominales, acude al médico; este le examina y somete a varias pruebas de laboratorio, y probablemente le diagnosticará una infección por parasitosis intestinal. Con la misma sintomatología, la segunda podría decir que alguien le ha hecho mal de ojo, un alguien capaz de producir daño, enfermedad o hasta provocar la muerte solo con mirar a la afectada.
Así como el deshielo del permafrost libera en la atmósfera gases de efecto invernadero y microorganismos resistentes a los antibióticos, la pandemia del Covid-19 ha despertado multitudes de supersticiosos, de muy variada catadura.
En esta época de pandemia los supersticiosos más visibles son los antivacunas. Desde deportistas de fama mundial como el serbio Novak Djokovic, o políticos como Cirsten Weldon, integrante de QAnon, el grupo extremista que asaltó el Capitolio, fallecida de Covid-19 el 6 de enero de 2022, hasta el líder antivacunas austriaco Johann Biacsics, también muerto de Covid-19 el 10 de noviembre de 2021, tras rehusar el cuidado médico estándar y preferir un enema casero de dióxido de cloro (el principio activo de la lejía).
La polémica que involucró a la estrela del tenis mundia, Novak Djokovic, con el gobierno de Australia dio la vueltan al mundo. En la foto, el tenista llega a una audiencia en la ciudad de Melbourne que decidiría si podía o no jugar el Australia Open. Finalmente fue deportado. Foto: AP
Ante la obligación establecida por el gobierno de probar que una persona ha sido vacunada, en Perú la abogada ultraconservadora Beatriz Mejía promueve un «certificado de exención» para que los antivacunas puedan ingresar a lugares públicos. Más del 90% de los fallecidos durante el segundo semestre de 2021 en Perú no se había vacunado, según el ministerio de salud (Minsa). En Ecuador, con datos del instituto de estadísticas (INEC), se estima que habría unos 500 mil antivacunas. A pesar de que casi la mitad de los hospitalizados no se han vacunado o solo tenían una dosis, el grupo Acción Humanista Revolucionaria se opone a las vacunas, al uso de mascarillas, a las cuarentenas, aforos limitados y distanciamiento social.
Los antivacunas y sus organizaciones difunden especulaciones conspirativas sobre la pandemia del Covid-19 y su origen, promueven el individualismo y la libertad personal, y se oponen a las políticas públicas de vacunación masiva. En EE.UU. 45% de la población blanca evangélica es antivacunas.
Algunas sectas (en especial los pentecostales, seguidores del Antiguo Testamento, con gran presencia en América) creen que la pandemia es producto de la ira de Dios. Para Ralph Drollinger, el predicador confidente del expresidente Donald Trump, Dios ha enviado el SARS-CoV2 porque estaría enfadado por la homosexualidad y la protección al medioambiente.
Para Richard Flory, director del Centro de Religión y Cultura Cívica de la Universidad del Sur de California, en EE. UU. una de las razones del rechazo a las vacunas contra el Covid-19 sería el hiperindividualismo de los evangélicos. Otra razón sería la interpretación literal de la Biblia. Estas personas creen que Jesús cuida de ellas y les ayudará si enferman. Su práctica religiosa fomenta el escepticismo frente a la ciencia, algo que en un país en donde al menos la mitad de la población no acepta la teoría de la evolución, ya era conocido.
Como si fuesen esporas flotando en el viento, estas personas afirman que obligarles a vacunarse restringe su libertad. Cuando no se parapetan en su fanática lectura textual de la Biblia, todos sus argumentos se fundamentan, básicamente, en su egocentrismo: que no se debe confiar en las vacunas porque son experimentales, que prefieren esperar a las vacunas contra las nuevas variantes del virus, que no han evaluado los beneficios y los riesgos de vacunarse, que de cualquier forma se contagiarán, que cuando todos los demás se hayan vacunado ya no será necesario hacerlo, que las personas jóvenes y fuertes no las necesitan; o que son solo un gran negocio de las farmacéuticas. Sus remozadas supercherías sirven para fracturar más todavía la frágil cohesión social de las sociedades neoliberales y las empujan hacia escenarios darwinistas del «sálvese quien pueda».
En las cortes medievales no podían faltar, junto al trono patriarcal, la tríada obsecuente al poder feudal: el astrólogo, el cura y el bufón. En esa época la Tierra ocupaba el centro del Universo y no era necesario investigar para encontrar la verdad, pues ya estaba dicha en las Escrituras.
Las pseudociencias: ¡qué peligro!
En las cortes medievales no podían faltar, junto al trono patriarcal, la tríada obsecuente al poder feudal: el astrólogo, el cura y el bufón. En esa época la Tierra ocupaba el centro del Universo y no era necesario investigar para encontrar la verdad, pues ya estaba dicha en las Escrituras. No sin dificultad, el Renacimiento y la Ilustración terminaron con ese milenio oscuro. Copérnico descubrió el error de Ptolomeo y Descartes recuperó la razón para acercarse a la verdad. El conocimiento se separó de la fe y el gobierno se hizo secular. La Revolución Industrial y la Revolución Científica marcaron el paso del ascenso del capitalismo y consolidaron la noción de progreso, primero en Europa, luego en Norteamérica y más tarde en algunos países asiáticos.
En la era moderna el conocimiento, vestido de ciencia, se convirtió en pieza clave de la historia de la humanidad. Pero junto a la ciencia perviven las pseudociencias. Distinguirlas no siempre es fácil, es un problema con aristas metodológicas, prácticas y éticas. Para la epistemología más conspicua el criterio de demarcación entre una y otra es la capacidad de la ciencia para resistir pruebas empíricas en contrario. Karl Popper plantea que es lógicamente imposible que la teoría sea corroborada por las pruebas empíricas (dicho de otra manera, rechaza la inducción como criterio de demarcación). Lo que sí es posible es «falsear» la teoría.
Bunge cree que la «falsación» no es suficiente, y propone diez criterios para desenmascarar cualquier pseudociencia (Luis Iglesias [2012], Ciencias y pseudociencias: imposturas y refutaciones: 44-46). El filósofo argentino insiste en la importancia de la demarcación pues considera que la ciencia adulterada corrompe la cultura, pone en peligro la búsqueda de la verdad y hace perder tiempo a todos. En la práctica, todo político y/o funcionario público necesita conocimientos para concebir programas y organizar la administración; si usa pseudoconocimientos, perjudicará a toda la sociedad. Solo imaginemos lo que hubiese ocurrido si los gobiernos se hubiesen dejado persuadir por la pseudociencia que aconsejaba administrar dióxido de cloro como tratamiento para los contagiados con el SARS-coV2. Para Bunge el pseudoconocimiento más dañino para la humanidad es el neoliberalismo, mezcla de pseudociencia económica y pseudofilosofía política, que pretende disfrazar como libertad el privilegio y la improvisación.
Protesta en Madrid contra las medidas para prevenir el Covid-19. Junto a los antivacunas también se expresan ciudadanos convencidos de que los gobiernos violan derechos individuales e imponen restricciones infundadas a pretexto del control de la pandemia. Foto: Madridiario
Las ciencias y las pseudociencias se enfocan a ámbitos específicos del conocimiento (la mente, la sociedad, la materia inanimada o la vida). Pero, claramente, las pseudociencias no son campos de investigación activos porque son dogmáticas y están atadas a la tradición. Bunge distingue dos tipos de pseudociencias. Las «tradicionales», como la parapsicología, la astrología y la homeopatía. Y las «disciplinas académicas» total o parcialmente pseudocientíficas, como el psicoanálisis, la microeconomía, ciertas aplicaciones de la teoría del caos o el «tándem biologista» (la sociobiología humana —con su «gen egoísta»— y la psicología evolucionista). Para corroborar estas afirmaciones recuerda que no existen laboratorios psicoanalíticos ni homeopáticos. En el caso de la parapsicología, que dice orientarse a la investigación, es claro que su objeto de estudio es, por decir lo menos, difuso, no le interesa descubrir leyes y no tiene una metodología específica.
Entre filósofos el acuerdo es menos probable que entre abogados. Mientras Popper endosa el carácter científico de la microeconomía neoclásica, Bunge la denuncia como pseudocientífica. Todos los estudiantes de economía -dice- deben estudiarla, pero es improbable que la utilicen para resolver problemas de la vida real, pues varios de sus postulados son irreales, y otros difícilmente comprobables por difusos. La teoría microeconómica asume que todos los actores del mercado son libres, mutuamente independientes, perfectamente informados, igualmente poderosos, inmunes a la política y completamente «racionales» (es decir capaces de elegir la opción con la mayor probabilidad de maximizar la utilidad esperada). Pero en la realidad los mercados están poblados de agentes (individuos o empresas) con información imperfecta, que pertenecen a redes sociales (por lo tanto, no son absolutamente libres), unos son más poderosos que otros (los monopolios u oligopolios frente a los demás agentes) y todos ellos actúan impulsados por la publicidad y por sus prejuicios políticos.
Al omitir las interacciones entre la economía y la Naturaleza parece lógico emplear la tasa de variación del PIB como medida del crecimiento y por ende del éxito de la política económica. Esta superchería puede parecer sostenible cuando se la utiliza de año en año.
El filósofo y matemático Imre Lakatos, también preocupado por el problema demarcatorio, prefiere hablar de «programas de investigación científica» (PI), unidad de análisis más amplia que «teoría», para destacar la dinámica del conocimiento científico. Un PI se constituye con varias teorías que evolucionan en el tiempo, se evalúa por su capacidad predictiva, y puede ser «teóricamente progresivo» —si sus nuevas teorías son más explicativas y abarcan más información empírica— o puede ser «empíricamente progresivo» —cuando la nueva información queda corroborada por las teorías ya existentes—. Si no cumple alguna de estas dos progresividades, se considera que el PI se encuentra en fase degenerativa. Un PI en fase degenerativa, acota Lakatos, solo se abandona cuando aparece un PI rival, empíricamente progresivo.
En 1991 Milton Friedman se jactó de que la microeconomía neoclásica era como «vino viejo en botella nueva» (Economic Journal 101: 33-40). Para Bunge, el hecho de que esa teoría haya permanecido intacta por más de un siglo, pese a los progresos de otras ramas de las ciencias sociales, sería un claro indicador de que es una pseudociencia. Para Lakatos la jactancia de Friedman indica que la teoría microeconómica sería parte de un PI en fase degenerativa.
A muchos parecerá ofensivo calificar de pseudociencia o teoría degenerativa a la microeconomía neoclásica, el núcleo conceptual de la corriente principal del pensamiento económico. Pero en realidad esa deplorable condición no solo afecta a la microeconomía. La macroeconomía —el otro pilar de la ortodoxia económica— adolece de inconsistencias científicas incluso más graves. Políticos y economistas siguen utilizando el producto interno bruto (PIB) como medida de las actividades económicas, sin incluir las interacciones con la Naturaleza —por la extracción de recursos naturales y por el uso de servicios ambientales—. Considerar al PIB como la herramienta de evaluación por excelencia de la política económica es como si el éxito de una empresa solo se midiera con la contabilidad de sus ingresos y gastos, sin evaluar su situación patrimonial.
Al omitir las interacciones entre la economía y la Naturaleza parece lógico emplear la tasa de variación del PIB como medida del crecimiento y por ende del éxito de la política económica. Esta superchería puede parecer sostenible cuando se la utiliza de año en año, pero es absurdo creer que algo (las transacciones económicas de mercado) pueda crecer infinitamente dentro de algo (la Naturaleza, o biosfera para las ciencias de la Naturaleza) finito.
El retorno a la normalidad tras las primeras olas de la pandemia del Covid-19 prueba, sobre todo en los países ricos del Norte, el apego de la cultura capitalista a las pseudociencias que sirven, hoy por hoy, como justificación ideológica de un objetivo que es, materialmente, imposible. Esta distopía parece inevitable, si se mira los planes de estudio de las facultades de economía en prácticamente todo el mundo. La matriz disciplinaria del pensamiento económico dominante se mantiene impertérrita: los jóvenes aspirantes a economistas siguen aprendiendo —les siguen enseñando— pseudociencias que sirven, básicamente, para justificar el poder del capital.
Mientras tanto, la humanidad avanza hacia el rebasamiento de los límites planetarios: el cambio climático, el agotamiento del ozono estratosférico, la acidificación de los océanos, el colapso de los ciclos biogeoquímicos, los cambios de uso de suelos, el uso de agua dulce, la carga de aerosoles atmosféricos, la introducción de nuevas entidades (como plásticos), y la pérdida de la biodiversidad y la extinción de especies. Y también avanza la intolerable concentración del ingreso del orden neoliberal. Si para la mayoría la pandemia ha traído empobrecimiento, muerte y exclusión, para los superricos ha sido una nueva oportunidad para incrementar sus fortunas.
[RELA CIONA DAS]
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