
Especialista en literatura hispanoamericana contemporánea, ensayista y profesor universitario

¿Cómo darles cierta urgencia fresca a las advertencias culturales y políticas que los latinoamericanos escuchamos, pero no acatamos? Una respuesta principal yace en el talento, anómalo en momentos de ChatGPT, para fusionar ambiciosos mosaicos artísticos y políticos en un todo novedoso que examine con sensibilidad y sensatez utopías que nunca existirán o existieron, y que renuncie apasionadamente a la obediencia genérica, respetando las tradiciones que la permiten. No hay manera de constatar si el ecuatoriano Ernesto Carrión se propuso llevar a cabo esa inconsistencia que ha hecho fracasar a artistas menores, pero los lectores de Triángulo Fúser (La despechada, poética y fantasmagórica vida de Ernesto antes del Che) no se demorarán mucho en percibir el desafío, particularmente si han leído su celebrada Incendiamos las yeguas en la madrugada. Lo más significativo de la metaficción autobiográfica, vale reiterar, es que el estilo novelístico se convierte en el tema de la experiencia y no en la experiencia del tema. Hay pocas ocupaciones como la de los novelistas en que el practicante puede incrustar su ambivalencia en su obra, obsesión legítima y universal, abundante en su Guayaquil natal. Pero la metaficción también es una coartada o mecanismo de defensa, y eso no va con Carrión. Por eso es inútil presentarlo, discutir su cosmopolitismo o, peor, rastrear la presencia de una esfera nacional en su temática, liana de la que no se agarra.
Más bien, Carrión se instala en una tradición latinoamericana de antaño (he ahí el novelista proletario uruguayo-argentino Elías Castelnuevo), y aunque puede pensarse en sus compatriotas Pablo Palacio y Humberto Salvador para los años veinte y treinta, y en años recientes en Javier Vásconez (para Quito, aunque no la llame por su nombre) y, más cercano a Carrión, en Leonardo Valencia (que hace desaparecer a cierto Guayaquil), más que cualquier urgencia referencial, ellos transmiten algo que el sociólogo alemán Georg Simmel propuso en un ensayo de 1903 sobre la metrópolis y la vida mental: la base psicológica del tipo metropolitano de la individualidad consiste en la intensificación de la estimulación nerviosa, que resulta del cambio rápido y sin interrupción de estímulos internos y externos, batuta que recogerían Fuentes, Vargas Llosa, Cabrera Infante y muchos otros hasta hoy. Carrión y su cohorte se dan cuenta de ese peso y lo convierten en arte en un país donde se podía pagar caro, en la órbita del mundo comprometido, dedicarse a la representación de la clase media y alta urbana. Y es la ciudad la que los pierde como novelistas, porque la denuncian sutilmente, mientras otros convierten esas posibilidades en cartel al ver la novela como ombligo.
Quizá por eso Carrión mete en Guayaquil a un extraño que sigue entre nosotros, y que muy bien habría pasado por zombi en esos años: Ernesto Guevara de la Serna. Desde Marx se sabe que la relación autor-ideología queda en la «base» y por eso la biografía del autor no esclarece su orientación literaria. Las distorsiones biográficas casi nunca conceden explicaciones, y la crítica que se extrae de ella es invasora por no distinguir entre lo verídico y lo que no lo es. Si Carrión acude a la de Anderson, el hecho es que el Che, como Wally o el Zelig de Woody Allen, aparece en lugares insólitos, hasta in absentia, incluso a través de su mamá, Celia de la Serna, como recuerda Julia Urquidi en Lo que Varguitas no dijo. Carrión también sabe que las novelas casi siempre superan a las biografías (estas, como las autobiografías, correspondencia, diarios íntimos y «vidas» afines colonizan mal a la ficción), cuyos defectos son imponer un relato a fragmentos de la realidad, pretensiones de conocimiento y delusiones de objetividad, convirtiéndose en una ética de detalles ofensivos que produce más miseria humana que menos, a no ser que sea una «biografía teatral» como Orlando de Woolf.
En «Ciudad Pretexto», Libro Segundo de Triángulo Fúser (La despechada, poética y fantasmagórica vida de Ernesto antes del Che), el novelista comienza a ficcionalizar de otra manera las desmitificaciones de su protagonista, enfatizando una faceta poco conocida o revisada de un personaje narrado hasta la saciedad desde el cuento «Reunión» de Cortázar: su deseo frustrado de ser poeta, cuya vida, heroica para algunos, no le dio tiempo de pasar de letraherido debido a heridas antipoéticas. Pero ¿cómo transmitir todavía más biografemas improbables? Carrión opta por jugar con la historia y, para llevarlo a cabo, es notable, indaga en archivos, se documenta, escucha «radio bemba», se interroga sobre la Historia, lee, y lee y lee incesantemente. Es decir, hace sus deberes novelísticos, no para crear una «novela histórica», sino para tergiversar la forma, para no atascarse en sus propias fórmulas popularizantes, y proveer cierta verosimilitud cuando esta depende de ciertas verdades en estos días de «noticias falsas» e Inteligencia Artificial.
Así, en el Libro Primero, «Tríptico de una ciudad», se lee sobre Andrews Andro Herrero: «Todo esto aparece en el libro de Jon Lee Anderson. Biografía autorizada por la viuda de Guevara. Me sorprende que la gente no les preste atención a esos detalles. No son entrelíneas. Son líneas. Pero nadie las lee. Para mí, lo que tú buscas, Mariano, los residuos de la personalidad real del Che Guevara de veinticinco años, está en buena parte de la información que Herrero voluntariamente le suelta a Lee Anderson». Consecuentemente, en el Libro Tercero, «Ciudad de fondo», luego de unas trescientas páginas, se lee en el fragmento llamado «Allen»: «Pasarán muchos años hasta que llegue un arqueólogo a desenterrar la verdadera literatura de entre los miles y miles de libros falsamente alabados y premiados. La mierda, de seguro, le llegará hasta el cuello. Pero sólo a través de la mierda comprenderá el sendero». En la página siguiente termina el fragmento sobre el poeta de «Aullido» repitiendo una anécdota que se ha novelizado, relatado con otro enfoque por Guillermo Cabrera Infante, sin poesía: «¡Que les cueste un poco, si han querido utilizarme! Voy a decir públicamente que Raúl Castro es homosexual. Y que lo que yo quiero hacer es pasarme una noche entera con el atractivo Che Guevara». Quizá sirva para entender el procedimiento de Carrión de recurrir a «La disminuida masculinidad de Hitler», que Walter Benjamin incluye en los Fragmentos de contenido misceláneo. Escritos autobiográficos (1989; español: 2017): «Comparar con el aire femenino del pobretón que representa Chaplin; tanto esplendor cuanta sordidez en los seguidores de Hitler; comparar con el público de Chaplin [… ] El pobre diablo quiere ser tomado en serio, y a continuación movilizar con urgencia al infierno entero».
Sospecho que Carrión —que no tiene ningún problema con recoger anécdotas sobre Cuba de Caballero Bonald, Goytisolo, o los cubanos Arrufat y Triana, y de Cabrera Infante— está del lado de su coetáneo chileno Alejandro Zambra, que sentenció: «Estoy muy en contra de la angustia de las influencias. Creo que si las influencias te angustian es porque eres un pelotudo»
Por esos destiempos y desencuentros no sorprenderá que en la tercera década del siglo xxi no se disponga de una «nueva novela histórica» hispanoamericana que haya hecho historia mundial por su multiplicidad, y una razón puede ser el agotamiento que afecta a la forma que quiere perfeccionar el exceso. Otra razón es la superación de la época en que ese subgénero ofrecía un refugio de la censura y los ataques políticos, e incluso de la pobreza. Creo que hay que entender esa historia de otra Historia para valorizar debidamente la contribución novelística de Carrión.
Ante todo lo anterior todavía se puede preguntar si Triángulo Fúser es una novela de las que se define indistintamente como fragmentada, novela-suma, enciclopédica, novela-río, novela-vida, dialógica-polifónica, multivalente, autosuficiente, la «monstruo», híbrida, novela-galería, intertextual, experimental, posmoderna, polihistórica, «planetaria», de «ambición panorámica», de ideas (no tesis) o una forma que las mezcla todas bajo la inútil rúbrica de «nueva». Si se me permite una parada académica, en parte por las ilustraciones que codifican la manera de leerla, y por la miscelánea de discursos (alguno sentencioso, debo decir) y registros de cultura popular, quizá «novela-ensayo» sea una caracterización más apta, no una definición restrictiva de ella. Opto por esa rúbrica teniendo en cuenta una afirmación reciente en «The Essay and the Novel» de Jason Childs (recogido en The Cambridge Companion to the Essay, 2023): «Parte de lo que hace tan difícil definir ambos géneros es que sus conceptos exigen innovación: nuevas instancias están divididas entre la necesidad de observar las barandillas de sus antecedentes y el ansia de pasarlas de largo». Es decir, sentirse tironeado y desafiado por las convenciones y sus agentes: las influencias.
Sospecho que Carrión —que no tiene ningún problema con recoger anécdotas sobre Cuba de Caballero Bonald, Goytisolo, o los cubanos Arrufat y Triana, y de Cabrera Infante— está del lado de su coetáneo chileno Alejandro Zambra, que en una entrevista sentenció: «Estoy muy en contra de la angustia de las influencias. Creo que si las influencias te angustian es porque eres un pelotudo». Esta es la undécima novela de Carrión, remix de algunas anteriores, como él mismo explica al fin, pero no es su lado B, porque su Libro Primero alterna dos décadas, la de los cincuenta (sobre el Che Guevara y su breve periplo guayaquileño) y la de los noventa. Este Libro se centra en las vidas cuasi artísticas de los universitarios Mariano Torres y Pablo Paredes, que termina entrelazando con un guion, una investigación periodística (e histórica, en lo que cabe) sobre el argentino y los ¿dos meses? que vivió en Guayaquil, con unos chicos de un colegio de élite (que habían aparecido con los jóvenes protagonistas de Incendiamos las yeguas en la madrugada, en un viaje a un prostíbulo) y unos crímenes de odio (frase que no tenía aceptación en esos años) de travestis y transexuales.
Ahora, pocos son testigos de la visita del Che, e incluso no se recuperó con la difusión de la película Diarios de motocicleta (2004), de Walter Salles, que relata selectivamente las vivencias que tuvo el Che mientras recorrió Latinoamérica. Es en el Libro Segundo que desde el título (Carrión subraya que «ciudad pretexto» es el peyorativo que el Che emplea en su diario para referirse a Guayaquil, así como Fúser era un apodo del Che) se presencia un tour de force narrativo de una madurez de estilo y confianza insólitos al querer «guayaquileñizar» el relato (intentos frustrados como The Revolutionaries Try Again, de Mauro Cárdenas, se esfuerzan por presentar un Guayaquil típicamente irreverente para gringos que no lo entenderán). Con base en Queer, de Burroughs, en que describe el Hemiciclo de la Rotonda como signo fálico gay, Carrión se da licencia para recrear un día de 1953 en que el poeta y el novelista artista visual Beat son pretextos para proponer relatos alternativos que, en última instancia, apuntan a la memoria de Guayaquil —en verdad puede ser cualquier otra ciudad, pero los que somos de allí aceptamos más rápido el contrato mimético que ofrece el novelista— como urbe que sufre de fagocitosis (recuérdese que es en los noventa), transformándose y, como siempre, dejando atrás a sus poetas en una movilidad cultural que no lleva a construir ningún capital cultural.
Pero leer Triángulo Fúser como comentario político que requiere atar cabos es leer incorrectamente la fuente del poder del relato: su feliz ambigüedad. Como tiene que admitir Vargas Llosa en «Los huesos del Che» (2007), «El Che representa una hermosa ficción, un personaje del que la historia contemporánea está huérfana: el héroe, el justiciero solitario, el idealista, el revolucionario generoso y desprendido que realiza hazañas soberbias y es, al final, abatido, como los santos, por las fuerzas del mal». Aunque Carrión deliberadamente hace que el fin parezca conectar los puntos, queda la duda de que no es tan realizable. No obstante, en el último tercio del Libro Tercero, luego de una ilustración del triángulo oscuro (Blancos, Heterosexuales, Católicos) «que utiliza la derecha como trono», se lee una esperanza nada ambigua, como suelen ser todas: «Pero nosotros vamos a voltear ese triángulo. Vamos a mearnos en su triángulo de poder».
El Mariano Torres del Libro Primero vuelve en el Libro Tercero para sus investigaciones y proyectos literarios que no pudo completar en su época universitaria, el guion que había ansiado por diez años. Ese peregrinaje estético y personal, que siempre entremezcla literatura y política, personajes históricos nacionales como Carlos Guevara Moreno o Benjamín Carrión con internacionales, se fragmenta, no porque como se constata en la crítica convencional en torno a autores ecuatorianos de la época la tribu manda, o el terruño llama, sino porque lo nacional no excluye lo extraterritorial, y así el Libro Tercero también noveliza el viaje de Ginsberg como jurado del Premio Casa de las Américas (en poesía, por supuesto) y cómo fue expulsado por declaraciones polémicas como las mencionadas arriba.
Ese peregrinaje estético y personal, que siempre entremezcla literatura y política, personajes históricos nacionales con internacionales, se fragmenta, no porque como se constata en la crítica convencional en torno a autores ecuatorianos de la época la tribu manda, o el terruño llama, sino porque lo nacional no excluye lo extraterritorial
Muy literariamente, se presencia al Che reescribiendo su famoso diario de viaje, y por qué lo habría hecho. Tal vez sea polémico para un novelista que ha ganado el premio literario cubano, pero también se asiste a la revelación del origen de Miguel Cuadrado, el policía secreto que en los años noventa empezó a secuestrar y asesinar travestis con chicos de un colegio de élite, esclareciendo que la historia violenta se termina ramificando a través de la ignorancia y miradas erróneas de la psiquiatría (temática presente en su compatriota Salvador, arriba), hasta hoy. Es el tipo de progresión sin esquematismo representacional o compromiso político restrictivo que los mejores novelistas evitan para vivir en sus obras, y ahí sigue Carrión.
Justo antes del Epílogo, Carrión no intertextualiza, y más que interrogar la ligereza de mitificar al Che, afirma sobre un breve documento de edición nacional: «Vuelve de este modo a su obsesión y al libro en cuestión, 43 días inolvidables en Guayaquil, escrito por José Guerra Castillo. Se da cuenta de que muy a pesar de todas sus incongruencias y datos erróneos, impresiona por el número que emplea en su título. Nadie, ninguno de los biógrafos, ni de los implicados en el viaje, había podido determinar cuántos días pasó el Che en Guayaquil. No lo hizo Paco Ignacio Taibo II. No lo hizo Jon Lee Anderson. No lo hizo Carlos Ferrer. No lo hizo Oscar Valdovinos. No lo hizo Ricardo Rojo. Pero José Guerra Castillo sí lo hizo. Aunque esa cifra bien puede ser otro de sus errores».
En «Mundo recobrado», epílogo de su novela (con breves entradas del mes de septiembre u octubre, Carrión, que no es necesariamente el narrador, ata varios cabos. Para el 30 de septiembre anota: «La solución la ha traído Rojas. Ese guionista que pensé era lojano o cuencano, y que ahora estoy seguro de que ni siquiera es ecuatoriano. Leonardo Rojas ha expuesto, en un e-mail a todo el equipo, que lo más sensato es darle vida a un personaje desde el presente. Así no afectará tanto el tema de las locaciones. Puede tratarse de un escritor, o un poeta, que tenga el mismo nombre que nuestro personaje principal. Un pobre diablo que creció con la carga de llamarse Ernesto y que por eso decide ir tras la historia del Che Guevara en Guayaquil»; mientras en la última entrada del 23 de octubre puntualiza: «Desde que apareció en el guion un nuevo personaje que urde la trama desde el presente, el que tiene algunos rasgos míos, algo que Rojas hizo adrede, expliqué mis motivos: mirar a un actor, parecido a mí, captando señales en un montón de libros viejos me descoloca un poco».
En 2023 Carrión fue uno de los autores y editores de su país que hicieron un recorrido por España para incentivar el interés en la literatura nacional. No es el primero en hacerlo, empresa que distingue a los que no optaron por salir del país de los que se quedaron. Carrión proveyó una visión pesimista, arguyendo que el desconocimiento de la literatura ecuatoriana es «total», dentro y fuera del país. Tiene razón al atribuir esa condición a los problemas que se vienen acarreando por décadas, entre ellos «la falta de un plan nacional de lectura», «una pobre prensa cultural» y la escasez de crítica literaria; pero solo respecto a su presente y la dinámica de la temática generacional, porque hay autores que han tenido buena acogida, los menos, en su propio país. A la vez no hay duda de que «no hay un rol importante de las instituciones culturales» para lograr mayor difusión, y «una especie de no mirar y no dejar construir identidad».
Pero el problema mayor, como demuestra Triángulo Fúser, es el énfasis en construir una identidad nacional y, debido a la resignación a la que conduce el victimismo light, la falta de comunidad que está más allá de preferencias personales. Quizá sea necesario añadir, sin ánimo sentimental, la falta de generosidad y empatía entre los autores, situación de la que goza Carrión en la recepción positiva de sus libros, y la «Nota de autor» con que termina esta novela revela cómo se fue construyendo el palimpsesto: «Triángulo Fúser empezó a escribirse en el año 2011. Para el 2014 ya contaba con más de trescientas páginas. En el 2015 fue separado en tres partes. Y durante el 2016 aparecieron Tríptico de una ciudad y Ciudad Pretexto, dejando Ciudad de fondo para publicar más adelante. Durante los siguientes años algunos de los personajes, como Cristóbal Garcés Larrea y José Guerra Castillo, fallecieron. Lo que no alteró la obra».
En entrevistas, notas o por comentarios de sus reseñadores se puede hacer un seguimiento de los vínculos de su novelística anterior (incluida Un hombre futuro, y la más reciente Ulises y los juguetes rotos) con la que precede. En todas ellas Ernesto Carrión va contra la corriente del escritor nacional indisciplinado, y sobresale su sofisticación e irreverente honestidad como artista. No me cabe la menor duda de que Triángulo Fúser (La despechada, poética y fantasmagórica vida de Ernesto antes del Che) será relevante por varias décadas como una obligatoria revisión de lo que puede hacer la novela hispanoamericana para la mundial, no debido a algún mensaje obvio o su compleja estética, sino precisamente por su apertura desconcertante, que no afecta solo a lectores que vean en ella sus intereses y preocupaciones.
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