
Leonardo Valencia, escritor ecuatoriano. Aquí posa en la escalera de Bramante de la iglesia de San Francisco. Su última novela es La escalera de Bramante. Foto: Luis Argüello / PlanV
La literatura es la mejor forma de esconder una verdad a la vista de todos. La mayoría no quiere verla, hay quien no puede por más que se esfuerce, y existe ese otro grupo, minoritario y que casi está en peligro de extinción (por lo que debería ser cuidado y subvencionado con celo por los gobiernos y la ciudadanía), que la ve con nitidez y sorpresa. Ese grupúsculo está compuesto por personas que son tan normales que dejan una primera impresión de ser personajes de novela ellos mismos, aunque luego decepcionen al constatar que se trata apenas de novelistas.
He conocido por los senderos de este mundo novelistas notables. Tuve el gusto de compartir un almuerzo con José Saramago; conocí al Gabo en el lugar menos esperado; compartí un diálogo intenso pero curiosamente poco profundo con Vargas Llosa, mientras paseábamos a pie por Lima; me jacto de ser amigo personal de Luisa Valenzuela, Gabriela Alemán, Javier Vásconez, Mónica Ojeda, Carlos Arcos, Sandra Araya, Alejandro Zambra, Santiago Vizcaíno, Gioconda Belli, Juan Pablo Castro o Ernesto Carrión. Admiro con devoción a Joseph Conrad y William Faulkner y dudo que exista una historia que me haya conmovido más que la de El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers; y eso que debo enfatizar mi amor incondicional por Kafka, Banville y Joyce.
Es un lugar común decir que el novelista es el portavoz de lo que las cosas callan. Nadie le ha dado esa tarea, pero la adopta con desenfado y entereza, a sabiendas que eso puede provocar la vendetta de las mismas cosas.
No nombré en este grupo de escritores a Leonardo Valencia para resaltar su ausencia. Valencia es el escritor que todo joven lector quiere ser en ese preciso instante y para toda la eternidad. Un escritor con una notable capacidad de ingenio que no se deja arrasar por una idea o por el talento, cosas que tiene en abundancia. Sabe que esos son elementos necesarios para componer una historia tan sólida como el viento. ¿Alguien duda que lo más irrompible sea el viento? Ya lo dijo Whitman y lo copió Neruda, y Bob Dylan lo remarcó en una de sus más brillantes piezas musicales. “El milagro de enhebrar el viento”, decía Borges. Así, Leonardo Valencia nos ha entregado (le tomo la palabra a la humanidad, que es para quien de verdad se escribe, así esté representada en su momento por un solo ejemplar de la especie) una serie de novelas que la posteridad sabrá colocar en su debido puesto como lo que son: piezas literarias claves. No es esta una hagiografía, ni mucho menos, es simplemente un diálogo con quienes han leído, y con quienes no, a este notable escritor guayaquileño, cuyo bagaje cultural lo lleva a indagar en el arte, la mentalidad y el carácter del humano con claridad. Él usa sus dedos para escribir, pero en realidad está haciendo con el viento lo que dijo Miguel Ángel que hacía con el mármol…
Decía yo que Valencia es un escritor que ha devuelto a las letras ecuatorianas la noción básica del oficio, de quien encuentra en medio del trabajo diario y comprometido lo que se conoce tan mediocremente como inspiración. Quizá su aporte mayor sea ese, la elaboración en filigrana de una historia que en el lenguaje se desarrolla hasta desbordar sus propios niveles (¿límites?) estéticos. El lector de Valencia será siempre un lector feliz (sus obras son ágiles, divertidas, argumentadas), porque al cabo la escritura del porteño nos deja ver más allá del muro con el que siempre nos encontramos, es una literatura desprejuiciada (esta es la definición real) y desprendida. Una mirada del mundo, y la literatura no puede ser ni más ni menos que eso, por más que también sea un dogma, y un juego, y “el punto divisorio entre lo que jamás seremos y que estamos siendo”…
Es un lugar común decir que el novelista es el portavoz de lo que las cosas callan. Nadie le ha dado esa tarea, pero la adopta con desenfado y entereza, a sabiendas que eso puede provocar la vendetta de las mismas cosas. Y es solo el novelista por antonomasia quien conoce los venenos que una cosa, cualquier cosa, puede producir. Por eso hay que hacer de las cosas las mejores frases. Esto me enseña Leonardo Valencia cuando converso con él. (Dato curioso. Leonardo es un gran ser humano; entrega su palabra con bondad, con piedad. No todos los escritores —ni siquiera los aquí nombrados— pueden preciarse de serlo.)
En un mundo colmado de escribidores, encontrar aquel a quien evocar al Quijote no le da caspa es como si el sortilegio de amor se materializara.
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