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24 de Mayo del 2022
Historias
Lectura: 23 minutos
24 de Mayo del 2022
Gustavo Abad

Periodista e investigador de la comunicación, ha trabajado como reportero y editor en  El Comercio, HOY, El Universo y El Telégrafo, en las áreas de Investigación y Cultura. 

Crónica de multitudes. La dimensión carnal de la escritura
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“Crónica de multitudes. La dimensión carnal de la escritura” es el nuevo libro de Gustavo Abad Ordóñez. En este texto de 293 páginas el autor propone una manera de entender la relación entre cuerpo y palabra desde una perspectiva literaria y política. El libro tiene el sello editorial de la Universidad Andina Simón Bolívar y La Caracola Editores. Aquí, un fragmento del Capítulo Cuarto escogido por el propio autor para Plan V.


La crónica, un modo de interrogar al archivo

(Fragmento del Capítulo Cuarto, páginas 235-243)

 

Al recordar el Lager no siento hoy ninguna emoción violenta o dolorosa. Al contrario, a mi breve y trágica experiencia de deportado se ha sobrepuesto aquella más larga y compleja de escritor-testigo y la suma es netamente positiva.

Primo Levi
 

Gustavo Abad Ordóñez

Periodista, investigador y docente universitario. Ha trabajado en varios medios como El Comercio, HOY, El Universo y El Telégrafo en las áreas de Investigación y Cultura. Ha publicado los libros: El monstruo es el otro: la narrativa social del miedo en Quito (2005); Medios y movilidad humana. Pautas para informar sobre hechos migratorios (2009); El club de la pelea: gobierno y medios, un entramado de fuerzas y debilidades (2011); Ecuavoley: la ovación voluntaria (2011); Crónica de multitudes. La dimensión carnal de la escritura (2021) y decenas de ensayos periodísticos y académicos. Docente de la Facultad de Comunicación Social-FACSO de la Universidad Central del Ecuador. Exeditor de la revista Chasqui de CIESPAL. Exdirector de la revista Textos y contextos de la FACSO. Colaborador de la revista digital Plan V. Magíster en Estudios de la Cultura-Mención en Comunicación. Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar-Sede Ecuador.

Miguel Lawner es arquitecto, pero hubo un tiempo en que fue prisionero político. A mediados de la década de 1970, cuando la dictadura militar comandada por Augusto Pinochet gobernaba Chile, él fue uno de los miles de confinados en la prisión de Chacabuco, el campo de concentración donde el régimen encerraba a sus críticos, en medio del desierto de Atacama.

Durante el día, se fijaba en todos los detalles de su encierro, medía con sus pasos el tamaño de las celdas, el frente y el fondo de las barracas, el área del patio... Había tomado la decisión de dejar testimonio si algún día salía libre. Y su método fue almacenar en su memoria un archivo de imágenes imborrables.

Por las noches, a escondidas, dibujaba a lápiz en cualquier hoja de papel la forma de las literas, la bombilla eléctrica, la garita de los celadores… Antes de que las luces se apagaran, miraba y remiraba las figuras para grabarlas en su mente. A la mañana siguiente, se levantaba antes que todos y, para burlar cualquier requisa inadvertida, rompía sus dibujos en pedacitos y los echaba por las letrinas. Borraba el registro material, pero no el recuerdo.

Hizo eso durante semanas, meses…

Varios años después –ya liberado y en condición de exiliado en Dinamarca– pudo reconstruir sin dificultad los planos del campo de concentración con un grado de exactitud que asombraba a los propios militares. Lawner, el arquitecto de la memoria, dibujó hasta los mínimos detalles de la vida cotidiana de los prisioneros, y ese fue uno de sus aportes a la búsqueda de justicia que muchos emprendieron más tarde y que continúa hasta ahora.

Si bien no es el único, este es uno de los testimonios, a mi juicio, más significativos de la película documental Nostalgia de la luz (2010), de Patricio Guzmán, uno de los cineastas latinoamericanos más destacados, cuya principal línea de trabajo es la indagación en el pasado de esta parte del mundo.

La película tiene lugar en el desierto de Atacama y es un relato de dos búsquedas paralelas: la de un equipo de astrónomos que investiga el origen de la vida en las profundidades del cosmos; y el de un grupo de mujeres que busca en la inmensidad del desierto los restos de sus familiares desaparecidos por la dictadura.

Son dos búsquedas que, a primera vista, parecen no tener conexión entre ellas, pero el trabajo de Guzmán nos muestra lo contrario. En ambos casos hay un gran elemento unificador: el desierto como un libro abierto hacia el pasado.

El desierto es el lugar de la nada, dice el imaginario más extendido acerca de esa vastedad geográfica. En la mayoría de las tradiciones culturales el desierto está asociado con el vacío. Falso: no hay nada más lleno que un desierto vacío. La conciencia del vacío conduce, irónicamente, a la certeza de que allí todo puede ocurrir. Cualquiera que se interne en el desierto sabe que, en medio de ese silencio abrumador y esas distancias insalvables, debajo de la primera piedra, a la vuelta de la siguiente duna, lo acecha lo inesperado. Incluso la huella de los que pasaron por allí antes que él es capaz de llenarlo de esperanza o desazón.

La película arranca con imágenes de galaxias lejanas, captadas por los aparatos más avanzados. La cámara muestra también la apertura mecánica del domo de un edificio por donde emerge el gran lente de un telescopio. Se activa el engranaje científico para mirar las estrellas. Son imágenes en contrapicado que engrandecen aún más los artefactos de la razón científica. Las galaxias parecen estar al alcance de la mano.

En 1973, el golpe militar de Pinochet no solo terminó con el gobierno y con la vida de Allende, sino también con la utopía social que parecía estar a la vuelta de la esquina. El gran sueño socialista y el gran sueño científico quedaron suspendidos, se volvieron materia del pasado.

Después, la cámara se vuelca hacia la vida cotidiana, hacia un conjunto de imágenes domésticas. Se activa entonces la mirada sobre el mundo cercano y sus pequeñeces: la nevera antigua, las servilletas en la cocina, la máquina de coser, la radio sobre un velador. Es el mundo de hace medio siglo, el Chile adormecido al pie de la cordillera, tal como lo recuerda Guzmán.

Un día todo eso cambió, dice la voz en off del cineasta. El gobierno socialista de Salvador Allende, que llegó al poder en 1970, rompió la inercia de un país donde nunca pasaba nada. Y puso a la gente a soñar en un mundo de libertad y de justicia. Por ese tiempo también los científicos se enamoraron del cielo de Chile y montaron un observatorio astronómico en medio del desierto para aprovechar la limpieza del aire y la amplitud del horizonte.

El resto es historia conocida. En 1973, el golpe militar de Pinochet no solo terminó con el gobierno y con la vida de Allende, sino también con la utopía social que parecía estar a la vuelta de la esquina. El gran sueño socialista y el gran sueño científico quedaron suspendidos, se volvieron materia del pasado.

Los líderes del proyecto fascista que dominó Chile durante las dos décadas siguientes trabajaron como nadie para borrar las huellas de todo sueño anterior. Querían convencer al mundo de que la historia comenzaba con ellos, de que la orgía de sangre en que sumergieron a su país solo había sido el modo de cumplir un deber ineludible, un mandato superior.

Otro cineasta latinoamericano, Tomás Gutiérrez Alea, dijo alguna vez que uno de los principales síntomas del subdesarrollo es la incapacidad para relacionar una cosa con otra. Guzmán parece tomar nota de esa premisa condenatoria y decide remontarla, rebelarse contra esa suerte de acusación y sentencia unidas en una frase.

Quizá por eso regresa al desierto muchos años después. Ahí no hay agua, ni plantas, ni insectos. Pero es ahí donde se puede mirar, mejor que en cualquier otro lugar, el pasado. Y Guzmán se impone la tarea de interrogarlo.

En La arqueología del saber (1996), Michel Foucault plantea que todo pasado puede ser interrogado a partir de la revisión de sus documentos. Hay que preguntarse de qué modo estos fueron hechos, qué dicen y qué omiten. Todo ello con un fin esencial: “reconstruir, a partir de lo que dicen esos documentos –y a veces a medias palabras– el pasado del que emanan y que ahora ha quedado desvanecido muy detrás de ello” (9). Esta idea inicial adquiere mayor fuerza después cuando el filósofo plantea una noción de archivo muy distinta a la del uso corriente. Según Foucault, el archivo no se limita al espacio físico e institucionalizado, como las bibliotecas, las hemerotecas y otros, donde reposan los registros materiales de la historia, sino que se extiende también hacia un espacio intangible: el conjunto de conexiones entre lo que se ha dicho y lo que potencialmente puede ser dicho. La arqueología consiste entonces en sumergirse en ese claroscuro que rodea las palabras, los documentos y los relatos y encontrar allí nuevos significados.

La gran paradoja que nos revela "Nostalgia de la luz" es que la sociedad está más dispuesta a mirar los astros y descifrar los misterios del universo que a escarbar bajo sus propios pies y desenterrar a sus muertos. 

Siguiendo esta noción, el desierto también funciona como un archivo –o al menos como uno de sus elementos, en tanto es un espacio cargado de evidencias– que contiene una zona iluminada donde reposan los elementos visibles y, al mismo tiempo, una zona gris que contiene lo que no se puede ver a primera vista y representa un desafío de búsqueda.

En el desierto de Atacama se juntan la historia social con la historia astronómica; las antiguas huellas de la violencia política con los nuevos caminos de los descubrimientos científicos; conviven el tiempo humano y el tiempo cósmico. Solo hay que saber interrogar ese archivo en su doble dimensión. Y la interrogación consiste en buscar la luz en medio de la oscuridad, lo que implica también el proceso contrario y quizá más inquietante: buscar la oscuridad en medio de la luz. En eso radica el descubrimiento y también su paradoja.

La gran paradoja que nos revela Nostalgia de la luz es que la sociedad está más dispuesta a mirar los astros y descifrar los misterios del universo que a escarbar bajo sus propios pies y desenterrar a sus muertos. El mundo aplaude asombrado los avances científicos, pero mira para otro lado frente a los problemas humanos. Idealiza la ciencia y devalúa la justicia.

Alrededor del observatorio astronómico, donde los científicos estudian la composición química de unas galaxias difusas formadas hace millones de años, los familiares de los desaparecidos remueven las piedras y a veces encuentran, bajo la arena, unas falanges, unos parietales, o un pedazo de suela reseca que algún jefe militar ordenó enterrar allí hace apenas tres décadas. Esos cuerpos sepultados constituyen una multitud ausente, y el documental es la crónica de su búsqueda. El trabajo de Guzmán es por sí mismo una crónica de multitudes.

La gran herramienta de la ciencia es el pasado. El presente es apenas una delgada línea que se rompe a cada momento. Lo realmente denso es el pasado porque allí está el mayor depósito de evidencias. La luz que emiten los astros viene del pasado y los científicos han aprendido a mirar en su fondo. El calcio que se formó en la llamada “Gran Explosión” es el mismo calcio de los huesos humanos. El origen de la vida no está en la Tierra sino en el cosmos.

Sin embargo, el pasado reciente parece guardar más secretos que el pasado remoto. En el desierto de Atacama es más probable que los astrónomos lleguen a escuchar los ecos del Big Bang que los familiares de las víctimas de la dictadura encuentren los restos completos de sus muertos. El pasado reciente está encapsulado, quizá porque –como dice el arqueólogo Lautaro Núñez mirando a la cámara– resulta una verdad acusatoria, vergonzante.

Las mujeres de Calama son un grupo de madres, esposas, hermanas de los desaparecidos, que han buscado durante veinte, treinta años, los restos de los suyos. Durante la filmación de la película, Vicky Saavedra, una de las más persistentes buscadoras, encontró algunos pedazos del pie y del cráneo de su hermano José. Se llevó los fragmentos a su casa y permaneció toda la noche a su lado con la mente en blanco. Recién al amanecer tomó conciencia de que lo que tenía allí era la prueba de la muerte de su hermano. Los huesos en astillas, paradójicamente, le hicieron sentir la abrumadora materialidad del cuerpo ausente.

Nadie escribe de lo que sabe, sino de lo que ignora. El valor del relato radica en el descubrimiento mismo de aquello que se propone contar. En tanto proceso de construcción de significados mediante el lenguaje, el relato nunca ocurre de manera simultánea a los hechos

Otra mujer, Violeta Berríos, ha llegado a saber que los cuerpos fueron removidos del lugar donde estaban enterrados para ocultarlos en otra parte. Los sacaron con una excavadora, dice, y los llevaron en un camión. Ese camión tuvo un conductor y unos soldados y todos tenían unos jefes que habían ordenado la operación. Esa es la parte oculta del archivo, la más perturbadora. Por eso siguen buscando, porque cada hueso que encuentran se convierte en un haz de luz que le gana terreno a la oscuridad.

Violeta sueña con un telescopio que, en lugar de mirar hacia el cielo, traspase la tierra hacia abajo y le ayude a encontrar el cuerpo –entero, reclama, no en pedazos– de su marido. Y después, dice con lágrimas contenidas, darles las gracias a las estrellas.

Al igual que la verdad científica, la verdad histórica siempre es provisoria. En ambos casos, la búsqueda arranca con una pregunta y, cuando parece que se ha encontrado la respuesta, aparecen dos, tres preguntas más en el horizonte. La verdad de hoy sirve hasta que una nueva verdad aparezca mañana. De modo que todo se basa en una pregunta incesante.

El origen de la materia y la energía cósmicas, que los científicos han sabido encontrar en el fondo del tiempo, los lleva a preguntarse por las fases de su expansión acelerada. Inician así una nueva exploración en la zona oscura. Los pedazos de hueso metacarpiano que las mujeres encuentran bajo la arena del desierto les plantean la pregunta de cómo llegaron allí y quiénes los trajeron. Para ellas, la zona oscura continúa desafiante, perturbadora.

Con los relatos ocurre algo parecido. Nadie escribe de lo que sabe, sino de lo que ignora. El valor del relato radica en el descubrimiento mismo de aquello que se propone contar. En tanto proceso de construcción de significados mediante el lenguaje, el relato nunca ocurre de manera simultánea a los hechos, porque necesita primero una distancia temporal que le permita organizar lo sucedido. Nadie habla de lo que vivió, sino de lo que, con el tiempo, entendió que había vivido.

Al inicio de Vivir para contarla (2002), Gabriel García Márquez declara: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y todo el resto de su autobiografía se basa en ese respeto por la cualidad selectiva de la memoria, que deja salir lo que quiere y retiene lo que no quiere o no es momento de sacar a flote. De todo lo vivido, una gran parte se pierde en el camino y solo perduran los detalles más empecinados.

Es en el futuro –cercano o distante– a la luz de nuevos hechos, de nuevos pensamientos y, sobre todo, de nuevas preguntas, cuando se evalúa el pasado y se construye su relato. Ese relato, podemos decir siguiendo a Foucault, es el resultado de una nueva inmersión en el archivo. Así sale a la luz lo que en su tiempo no era visible. El valor del relato no está solo en lo que cuenta, sino también en lo que sugiere, en su invitación a seguir indagando en la zona oscura.

El relato es la forma lingüística en que se manifiesta la memoria. Y la memoria es la actualización constante del pasado. Se actualizan los hechos para mirarlos desde las circunstancias presentes, para confrontar el contexto en que sucedieron con el contexto en que los recordamos. Entonces afloran las zonas grises, que no podrían salir a la superficie sino adheridas a nuevas preguntas y, por tanto, a nuevos relatos.

El relato funciona como una red de infinitos nudos que permite sacar a flote lo que estaba sumergido, es decir, lo que ha permanecido borrado entre el contexto del acontecimiento y el contexto de su actualización. Y, como ocurre con toda red, no puede abarcarlo todo. Hay cosas que se escapan y permanecen ocultas en la zona no iluminada del archivo. Es ahí adonde el narrador tiene que regresar tantas veces como sea necesario.

Nostalgia de la luz –el relato de dos búsquedas paralelas, como dije anteriormente– es en realidad una triple búsqueda, porque ahora se suma la del narrador, que es el propio Guzmán. Toda la película está basada no tanto en lo que él sabe sino en lo que ignora; más que una respuesta, el cineasta sostiene una pregunta incesante. Los testimonios –de los astrónomos, de las mujeres, de los sobrevivientes– son como los nudos de esa red que se sumerge en la oscuridad y recupera en el relato lo que iba camino del silencio y del olvido.

Uno de esos testimonios es el de Luis Henríquez, otro de los prisioneros de Chacabuco. Henríquez acompaña a Guzmán por las ruinas del campo de concentración y le muestra su antigua celda. En las paredes todavía se notan los nombres de sus compañeros de encierro. Están casi totalmente borrados, pero apenas el antiguo prisionero logra identificar una letra, recuerda los nombres y apellidos completos, como si solo hubiera estado esperando ese leve estímulo visual para activar su memoria.

Henríquez formó parte de un grupo especial en Chacabuco. Eran un puñado de prisioneros que tomaban clases de astronomía de un médico entendido en la materia y se dedicaban a mirar las estrellas con unos aparatos rudimentarios fabricados por ellos mismos. En los momentos de mayor desaliento, cuando parecía que la libertad física resultaría inalcanzable, ellos se aferraban a la libertad espiritual que encontraban en las constelaciones. Alarmados, los militares prohibieron los ejercicios de astronomía porque, según recuerda el sobreviviente, temían que los presos pudieran escapar guiados por las estrellas.

A la larga, todo ejercicio de la memoria mediante el lenguaje es también un ejercicio de exhumación. Se exhuman los recuerdos como se exhuman los huesos. Carlos Pérez Villalobos, en Dieta de archivo (2005) se refiere a la dimensión política de la exhumación. Se exhuman los restos –plantea entre otras cosas– para darle al muerto un orden entre los vivos, para despojar al despojo de su anonimato, para luchar contra la impunidad. El poder elimina por partida doble, sugiere el investigador chileno, porque, al eliminar las huellas del crimen, elimina también la acción de eliminar. Dicho de otra manera, el poder es capaz de disuadir en los demás la acción de recordar.

Por ello, todo testimonio y todo relato, en tanto ejercicios de la memoria mediante el lenguaje, son formas de perseverar y de resistir ante el poder. La justicia no es tanto un triunfo del derecho como un triunfo de la memoria.

 

Modo de citar este artículo

Abad, Gustavo. 2021. Crónica de multitudes. La dimensión carnal de la escritura. Quito: UASB-La Caracola.

 

Referencias bibliográficas

-       Guzmán, Patricio. 2010. Nostalgia de la Luz. Francia. 90 minutos. Documental.

-       Foucault, Michel.1996. La arqueología del saber. México D. F. Siglo Veintiuno Editores. S.A.

-       García Márquez, Gabriel. 2002. Vivir para contarla. Bogotá: Norma

-       Pérez Villalobos, Carlos. 2005. Dieta de archivo. Memoria, crítica y ficción. Santiago de Chile: Universidad Arcis.

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