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10 de Octubre del 2022
Historias
Lectura: 12 minutos
10 de Octubre del 2022
Fernando López Milán

Catedrático universitario. 

No le hagan la maldad al niño
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Fotomontaje referencial. PlanV

 

¿Su hijo había sido asesinado por orden del capo? Debe callarse, perderse, anularse. No hay otras salidas para los que carecen de posibilidades para la venganza. Solo que, en ciertas ocasiones, el sentimiento de justicia se impone en el espíritu de las víctimas.

 

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En el mundo del crimen organizado, las muertes por lo general son muertes anunciadas y las sentencias de sus jueces son sentencias públicas. Los condenados las conocen por las advertencias en voz baja de amigos y conocidos y por las amenazas que reciben ellos mismos o sus familiares.

Al conocer su condena, algunos, como Edison M. (a. Muñeco), aún creen que es posible exponer sus pruebas de descargo a los jueces o emisarios del crimen y reivindicar su inocencia o, entre resignados y esperanzados, se refugian en el pensamiento mágico. Esperan en igual medida de la razón y la magia.

Javico le dijo un día: “Muñeco, cuídate que te andan buscando para matarte, que te buscan por un dinero”, y él respondió: “Yo, gracias a Dios no debo nada y confío en Dios que nada me va a pasar. Por eso yo camino con Dios”. Dijo todo esto pese a que Fito, el juez de su caso, le había dicho, una ocasión en que lo llamó a amenazarlo, que lo habían visto en Tarqui con su mujer y su hijo y que lo estaban siguiendo.

El 21 de marzo del 2017, el día en que unos hombres armados atacaron a Edison M. y a su hijo, él había regresado a Manta de Esmeraldas, a donde había ido “a vagar, a joder, a despejar la mente”, porque su compadre, Jonathan P., le pidió que fuera padrino de su mujer, que se graduaba ese día.

Llegaron a la ciudad a las seis de la mañana y, ya en su casa, Edison se acostó a dormir. Cuando sonó el despertador se levantó y se dirigió a la hamaca donde dormía su hijo de dos años. Intentó tomarle una foto con su celular, pero el niño, tapándose la cara con las manos, no se lo permitió. “Como nunca —dijo en la sala del tribunal penal de la ciudad de Manta—, estaba vestido de blanquito, con una camisa blanquita”.

Luego de la ceremonia de graduación él, con su mujer y el niño, fueron a comer a un asadero a donde les había invitado el padre de la graduada. Recuerda que guardó dos presas de pollo para el niño, al que, dormido, lo habían dejado en el asiento trasero del auto en que llegaron, con el aire acondicionado encendido.

Una vez que terminaron de comer, se embarcaron en el mismo auto para dirigirse a su casa. En él iban su mujer, su hijo, su ahijada y los padres de esta; el conductor era Jonathan, su compadre. En una moto los escoltaba Jesús, el hermano de la graduada.  “Él lo entregó”, afirmó en el juicio la mujer que, el 21 de marzo, había acompañado a los atacantes de Edison a “cobrar un dinero”.

Javico le dijo un día: “Muñeco, cuídate que te andan buscando para matarte, que te buscan por un dinero”, y él respondió: “Yo, gracias a Dios no debo nada y confío en Dios que nada me va a pasar. Por eso yo camino con Dios”.

  2  

Percibimos el crimen como una ruptura del orden de la vida cotidiana. Sin embargo para los criminales no es una actividad excepcional sino una tarea más, equivalente a ir de copas o a pagar la luz. A las tres de la tarde más o menos —dijo Judith Z. en su testimonio— El Moro, acompañado de Jipson C., la fue a buscar a su casa y le invitó a dar una vuelta a Piedra Larga. Estuvieron bebiendo y dando vueltas por el centro de Manta. Mientras paseaban, Judith escuchó que Jipson le contaba al Moro que Fito y El Orejas habían contratado a su Hermano, John H., para una “vuelta” y que la “vuelta” que tenían que hacer debía salir bien.

Alrededor de las seis de la tarde fueron a comer a la Guilda del Bus, y a eso de las siete y cuarto de la noche Judith pidió al Moro que la llevara a casa. Él respondió que lo haría, pero que primero lo acompañara a cobrar un dinero. Fueron hasta el barrio Santa Martha. Ahí se encontraron con un auto verde, doble cabina, del que descendieron unos hombres armados. Jipson y El Moro también bajaron armados con pistolas. Judith, asustada, temiendo que los hombres del auto verde hicieran algo contra ellos, intentó ocultarse reclinando el asiento en el que se encontraba. Desde ahí escuchó, muerta de miedo, lo que pasaba afuera.

Afuera se encontraba parado, con el motor encendido, el auto —un Chevrolet Sail negro— en el que viajaba Edison con sus compadres y familia. Edison, al ver que los hombres armados se acercaban al auto le pidió a su compadre Jonathan que acelerara, que querían matarlo, pero este, ofuscado por el miedo, en lugar de acelerar apagó el vehículo. En ese momento saltaron los seguros y los hombres abrieron la puerta del auto gritándole a Edison: “concha de tu madre, suelta al niño, dame al niño”.

“Ellos querían llevarse a mi niño, (pensando): este perro tiene el dinero, lo extorsionamos… Esa (era) la intención de ellos: torturar a mi criatura, mandarme (una) foto. Son muchas cosas en la vida que suceden”, declaró Edison en el juicio.

Los asaltantes, a punta de pistola, sacaron a todos los ocupantes del vehículo y solo quedó Edison con su hijo en brazos.

Afuera se encontraba parado, con el motor encendido, el auto —un Chevrolet Sail negro— en el que viajaba Edison con sus compadres y familia. Edison, al ver que los hombres armados se acercaban al auto le pidió a su compadre Jonathan que acelerara, que querían matarlo...

  3  

Resistir. ¿Cómo se resiste a la fuerza bruta? ¿Cómo, ante la inminencia de la muerte de un hijo cuando se está inerme frente a un grupo de asesinos? Con el instinto y las palabras. Nada más tenía Edison para cumplir con la misión que Dios le había encomendado, porque, como dijo respondiendo al Fiscal en la audiencia de juzgamiento, “si Dios nos dio un hijo es para cuidarlo”. Y es esa capacidad de cuidar, de cultivar, de proteger a otro y ayudarlo a vivir, lo que nos hace humanos.

“Suelta al niño, concha de tu madre”, le gritaban a Edison y como este, abrazándolo, se negaba a entregarlo, Jinsop y El Moro le cayeron a golpes. Le daban cachazos en la cabeza, cachazos en los dedos de las manos, mientras él les pedía que no le hicieran una maldad a su hijo, que ni su hijo ni él tenían nada que ver con el dinero robado. Y, mientras forcejeaba con los secuestradores para impedir que se llevaran al niño, dentro del auto sonó un disparo.

Enseguida se escuchó la sirena de una patrulla. Pero no era sino “un candadito”, un juguete que Edison le había regalado a su niño y que, a causa del roce y el movimiento provocado por los golpes dentro del auto, empezó a sonar. Asustados, los asaltantes escaparon a la carrera. “Mátalo. Mátalo”, gritaban mientras se alejaban disparando hacia el carro.

Edison abrazó a su hijo que en esos momentos solo atinaba a repetir: “papá, papá”, solamente eso: “papá, papá”, y diciendo: “Mijo, tranquilo, no pasa nada, todo va a estar bien”, consolaba a su niño sucio de sangre.

Edison abrazó a su hijo que en esos momentos solo atinaba a repetir: “papá, papá”, solamente eso: “papá, papá”, y diciendo: “Mijo, tranquilo, no pasa nada, todo va a estar bien”, consolaba a su niño sucio de sangre.

  4  

En el hospital atendieron al niño y al padre en salas separadas. Edison sentía que se moría, que no podía respirar. Y temía que lo mataran ahí mismo porque quienes lo perseguían eran gente muy poderosa y podían comprar lo que se les antojara, incluso a las autoridades.

“Diosito lindo, yo te dije que confiaba en vos, por qué me ha sucedido esto”, exclamó cuando, después de unos veinte minutos de estar en el hospital, su mujer le comunicó que una bala había atravesado el cerebro de su hijo. Intentando salvarle la vida lo llevaron a Quito, al Hospital de Niños Baca Ortiz. En el trayecto, al palparse la cabeza porque le dolía mucho, Edison se percató de que en la parte de atrás tenía un hueco por el que entraba con facilidad un dedo. Era una herida de bala. Sobre esta herida cuenta que, en el momento de los disparos, no sintió nada, pero la bala le “atravesó la segunda parte (de la cabeza). Nosotros tenemos dos capas y una me pasó (…), faltaba medio milímetro para quedarme ciego y paralítico de un lado (…). Yo de eso me enteré a los quince días, (a los quince días me enteré de) que tenía un tiro en la cabeza”.

En el Hospital de Niños, le anunciaron que su hijo, internado en terapia intensiva, se encontraba mal. Él, entonces, suplicó a los doctores que no lo desconectaran de las máquinas que lo mantenían vivo, pues estaba seguro de que su hijo se levantaría. Resistió ocho días. Según el parte forense, la causa de la muerte del niño fue laceración, hemorragia cerebral, fractura de cráneo por penetración, paso y salida de proyectil de arma de fuego.

¿Su hijo ha sido asesinado por orden del capo? Debe callarse, perderse, anularse. No hay otras salidas para los que carecen de posibilidades para la venganza. Solo que, en ciertas ocasiones, el sentimiento de justicia se impone en el espíritu de las víctimas. Y de este sentimiento, convertido en necesidad, sacan el valor que precisan para enfrentar a quienes les han hecho daño.

Después del asesinato de su hijo, Edison siguió recibiendo amenazas. Le dijeron que le arrojarían una bomba para que explotara con todo. Pero, decidido y desafiante declara: “desde el momento en que me mataron a mi niño comenzó todo (…). Desde ese momento que me tocaron a mi niño, así se pare el diablo de frente no les temeré (…). Me fui todo por lo legal, y que la justicia se encargue de ellos”. La Justicia, esa mujer ciega, que tarda, se extravía; que no siempre llega.

*Texto basado en el proceso N° 13284-2017-00410. Tribunal de Garantías Penales de Manta.

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