
Vizcaino, Quito, 1982. Licenciado en Comunicación de la PUCE y maestría en Estudios de la Cultura, en la Universidad Andina Simón Bolívar. Ha publicado también Complejo, Taco bajo. Foto de Santiago Vizcaino: Eduardo Varas
Entre 1576 y 1577 Italia fue azotada por una terrible peste. Shakespeare da cuenta de esta en Romeo y Julieta. En dos meses fallecieron unas 6000 personas, lo que para la época significaba medio mundo. Fue Milán su epicentro, bajo el episcopado de Carlos Borromeo, a quien terminarían llamando “el ángel de la peste” por todo lo que hizo para salvar a la gente, tanto en el sentido social (inventó ciertas normas que perduran, como el distanciamiento social o el lavado continuo de manos) como en el sentido espiritual: no permitió que el problema sanitario se interpusiera entre los creyentes y su creencia. Así, ofició misas ambulantes en las calles, porque entendía que también debe precautelarse por esa otra salud: la intelectual, la emocional, la estética. Santiago Vizcaíno obra de manera similar a la del prelado en su magnífico libro de cuentos El ángel de la peste.
La estructura de estos cuentos obedece a la noción de claustro. En casi todos, sus personajes se sienten abandonados y acuden a sus instintos más primarios, o quizá sean estos instintos los que los hagan sus víctimas, potenciado todo por la idea de que el resto, el prójimo, es el mal. Casi todos los relatos están concebidos como un solo párrafo, encajonados. En una parrafada, Vizcaíno nos lleva a la noción de guardar el aliento, de leerlo de un solo aliento, como los místicos, y de manera especial los alquimistas sugerían que se debe orar. Escribir historias completas con este ejercicio, sin pausas largas, nos lleva a buscar el silencio como lectores. Y al cabo los claustros terminan convirtiéndose en pequeños altares, como lo que los ecologistas y todo ser de bien pretende del mundo. Un lugar en el cual ofrendar nuestra mente, emoción y espíritu en forma de palabras y melodías. Cuando un cuento es escrito así, encuentra, de forma ineludible, una música, la forma de expresión del narrador.
Sospecho que quien narra los cuentos de Santiago Vizcaíno es el propio ángel de la peste. El que vigila a los demás, el que los guía por el sendero de la sanación o de la precaución, el que entiende el funcionamiento del germen. Por eso en muchos casos estos personajes anhelan el mal. Como en el último cuento (el único con una arquitectura diferente; más, digamos, estándar) en el que todo el tiempo hay un hacha pendiendo sobre la cabeza de la mujer y el sujeto (innominados ambos) se relame por usar esa violencia contenida en contra de ella. Sabemos que el rato menos pensado, afuera del cuento, sucederá, la desollará, pero nos queda la angustia que es el pensar que los otros son inocentes hasta que se demuestre lo contrario. Así, hay mucha contención, en estos cuentos las cosas están por suceder o suceden subterráneamente.
Personajes desasosegados, nostálgicos, que sueñan por un pasado en el cual no exista la pandemia al punto de asegurar en coro que todo pasado fue mejor, son personajes opacos, emparedados entre cuatro esquinas. (...) Casi parecerían clamar por la luz del sol, como cavernícolas.
(El personaje más cercano a encarnar al ángel de la peste es el saxofonista-arquitecto Carlos, del precioso cuento Bird, cuya ausencia de desenlace es una verdadera sutileza, ya que compagina del todo con el fondo del relato. Un hombre que se va llevándose consigo la belleza.)
He mencionado el detalle de que hay personajes innominados (hay otros con nombres, como Olga, El Gordo Robert, Daniela, Elizabeth o Tom, pero esos nombres son formas de esconder un anonimato, no precisamente de definir a los personajes en sus caracteres; parecen más bien un pretexto para ser nadie). Casi todos en casi todos los cuentos son la mujer, el hombre, él, ellos, ella, alguna o alguno. La falta de nombre los vuelve idénticos a nosotros. Personajes desasosegados, nostálgicos, que sueñan por un pasado en el cual no exista la pandemia, al punto de asegurar en coro que todo pasado fue mejor. Son personajes opacos, emparedados entre cuatro esquinas, como en la forma en que este polígrafo (a abordado con igual éxito el ensayo, la poesía, la novela y el cuento), Santiago Vizcaíno, astutamente, manejando a la perfección las teorías cuentísticas, ha estructurado sus narraciones, oscurece a los personajes. Casi parecerían clamar por la luz del sol, como cavernícolas.
La conformación de estos cuentos, por su naturaleza, dista tangencialmente de la de una novela, de la que Santiago es un talento vivo y palpable. La novela se escribe con la concepción de un gran edificio, acaso de departamentos, como lo imaginó Georges Perec, pero, en las mejores muestras del género, habitado apenas por un conserje malhumorado y lleno de vicios y sus fantasmas. En estos cuentos, cuya arquitectura es la del encierro, de la celda, los personajes inventan sus vicios. Si para algo los humanos somos expertos es para eso, para ingeniarnos medios de distracción que sean más afines a nuestra autodestrucción que a nuestra salvación. Podemos interrogarnos qué vicio nació en nosotros en el confinamiento, qué vicio que no sabíamos de nuestra propiedad se apoderó de nuestro quehacer habitual. Hay quien aprendió a barrer desnudo, a hablar con las paredes e incluso hay quien, barriobajero, se inclinó por ese desagradable hábito de escribir. Son cuentos homogéneos en cuanto a su extensión. Son cuentos homogéneos en lo relativo al estilo narrativo. Por curioso que parezca, no lo son el lo que respecta al argumento. Aunque todos estén enmarcados en el virus y sus alrededores, la variedad del humano los vuelve disímiles, multiplica ad infinitum las opciones vivenciales y argumentales.
Sin embargo y si hubiera un hilo conductual que sacar a la luz, sería el de la desesperación. Predominante esta en sus personajes, en el fondo de estos diríase testimonios lo que nos desespera es que el apocalipsis no llegue, por lo visto. ¿Qué es esa promesa que Dios no cumple? ¿Por qué la formuló? Nos irritan las cosas mediocres, y este apocalipsis lo ha sido. Si esto no es el Armagedón, entonces el Armagedón será terrible, y, lo que se palpita, es que vendrá bajo la forma de un fin de los tiempos aburridísimo, lleno de tedio, en el que la gente, cual zombi, camine salivando, con los ojos desorbitados, sin un lugar al cual ir, sin tener a quién recordar.
Los personajes de Santiago se hartan con facilidad, son poco propensos a la lectura, por lo tanto son reacios a que alguien escriba sobre ellos con sus singularidades y vergüenzas. Todo pasa adentro de ellos hasta que rompen el cascarón con un gesto cruel. El movimiento es lo que nos delata a los humanos, es lo que nos metamorfosea. Leer es una forma de no cambiar, de aceptar nuestra prisión y sumirnos a ella, sin esperanza ni desesperanza. Solo estar. Claro que lo que importa es la historia, pero a veces, el detalle flaubertiano, gracias a su afinada observación, nos saca un momento de la trama. Santiago Vizcaíno ha demostrado en más de una ocasión su habilidad para extraer frases fascinantes de la oscuridad de su chistera.
Un detalle nada insignificante: la inocencia que ronda a estas historias. Son narradas por personas a quienes les complica de verdad la nueva realidad, el uso de la mascarilla, distanciarse del prójimo o incluso aceptar la vacunación de manera obligatoria.
Así, se vuelven cuentos llenos de suspenso. Para crear esa atmósfera el escritor, con lucidez y tacto, debe comprender cómo se dosifican las emociones y las situaciones, para dar con el desenlace, sea este abierto, sorpresivo o previsible, pero al cual el lector llegará abismado, incrédulo, desinteresado del ambiente o de las causas circundantes que maniatan a los personajes. Santiago Vizcaíno se exhibe así con una virtud que prevalece sobre las demás: la dosificación en el registro de su arte, el saber ubicar en el lugar y tiempo preciso la palabra apropiada.
Hace tres años, estos cuentos habrían sido fruto de una imaginación vivaz, de un disparatado comediante. Hoy, pueden remplazar a la realidad sin problema alguno. Así, estas historias nos vuelven empáticos. Comprendemos a los personajes, incluso a los más violentos, a los asesinos, a los que se alojan en el desamparo, aunque ellos no nos hablen ni quieran hacerlo.
Un detalle nada insignificante: la inocencia que ronda a estas historias. Son narradas por personas a quienes les complica de verdad la nueva realidad, el uso de la mascarilla, distanciarse del prójimo o incluso aceptar la vacunación de manera obligatoria. Por ejemplo, el enternecedor cuento “Señor Coronavirus”, escrito en clave epistolar. Me recordó de inmediato a “Macario”, de Rulfo, por la voz del narrador, tierna, corajuda, confrontativa, pero muy ingenua. Una maravilla.
El ángel de la peste nos ayuda a conocer más nuestra vulnerabilidad ante el destino, al tiempo que aprendemos a apreciar estéticamente el tacto y la distancia solo aparente del Vizcaíno cuentista. Cuentos para estremecerse y, sin darnos cuenta, disfrutar del estremecimiento, como aquel previo al amor.
[RELA CIONA DAS]




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