

Fotomontaje referencial: PlanV
Manta, 9 A.M, cielo límpido, 26 grados. Llegué a clases algo agitado, con la mente en todas partes menos en lo que pensaba tratar en las dos siguientes horas que tenía con mis estudiantes de producción de textos literarios y académicos. No era una situación nueva para mí, me acompañaba el eco de la voz enardecida de la madre de mi hijo reclamando por la pensión alimenticia de Basti, y la misma amenaza de siempre: “no verás a tu hijo mientras no pagues”.
Caminaba por un salón de clase con cuarenta chicos, casi todos utilizaban barbijos. Sus miradas eran algo temerosas, en algunos capté inquietud y ansiedad. Desde uno de los ventanales miré una pincelada azul turquesa de mar. Primero hablamos de cuánto había afectado en sus vidas la pandemia, sus relatos fueron desoladores, catárticos. Las voces se quebraban, fluían lágrimas y abrazos. Simplemente les dije que iban a encontrar la fuerza para darle sentido a tanta catástrofe, van a ser la generación pospandemia, la generación ave fénix. Abandoné el salón entre emocionado y triste.
Soñé con Bastián, siempre me alegra imaginarlo con su pelo ensortijado, bajando desaforado hacia el estacionamiento del parque metropolitano. Respiré profundo, exprimí tres naranjas y probé un café de Pacoche. Estuve cinco minutos antes del inicio de clases, mi mente vagabundeaba, después de la catarsis colectiva necesitaba un guión convincente para que los chicos se interesen por escribir. Les dije que la creación literaria era una actividad sanadora, les conté que en todo este tiempo de cautiverio leí como tres veces Los detectives salvajes y un par de veces 2666, ¿se imaginan si no hubiese vivido Roberto Bolaño?
Muchas veces la Literatura se ha basado en impulsos, lapsus, “paréntesis de realidad” como diría Julio Cortázar.
Súbitamente se me vino a la mente los grafitis de Quito. Les hablé de cómo había pintado un grafiti hace más de treinta y dos años. El leit motiv como en casi todas las creaciones literarias partió del desamor, una chica que me abandonó y uno de mis últimos cartuchos pintándole un grafiti a dos cuadras de su casa: he sido violado por tu silencio. Escuché algunos suspiros, una joven de ojos castaños me preguntó si la chica regresó, le respondí que no, pero que me había sentido más tranquilo después de pintarlo.
Les conté acerca de mi grupo de amigos grafiteros con los que de a poco nos volvimos adictos a pintar en las paredes de Quito. Escogíamos grandes murallas de calles y avenidas por donde circulaban miles de transeúntes. Haciendo grafitis rompimos el silencio de una ciudad repleta de tráfico, esmog y vallas publicitarias. Convertimos a la capital de Ecuador en una babilonia donde fluían estallidos de poesía entre adrenalina y vandalismo. ¿Cuál es la diferencia entre arte y vandalismo?, preguntó un chico de pelo lacio y ojos glaucos. Le dije que el arte remueve, es conmoción mientras que el vandalismo solamente es caos.
Les conté acerca de mi grupo de amigos grafiteros con los que de a poco nos volvimos adictos a pintar en las paredes de Quito. Escogíamos grandes murallas de calles y avenidas por donde circulaban miles de transeúntes
Los noté encantados, trasladándose a los noventa de ese Quito gélido de charcos, campanarios y sorbos apurados de café. Me preguntaron que día era más seguro para pintar, les dije domingo porque circulaban pocos patrulleros. Ahí lancé la pregunta iniciática, prometeica: “¿Les gustaría pintar un grafiti?”. Todos respondieron que les encantaría.
En medio de la euforia de mis estudiantes mencioné Historias de aerosol, un libro de cuentos que publiqué hace veinte años, propuse que trabajen en grupos de hasta seis estudiantes un relato y que realicen un vídeo, no más de siete minutos por corto. Una adaptación donde cabían leves giros, cambios en la forma para fortalecer la trama, en fin, lo importante era conservar la esencia del relato.
Una estudiante blanca, rolliza, de pelo ensortijado preguntó qué tan peligroso podía ser pintarlos. El aula quedó en silencio, les dije que siempre había un riesgo, dependiendo de la pared, la cantidad de guardias y cámaras. Fui lo suficientemente honesto como para decirles que ahora era más aventurado, pero que podían buscar paredes abandonadas e incluso pedir autorización al dueño de casa. Además, tenían la ventaja de poder utilizar mascarillas para cubrir sus rostros. Uno de los chicos arguyó que sin autorización sería más divertido. Les repetí que era su maestro, no su abogado.
La siguiente semana, conversé con el editor del libro de cuentos quien ofreció enviarme cincuenta ejemplares en tres días, me pidió que pagara el envío, le dije que no había problema. Entregué ocho libros por curso, y planteé la misma actividad a los otros paralelos. Algunos grupos pidieron dos ejemplares, al final vendí todos los libros con lo que me acercaba a la mensualidad que tenía que entregar a la madre de mi hijo para poder verlo. Pensé en toda la parafernalia performativa que había utilizado, me dije esto es más riesgoso que pintar grafitis.
Quedé algo preocupado por los chicos, pensé que, en una ciudad pequeña y coloquial, podía ser más fácil que los descubrieran grafiteando. Tuve una ligera premonición, un treno, una duda sobre el nivel de exposición de mis estudiantes, al final pensé que lo harían sin mayor problema.
A medida que avanzaban los días los vi más entusiasmados, incluso algunos me mostraron fotos de algunos grafitis que habían pintado en Manta. Sentí orgullo y algo de culpa, aunque las frases tenían su dosis poética. Los más audaces contagiaron al grupo de ese espíritu iconoclasta que se requiere para grafitear. Bastó una chispa para incendiar el paraíso, la calma del mar siempre me alimentaba.
Una semana después noté a los chicos azorados, uno de sus compañeros de nombre Robespierre, había sido grabado por una cámara del dueño de una ferretería mientras pintaba. El dueño de la ferretería, de apellido Arauz, ubicó a la familia del muchacho y amenazó con darle una golpiza a Robespierre si no pintaba de blanco su pared pintarrajeada. Para colmo fue a hablar con el rector de la universidad quien me llamó a su despacho, allí encontré a Arauz, un tipo trigueño, regordete, de mirada flamígera que enseguida me increpó: usted no es un profesor, es un delincuente.
La siguiente clase vi a los chicos algo cabizbajos, les dije que la tarea del vídeo estaba suspendida y que los integrantes del grupo 6 tenían que acompañarme con pintura blanca y rodillos para despintar el grafiti. Quedamos en vernos al siguiente día, un viernes 13
Lo miré conservando la calma, le dije que la tarea era parte de una experiencia antropológica de arte urbano, utilizando el método de observación participante. Arauz, estaba más rabioso, el rector me miró con aire paternal. Profe Ron, tiene que dejar esa pared límpida, y por favor suspenda esa tarea traída de los cabellos. Asentí, me despedí del rector, extendí mi mano al ferretero enardecido quien a regañadientes me dio un apretón algo violento.
La siguiente clase vi a los chicos algo cabizbajos, les dije que la tarea del vídeo estaba suspendida y que los integrantes del grupo 6 tenían que acompañarme con pintura blanca y rodillos para despintar el grafiti. Quedamos en vernos al siguiente día, un viernes 13.
El viernes 13, después de un frugal desayuno de rosquillas de Montecristi y café de Zaruma, llamé a Robespierre, le dije que me enviara la ubicación de la pared grafiteada y que nos veíamos en una hora. La casa de Arauz estaba ubicada en un barrio periférico llamado “San Cristóbal”. Avance en mi viejo Peugeot 307, esquivando baches, por una zona desangelada, repleta de casas de caña junto a terrenos baldíos y quebradas. En medio de ese caos urbano, con calles de tierra, y parlantes inundándolo todo de reggaetón llegamos a un callejón sin salida. Ahí estaba la muralla blanca de una casa de ladrillo, de dos plantas. Los chicos habían pintado con una caligrafía tipo comic sans, la marea de tus besos no me alcanza. Me pareció un grafiti aceptable, uno de los chicos telefoneó a Arauz que diez minutos después salió de su casa. Cuando apareció, me dijo: Ron quiero la pared totalmente limpia. Asentí. Vamos chicos ya saben lo que tenemos que hacer, arengué al grupo. A los tres minutos, mientras pintábamos toda la pared de veinte metros de largo por tres de ancho, aparecieron cuatro reporteros del diario La marejada, un diario sensacionalista de la ciudad. Con cámaras de alta resolución empezaron a fotografiar toda la escena, apuntaron a mi rostro varias veces. La premonición se cumplió, dos zopilotes aterrizaron junto a los rodillos.
Al siguiente día en la portada del periódico apareció una foto donde se me veía junto a cinco estudiantes, con sendos rodillos, despintando la pared de Arauz. El encabezado, con letra roja decía Cae banda de grafiteros dirigida por profesor.
Manta es una ciudad de no más de trescientos mil habitantes, la noticia se regó por toda la urbe. Noté ciertos cambios: algunos profesores dejaron de saludarme, otros lo hacían a regañadientes, los estudiantes me miraban con cierta desconfianza, aunque algunos celebraron mi ocurrencia. En el supermercado igual, rostros adustos y sorprendidos, cuchicheos. Tenía mis cinco minutos de fama en una ciudad oceánica de atardeceres refulgentes.
Apareció una etiqueta en redes sociales #proferon, algunos me veían como un ser decadente e irresponsable para otros simplemente era el iniciador de un nuevo tipo de educación. Llovieron mensajes de todo tipo a mi cuenta de Twitter, múltiples felicitaciones y también amenazas de muerte. Cerré mi cuenta
Después de dos días fui a “Pez y maní”, cevichería de Fer, un amigo con el que de vez en cuando jugábamos tenis y compartíamos nuestro gusto por Pink Floyd.
—¿Cómo pudiste hacer esa estupidez?
—Sí, la cagué, respondí
—Pusiste en riesgo vidas de chicos inocentes
—Ya me conoces, a veces, me rayo.
Una semana mantuve perfil bajo, casi no salía de mi apartamento después de dictar clases. Pedía comida a domicilio. Por un momento pensé que lo peor había pasado, pero días después aparecieron grafitis firmados con mi apellido. Ron, es un apellido musical y bohemio, ahora era la marca de grafiteros que sin mucho oficio pintaban cualquier frase cursi sobre decenas de paredes. Apareció una etiqueta en redes sociales #proferon, algunos me veían como un ser decadente e irresponsable para otros simplemente era el iniciador de un nuevo tipo de educación. Llovieron mensajes de todo tipo a mi cuenta de Twitter, múltiples felicitaciones y también amenazas de muerte. Cerré mi cuenta.
Cuando iba a la universidad, los chicos querían tomarse una selfi conmigo, yo aceptaba, mantenía un aire sereno, estoico. Mientras caminaba del trabajo a mi departamento, no más de siete cuadras, escuchaba motores de motocicletas y los latidos de mi corazón se aceleraban. Dos semanas después dejé mi carta de renuncia en el rectorado de la universidad. Tres días después empaqué dos bolsos medianos de ropa y un cartón de libros, los coloqué en la cajuela del Peugeot y regresé a Quito.
En Quito, volví a ser una criatura anónima y desempleada, como cientos de miles de quiteños. Allí la gente sólo pensaba en sobrevivir, en el precio de la gasolina y los nuevos negociados del gobierno. Deposité la pensión alimenticia de Basti, la madre me autorizó salir con él una tarde, fuimos al Parque Metropolitano a ciclear por una ruta repleta de cuestas empinadas y bajadas en la que Basti mostraba su audacia esquivando huecos y reventando charcos. Lo seguí respirando el aire de la montaña, algo más libre y sereno.
Seis días después recibí un correo de Robespierre, agradeciéndome por la experiencia única que habían vivido, me adjuntó los enlaces de treinta vídeos. Encontré un par de cortos excepcionales, captaban el espíritu irreverente del grafiti y su poca lógica a la hora de medir riesgos. Habían pintado en una pared frente a la municipalidad: gracias profe Ron. Apagué la computadora, fui al bar de la esquina y pedí un mojito.
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