Robert Allen Zimmerman, más conocido como Bob Dylan, nació en Duluth, Minnesota (Estados Unidos) el 24 de mayo de 1941.
En una fantasía borgeana que recuerda a la muerte de Julio César, Borges nos trae la noción de que no todo debe ser leído, hay cosas que hay que escuchar. Siglos antes, William Shakespeare recreó la escena con una finura tal que la marcó como la decisiva. Et tu, Brute?, pregunta asombrado el emperador al reconocer entre sus ajusticiadores a su heredero, a quien él forjó, y la palabra se ha extendido más allá de lo formal, de lo escrito o impreso. La palabra se ha hecho carne y hueso al reproducirse varias veces. En otro estadio, Jorge Luis Borges lo reseña de manera inmejorable: “Lo que sucedió una vez a los hombres les ocurrirá a todos, infinitamente”. Eso le ocurrió al bardo de Stratford cuando recogió el lamento de César. Lo dijo suplicando que fuera mentira, como lo dijo César al exhalar su último aliento. Decir, para que no sea cierto.
Y sí, “Esto hay que escucharlo, no leerlo”. Porque hay cosas que no deben ser leídas, y sin embargo poseen un peso literario contundente. Un peso que se lo lleva el viento.
A propósito de Dylan hay muchas cosas que se pueden argumentar, sospechar, pero la verdad es suya, tan solo suya.
Paseábamos por la acera número par de la Gran Colombia, en Cuenca. La muchacha me preguntó si había oído hablar de un tal Bob Dylan. Le dije que ese nombre me sonaba. Me obsequió un casete con dos canciones suyas. Las otras eran o de Silvio Rodríguez o de Leonard Cohen. Preferí a los otros dos, pero ella soñaba con que Dylan le dedicara una serenata, así que estropee mi voz con la premisa de complacerla, de, casanova, cantarle algo al pie de su balcón (la ingenuidad de quien no tiene el oído agudo; la voz del cantautor es digna de un Caruso). Cuando descubrí que ella vivía en un edificio de departamentos, descubrí que ella tenía novio, celoso y grandulón, y que mi voz, de una vez y para siempre, había quedado deteriorada. Po eso empecé a escribir. Era lo único que, con el pasar de los años, me podía servir de venganza hacia Dylan, además de, claro, cantar paupérrimamente, colgado de la luna, alguna de sus canciones.
Solo sé que alguien se oculta detrás de Bob Dylan. Alguien más es Bob Dylan. No el cantautor que ha marcado a una generación, a dos, tres. No un escritor frustrado que logró una autobiografía excepcional y que de tan frustrado que estuvo se olvidó que no sabía escribir. Tal vez ese Dylan, el cantor, sea un insomne a quien se le reclama en otros sueños porque no va a dormir.
¿Quién es ese hombre que canta a una montaña porque nunca fue vista por los ojos de Joan Baez? ¿Quién es ese sujeto que toca la armónica en nombre de un guerrero falsamente incriminado? No sé. Solo sé que sus canciones contienen magia y cuando las canta esa magia se expande, igual a como se expande la magia en ciertos libros cuando estos son abiertos y leídos. O en ciertos cuadros. O en algunas personas. O en esa cueva que todavía no encontramos donde hay un pequeño tesorito escondido muy bien dentro de nuestro corazón.
¿Quién es ese hombre que canta a una montaña porque nunca fue vista por los ojos de Joan Baez? ¿Quién es ese sujeto que toca la armónica en nombre de un guerrero falsamente incriminado?
También es el autor de una novela magra de título nada pintoresco, Tarántula. Novela que trata de encontrarse a sí misma y que se extravía en el intento. La breve dosis de psicodelia que todos necesitamos hace que la creamos buena en un principio pero pronto sabemos que ahí no está Beckett y que los rastros de poetas como Ginsberg son migas de pan devoradas por el pájaro lector con avidez y que pronto se acaban. Remarcaré: no es una gran novela, y sus versos son dignos de una canción de Dylan, que de haber sido impuestos a una melodía, luego a un estudio de grabación y por último a un larga duración, hubiera resultado intolerable. Las imágenes que como hojas tiemblan en los poemas, casi epitafios, cartitas en botella lanzadas a las aguas, que engrosan Tarántula, son de una exquisitez melódica abrumante (afortunadamente, para restarle los defectos, sus exégetas la imprimen siempre en idioma original y con traducción), son canciones, son rebeliones, son chicas que venden biblias a medianoche en Los Angeles y que por no tener nada que comer hablan hasta para los codos. Sí, imágenes: “Los letreros en los pasillos no esperan a nadie. / Esa es la diferencia entre la gente y los carteles”; “Si el mundo fuera mío, los hombres tendrían la oportunidad de salvarlo por lo menos una vez en la vida”.
Ciertas rápidas consideraciones sobre Dylan: Dylan es un escritor cabal. Cuenta historias inmerso desde la estética en la mejor de las narrativas estadounidenses. Un hombre que las cuenta de manera veloz, concreta, integral, con astucia y llenando de imágenes de una precisión clínica a (en este caso) sus escuchas. Sus cuentos son marginales. En ellos una mujer desintegrada por el alcohol y las promesas incumplidas de un sinfín de donjuanes, se aprisiona en su belleza perdida. Son símiles de las mejores antiheroínas bukowskianas, chicas demeritadas, aplaudidas solo cuando hacen del tubo su resbaloso compañero de baile y que aprenden a besar practicando con bocas de botellas de vodka. En ellos, hombres que buscan un camino mientras caminan, y que son muy parecidos a los personajes de Faulkner, gastan zapatos en pos de la piedra filosofal, en busca acaso de una cara en la cual encaje su puño enjundioso o su beso mordaz, virulento, un beso delator. En ellos, en los relatos de Bob Dylan están los poetas viejos, los más viejos, los que compusieron la Biblia o aquel eremita llamado Geoffrey Chaucer, contando lo que pasa en la esquina más oscura de una taberna, ahí donde los fantasmas empiezan a tomar forma. En los cuentos de Bob Dylan hay un personaje omnipresente, y que sabe cómo ser omnipresente, que se transforma a placer; se llama Bob Dylan, y a veces tiene nuestro rostro.
Un hombre recorre un río. Llamémoslo como mejor nos parezca, tanto al hombre cuanto al río. Toca una guitarra que no sabe tocar. Nadie le enseñó jamás a entonar la madera, a darle voz a las notas de un pentagrama. Pero la toca mejor que nadie, absorto en la melodía, tarareando la vida de los demás. No sabe tocar una guitarra y se atreve a hacer lo que pocos hacen: la toca mejor que cualquiera.
Una de las mayores enseñanzas que nos ha dejado Bob Dylan, a los jóvenes y a los viejos, y a los no tan jóvenes ni tan viejos, es a que un auténtico artista lo que más y mejor crea es a otros artistas. Si no, ¿de qué trata la influencia y las negaciones? Porque uno se arrima a veces a lo que ama, a veces también trata de renegarlo. En ambos casos, la influencia es notable. Y Dylan nos ha enseñado que él puede ser un gran artista porque miles quieren ser como él y otros mil y uno más, lo desacreditan a rajatabla y con una daga en los dientes.
Hombre solitario, quiso ser poeta. Fue poesía, durante mucho tiempo. Si no, ¿qué es un profeta sino poesía? Un poema que se repite insaciablemente, de puerto en puerto y de taberna en taberna, como una mentira dicha cien veces que de pronto se materializa. Desde joven Dylan leía y leía bien. Tenía acertados gustos literarios. Su madre alegó, con suma honestidad, que temía que Dylan terminara siendo un poeta, ya que “en su época” (como si los tiempos hubieran cambiado) ser poeta equivalía a estar sin trabajo. Pensémoslo. Un hombre que escribía sus sonetos a la edad de diecisiete años, para no resentir a la madre, se vuelve lo más cercano a ello, se vuele un músico por el extraordinario oído con el que la Providencia le proveyó, aprovechándose de las redundancias.
Alguna vez, en el año 1990, ya a sus cuarenta y nueve años y luego de rendir un recital en el O´Keefe Center de Toronto, su amigo Ronnie Hawkins le respondió, en medio de los adláteres de Dylan, a la pregunta, “¿Qué te ha parecido, Hawk?:
–Bueno, Bob, deja que te diga algo, chico. En mi larga carrera he tenido guitarristas tan malos como tú. Pero tú eres el único que se gana la vida con ello. A lo que Dylan contestó echándose a reír.
Un hombre que escribía sus sonetos a la edad de diecisiete años, para no resentir a la madre, se vuelve lo más cercano a ello, se vuele un músico por el extraordinario oído con el que la Providencia le proveyó, aprovechándose de las redundancias.
¿Quién es entonces aquel que se guarece en el pellejo de Bob Dylan? Es un impostor. Es Nadie. O sea, todos. Es un hombre que se divierte en exceso estando solo. Que no destroza sus obras porque le causan deleite. Que contempla sus creaciones de manera anonadada, sin atreverse a intervenir en sus destinos, porque se halla lleno de dicha al verlos hacer. Al verlos fallar.
“Cierro los ojos. / Me pierdo. / Buceo en una cartulina. / Me ahogo en papel.”
“No atreverse a preguntar / el nombre de tu escultor. / Tu mirada vuelta hacia el pasado / se queda enganchada / en los goznes del tiempo.” (Helo aquí hablando de tres míticas damiselas en constante peligro de extinción: Marlene Dietrich, Bette Davis y Marilyn Monroe.)
¿A veces escuchar una de sus canciones no nos hace sentir el cariño escondido detrás de las ventanas?
Este personaje llamado Dylan que es del todo curioso, ha dado muestras de su cualidad camaleónica y mutable con extrema continuidad. De ser un revolucionario del folk hasta evangelista confeso, de actor de cine a protagonista de una serie de comerciales televisivos en los que intentó reforzar la alicaída economía automotriz de Detroit, hasta ser un renuente a aparecer en un espectáculo como el entretiempo del Superbowl hasta no acudir a recibir el premio Oscar a la mejor canción de película (de Wonderboys, cuyo videoclip resulta en sí misma una micropelícula), Bob Dylan ha sido un frecuente ausente y un ser casi omnipresente en la realidad social y cultural estadounidense y global.
Mal haríamos en no considerar ese distingo de ese enorme y “whitmaniano” país: su forma de ser una nación cuya sociedad está absorta en sí misma al punto de que cada uno de sus integrantes no entiende el proceder del prójimo, a ser un país que por eso mismo se colma de héroes, como lo habría aspirado Ralph Waldo Emerson. Una sociedad saciada y regodeada en sus desperdicios, en su manera de no permitir que las cosas envejezcan o que el tiempo demuestre su incansable presencia en ellas, dedicándose a nunca reciclar sino a desechar con presteza lo que ya no consideran útil, por más que su tiempo vital y de utilidad sea muy largo todavía. En eso, reitero, surgen los héroes. Y esos héroes, tan etéreos como Superman o Batman o el Dr. Manhattan, son sus creadores, sus cultores.
La cultura estadounidense dista 180 grados de su sociedad. Bob Dylan es el vivo ejemplo de este aserto. Bob Dylan que se enmascara en un sobrenombre, que le gusta jugar a convertirse en los otros, a probarse los atuendos del mendigo o las sensaciones del travesti. Que ya no bebe porque para él beber es cosa de chiquillos (“solo se debe beber hasta los treinta años. Luego hay que reiniciar la vida”, sugiere).
Franz Kafka escribió: “Hoy por la mañana, Alemania le ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde fui a nadar”. La desgracia se magnifica al saber que alguien necesita continuar con su vida. En el caso de Kafka podríamos suponer que era porque dependía de las aguas termales por asuntos inherentes a su salud. En el caso de Dylan, la reiteración melódica se impone, el recurso del estribillo o el coro, pero también es la forma de incrementar el dolor de aquellos hombres y mujeres salvajemente maltratados mientras trabajaban no para subsistir sino por inercia, porque no habrían sabido qué otra cosa hacer ni cómo desenvolver su ira e indignación (el auténtico sueño americano). A esas rabia e indignación es que Dylan se dedica, con astucia. ¿No será que nos vuelve partícipes de la miseria del momento, como lo haría todo gran escriba?
Borges tenía razón. Ha tardado en recaer el premio en Dylan. Se lo avizoraba desde hace casi dos décadas. Muchos puristas han despotricado contra el simple temor de que esto sucediera, y no carecen de razón.
Sería el año 2009. Noviembre, si no estoy errado. Escribí una apurada vindicación al pájaro cantor que llamé, curiosamente, Vindicación al pájaro cantor. Me basé un poco en Murakami, quien ama a Dylan; en Borges, quien creo que no supo de su existencia y en mi reciente lectura de Crónicas, ese libro tan honesto que le dio un Pulitzer. Me basé, desde luego, en su poder profético, ese poder de profecía que no se va a cumplir que tiene todo gran escritor. Es decir, en su calidad de profeta perdedor, como un redivivo ejemplo de loco, músico y poeta (y él, de todo, tiene un poco). En ese texto, sujetándome con uñas y dientes, recordé que Borges auguraba un porvenir promisorio a la gente que escribía en cierto sector de Estados Unidos sobre ese mismo sector. Predijo el Nobel de Faulkner y de Steinbeck. Aseguró que Carson McCullers, que Fitzgerald, merecerían el laurel y el aplauso general y que esa idea un tanto ambigua de repartir premios aturdía a la Academia Sueca. Lo he repensado.
Borges tenía razón. Ha tardado en recaer el premio en Dylan. Se lo avizoraba desde hace casi dos décadas. Muchos puristas han despotricado contra el simple temor de que esto sucediera, y no carecen de razón. Pero, como él mismo auguraría, "en un mundo lleno de razones, todos nos volvemos un poco desquiciados".
¿Por qué mereció el Nobel literario (cosa que se pregunta, rasgándose las vestiduras, más de un purista) por encima de Philip Roth, su compatriota, o Cormac McCarthy, por sobre figuras de la talla de Adonis (quien dice con belleza: “Abrazo a la espiga del tiempo, / mi cabeza es una torre de fuego. / ¿Qué es esta sangre que palpita en la arena / y qué es este ocaso? / Llama del presente, ¿qué vamos a decir?”), o de superventas como Murakami, un hombre aparentemente atonal, que no sabe ni tocar bien la guitarra, cuya voz de tarro, aguardentosa y de quien ha dicho demasiadas palabras acertadas, es épica y anuncia catástrofes? Porque supo narrar la realidad bohemia neoyorquina igual que los terrores padecidos por la negritud durante varias décadas. Por su capacidad mutable, ser todos y nadie, como lo habrían aspirado Shakespeare y Homero y James Joyce. Por su bardolatría latente. Por ser el rockero por excelencia en un mundo donde los rockeros mandan. Por no ser un escritor y escribir mejor que muchos que, como yo, anhelamos serlo. Porque entendió la forma de describir habitaciones abiertas de las cuales nadie puede escapar, a la manera de los relatos de Raymond Carver, o a la manera del magníficamente velado Richard Ford. Porque indaga en el ánima de las cosas como Proust, con delectación, tocándolas, lamiéndolas con las letras que le son residuos de las olas del mar. Por olvidarse de las grandilocuencias y ser preciso, pero perfectible, y en esa busca de la perfección, ser el Robert Allen Zimmerman que pretencioso quería cantar y darle un puñetazo a Ali, y el Bob Dylan que alguna vez se rió en el escenario de Greenwich Village junto a un Woody Allen jovencísimo que se burlaba de quienes adoptan sobrenombres. Por ser más Shakespeare que cualquiera en el siglo XX, con frases espléndidas rodeadas de desidia, como en Sad-Eyed Lady of the Lowlands: “Con tu silueta cuando el sol se paga / dentro de tus ojos donde la luna nada”. Por eso, y porque tiene aquello que nadie sabe qué es, pero que es lo que importa, lo merece. Porque me enseñó (lo hizo también Humphrey Bogart) que posiblemente yo nunca tenga la razón, y menos al referirme a él... (pensar en Bogart me remonta a otros enfrentamientos que devienen juegos que solemos emprender y que sí definen en mucho nuestras inclinaciones: ¿Bogart o Brando?, en el cine; ¿The Rolling Stones o The Beatles?, en el rock; ¿apocalíptico o integrado?, en las asimilaciones sociales y semánticas; ¿Bajtín o Barthes?, en la cognición del placer en el arte y las letras, en el texto y contexto, y no obstante en este juego de cotejos, que puede ampliarse infinitamente, las dos partes nos enseñarían por igual, dependiendo del tiempo en que las abordemos –es seguro que si alguien amó a Barthes a los veinticinco, diez años después descreerá un tanto relievando a Bajtín y sus teorías más obsesivas, claras. Si pienso en Humphrey Bogart –mi actor de cabecera, advertiré lo ya esclarecido entre líneas– y en lo que me legó de manera muy indirecta –yo nací en 1977; él dio su última calada a su cigarrillo 20 años antes– descubro que el dandismo exacerbado que lo caracterizó, su forma aparentemente adusta y señera de actuar ante el sexo opuesto –también ante quienes se oponían al sexo, a su sexo– era la mejor forma de encarar un devenir colmado de ternuras y de ganas de extraviarse en el gentío.
La música posee cualidades que otros géneros no alcanzan. Lo sublime y acaso la tempestad de sus movimientos pueden acorralarnos, hacernos sentir víctimas ideales de un asesino cabal.
Su abandono es proverbial, en casi todos sus personajes, la ternura de sus ojos es similar a la ternura que reposa en alguno de los pliegues de la voz de acordeón de Dylan. Bob Dylan no dista en mí de esta amplificación de los sentidos; tanto él cuanto el actor estadounidense lo que más lograron en Carlos Vásconez fue enseñarle que podía, aunque remotamente, ser obra suya, ser parte de su pensamiento, y ellos hacer, decir, callar, inmovilizadamente demostrarme que yo ya hice o dije esas cosas en sus palabras o en sus actos o gestos. Eso fraguan los genios: que dejemos de aplaudir por, absortos, identificarnos en sus obras y ver que eso que apreciamos no es del todo satisfactorio, aunque tampoco nos enfade. Una suerte de déjà vu me han hecho vivir. Sí.)
La música es no solo la industria de lo que se repite, es el arte de la repetición. Pocas canciones tan escandalosamente rutilantes como las compuestas por Bob Dylan, y sin embargo, por más versiones que de ellas se hubieren hecho, cabría afirmar que no se lo escucha como se debería. No se lo escucha a él, a Leonard Cohen, a Van Morrison, a Nick Cave y a contados cantautores más que reevalúan al género como manifestación de la carne subsumida al espíritu. O su subyugada, mejor, en términos de Blanchot.
La música posee cualidades que otros géneros no alcanzan. Lo sublime y acaso la tempestad de sus movimientos pueden acorralarnos, hacernos sentir víctimas ideales de un asesino cabal. En una ficción de relojería suiza, Nothomb nos revela la urdimbre del ansia del hombre por violar. Pero no se viola cualquier cosa, no se siente deseo por violar cualquier cosa. A eso lo tilda de enfermedad. Lo que se viola es lo que se desea de manera irrefrenable. La música se las ingenia para entrar por todos nuestros flancos y debilitarnos, hacernos caer de rodillas en mitad de la vereda y llorar o por no haber tenido la probidad humana para construir esa melodía caudalosa o porque simplemente no alcanzamos a hacerlo de otra manera. Nos obliga a hincarnos para orar mejor. La música tiene además un condimento, nunca puede ser repetida por más que se lo intente en demasía. El mismo Bob Dylan, en su Tour Interminable, varía sus canciones de manera notable. Muchas veces, sus más acérrimos fanáticos, no alcanzan a identificar una melodía sino hasta cuando la letra ha tenido su arranque. Nos colma de sorpresas. Y ¿eso por qué?, porque sabe que por más virtuoso que se sea, y quizá por esa misma razón nunca una melodía logra ser la misma del día de ayer. Da Vinci, el artista por excelencia, aclaró que el peso de un feto humano nunca será de un kilo exacto, siempre variará, siempre estará oscilante entre un kilo, gramo más gramo menos, porque el cuerpo es constante cambio, en readecuación, desacostumbrándose a sí mismo.
No sé cuántas veces he oído el mismo inicio de una melodía dylaniana. Luego viene la novela, las fanfarrias, los argumentos suburbiales que procrean un cosmos, una sociedad como es la estadounidense. Luego viene el arrebato literario, ese arrebato contenido. Dylan, que sabe que nada puede hacer un artista mejor que crear artistas, compone una melodía normal, pero la prologa con un golpe seco de cajón, que suena a portazo, o con una lamida a su armónica, que es como besar la mano enguantada de la mujer del prójimo de la que se va a hablar. Ese golpe, esa lamida fundan un movimiento artístico.
[RELA CIONA DAS]
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