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23 de Mayo del 2023
Historias
Lectura: 11 minutos
23 de Mayo del 2023
Gonzalo Ortiz Crespo

Escritor, historiador, periodista y editor. Ex vicealcalde de Quito. 

20 años de la reubicación del comercio informal en el centro histórico
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La indolencia de esa alcaldía y de las que siguieron, dejó que se erosione de manera fatal el centro histórico. Hoy, de nuevo, mercachifles y vendedoras con canastos, alcohólicos y cacos, prostitutas y mendigos, se pasean por las calles que rodean a la Plaza Grande. Fotos: Luis Argüello / PlanV

 

La indolencia de la alcaldía de Augusto Barrera, y de las que siguieron, dejó que se erosione de manera fatal el centro histórico. Hoy, de nuevo, mercachifles y vendedoras con canastos, alcohólicos y cacos, prostitutas y mendigos, se pasean por las calles que rodean a la Plaza Grande, mientras los gritos del que vende bizcochos y de la que vende calzonarios se unen con los ayes lastimeros del que destroza un pasillo con un acordeón remendado.


Entre tantas cosas que pasan en el país, es fácil olvidarse de algunos hitos que van formando las ciudades y las vidas individuales y colectivas dentro de esas ciudades. Uno de ellos, clave en el proceso de recuperación del centro histórico de Quito, fue la reubicación del comercio informal del que ahora se cumplen 20 años.

En efecto, el 24 de mayo de 2003 ante la incredulidad de los quiteños, las calles del centro histórico, ocupadas hasta la víspera por diez mil comerciantes informales, amanecieron vacías, mientras un ejército de albañiles, pintores, electricistas y recolectores de basura se afanaba desde la madrugada arreglándolo todo para dejar despejadas y relucientes esas calles que durante medio siglo habían estado ocupadas. Una ocupación densa y caótica, a todo lo ancho y largo de sus veredas y calzadas, por tenderetes que se sucedían sin solución de continuidad, que impedían el paso de transeúntes y vehículos y ni siquiera permitían ver las casas e iglesias de la zona. Una verdadera ciudad de plásticos y lonas a pocos centímetros de las cabezas de los clientes que se animaban a transitar por aquel dédalo.

Desde la noche anterior, los comerciantes informales se habían trasladado, en paz, en camiones proporcionados por la ciudad, a sus nuevos locales de comercio: locales propios, seguros y bajo techo, ubicados en diversos centros comerciales populares que la municipalidad había edificado y concluido en los meses previos. Estos nuevos almacenes estaban tanto en el centro histórico (donde se reubicó a más de 6 mil), cuanto en otras zonas de la ciudad, como la “Ipiales del Norte” o el Centro Mayorista en la antigua fábrica Cablec, en el sur, inmueble comprado por “los mayoristas de martes y sábado”, unos 2 mil comerciantes que llegaban esos días a incrementar las ventas… y el caos en el centro.

Lo que encontraron las autoridades municipales esa madrugada del 24 de mayo de 2003 fue inaudito: solo en la plazoleta de La Merced había casi 3.000 conexiones ilegales de luz eléctrica, por lo que por un milagro de la Virgen del Terremoto, vecina del lugar, no se había producido una tragedia. Esa inmensa masa de vendedores y clientes no contaba con servicios higiénicos, aunque se descubrieron dos o tres de estos, escondidos entre los tenderetes y conectados a las alcantarillas, que las “dueñas” los alquilaban, al igual que los de algunas casas tugurizadas de los alrededores. Esa ruina y esa precariedad era lo que habían soportado vendedores y compradores, a pesar de que los comerciantes pertenecían a más de cien organizaciones, la mayoría de las cuales servía para extorsionarles y no para brindar soluciones verdaderas.

El comercio informal, estrategia de supervivencia ante el desempleo y la pobreza de los países no desarrollados, había mudado en un problema grave del espacio público del centro histórico de Quito a partir de los años 1960.

La transformación casi milagrosa del centro histórico de Quito produjo beneficios inmediatos en la salubridad, seguridad, tránsito (por algunas de las calles, como la Cuenca, la Chile, la Mejía o la Imbabura, no había pasado un solo vehículo durante décadas) y, obviamente, en el comercio formal, en el funcionamiento de las oficinas (entre otras, la propia Presidencia de la República, que estaba ya casi imposibilitada de usar la calle Chile), y en el acceso a las iglesias (La Merced, San Roque, El Tejar) y a otros locales.

Hubo otras consecuencias positivas. Se detuvo el deterioro físico de calles, plazas y monumentos de la ciudad Patrimonio de la Humanidad, y se mejoró la seguridad y la calidad de vida en el área. A partir de entonces, y al menos durante los siete años siguientes, se incrementó el turismo intraurbano (decenas de miles de habitantes de Quito que habían dejado de ir al centro o que de plano no lo conocían, empezaron a acudir de visita y a actos masivos organizados por el propio municipio) y el turismo proveniente del país y del exterior. El PIB del centro histórico se disparó, se instalaron negocios en las zonas “liberadas” y en otras que la municipalidad fue rehabilitando (como La Ronda, que durante unos pocos años atrajo cada día y cada noche a miles de personas).

Esta transformación no tuvo un solo autor ni mucho menos. El trabajo venía haciéndose desde años antes como parte de los empeños de rehabilitación del centro histórico de Quito, empezados por Rodrigo Paz, continuados por Jamil Mahuad y, en especial, durante los dos años del acalde Roque Sevilla. Pero fue el liderazgo de Paco Moncayo el que logró culminar esta tarea que parecía imposible, y que hacía que los quiteños se restregaran los ojos, incrédulos, aquel 24 de mayo de hace 20 años.

El comercio informal, estrategia de supervivencia ante el desempleo y la pobreza de los países no desarrollados, había mudado en un problema grave del espacio público del centro histórico de Quito a partir de los años 1960 y se había ido complicando con permisos municipales populistas, el apocamiento de las autoridades, la falta de control y hasta la acción de mafias (como la de la Mama Lucha, que “vendía” los espacios de un metro cuadrado de la calle Mejía y cobraba diario por la “protección” de sus garroteros). El uso arbitrario del espacio público había producido un deterioro acelerado de los bienes patrimoniales del centro histórico y de la infraestructura urbana, además de que generaba inseguridad y violencia, contribuía a la congestión del tráfico vehicular, causaba contaminación visual, ambiental y auditiva, desaseo y falta de higiene. Los vendedores, además, eran víctimas del chulco, pues la precariedad en sus condiciones de comercio no favorecía el crédito formal.

A pesar de todo esto, el Municipio del Distrito Metropolitano de Quito, había adoptado un lineamiento clave: la reubicación del comercio informal debía hacerse con el comercio informal. No era una acción contra ellos (habría que decir contra ellas, pues la mayoría de comerciantes eran mujeres), ya que la municipalidad entendía que el comercio informal minorista, a pesar de su precariedad, era una fuente de empleo e ingresos para los sectores que lo realizaban. Era también una actitud de humanismo y respeto.

Todo este maravilloso trabajo se arruinó en las alcaldías siguientes. La incuria comenzó con Augusto Barrera que, cumpliendo las órdenes de Rafael Correa, permitió que se derrocaran casas y que se iniciara sin ton ni son rehabilitaciones de otras para dizque oficinas y embajadas.

Fue clave para el éxito del proceso la credibilidad de Paco Moncayo, la seriedad de la propuesta, el cumplimiento de plazos, la estrictez con que se respetó el censo realizado por la PUCE, y también la firmeza con que se actuó. Moncayo aceptó el reto que le propusieron los dirigentes: “O todos o ninguno”. Todo ese conjunto de factores erosionó a la dirigencia corrupta, la que poco a poco fue reemplazada, y quebró la constante negativa de los dirigentes del comercio informal que, durante décadas, se habían negado a cualquier reubicación. Hay incluso una tesis de la Flacso que analiza el caso desde la perspectiva de la Teoría de Resolución de Conflictos desarrollada por el Proyecto de Negociación de Harvard, denominada Negociación por Principios, que plantea como norma, cumplida en Quito, el respeto y valoración del otro, que se escenificó en el diálogo, la participación y la comunicación (su autora es Nancy Rebeca Valdivieso Ortega).

Desde agosto del 2000 hubo 1.480 reuniones formales, 700 de ellas con autoridades de alto nivel del municipio, y 80 con el propio alcalde Paco Moncayo presente. A riesgo de dejar fuera a muchas personas valiosas, destaco el papel clave de Diego Carrión, Inés Pazmiño, Edmundo Arregui, René Vallejo, Carlos Ordóñez, el vicealcalde Andrés Vallejo y los integrantes del Concejo Metropolitano.

Habíamos dejado de lado resistencias y recelos y trabajábamos muy unidos por este propósito, sin permitir que nadie hiciera clientelismo. El Fonsal, dirigido por Carlos Pallares, apoyó esta recuperación con un trabajo sostenido y planificado de restauración de iglesias, conventos y edificios históricos. A su vez, el programa “Pon a punto tu casa”, dirigido por Jorge Carvajal, facilitó créditos para rehabilitar las casas particulares y crear unidades de vivienda.

Todo este maravilloso trabajo se arruinó en las alcaldías siguientes. La incuria comenzó con Augusto Barrera que, cumpliendo las órdenes de Rafael Correa, permitió que se derrocaran casas y que se iniciara sin ton ni son rehabilitaciones de otras para dizque oficinas y embajadas, anulando el objetivo de volver a tener un centro vivo, un centro habitado. Era obvio que las embajadas no aceptarían el plan del iluminado urbanista Correa. No hay una sola casa de las que ordenó rehabilitar a un alto costo, que se haya ocupado en nada, y alguna, como el Beaterio, luego colegio Simón Bolívar, donde dizque iba a ir la oficina de la ONU, allí sigue con andamios de caña guadúa desde hace una década, una obra tan inconclusa (e ilusa) como la Refinería del Pacífico.

Barrera suprimió el programa de vivienda; también permitió el regreso de las ventas ambulantes. Tengo muy claro el artículo que escribí, dolido e indignado, cuando vi que se pelaban cocos con machete, sobre unas carretillas oxidadas, a dos cuadras del Palacio de Gobierno.

La indolencia de esa alcaldía y de las que siguieron, dejó que se erosione de manera fatal el centro histórico. Hoy, de nuevo, mercachifles y vendedoras con canastos, alcohólicos y cacos, prostitutas y mendigos, se pasean por las calles que rodean a la Plaza Grande, mientras los gritos del que vende bizcochos y de la que vende calzonarios se unen con los ayes lastimeros del que destroza un pasillo con un acordeón remendado.

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