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«Nunca la moneda fue más aérea, más nominal que hoy, nunca consistió en mayor medida que ahora en compromisos sobre el papel. Pero ¿compromisos de quién? En cambio, nunca se empleó más que ahora para expresar productos globales o retrospectivos», decía en 1969 Pierre Vilar (Oro y moneda en la historia 1450-1920, Ariel, 1974). Dichas hace cuatro décadas, estas afirmaciones parecen hoy más actuales que nunca, mientras la economía mundial enfrenta desafíos extraordinarios.
En este escenario han aparecido propuestas que anuncian el fin del «sistema dólar». En general, tienen tono de alarma, apoyadas en visiones que no consideran la función de ese sistema como nexo entre las piezas más importantes de la economía mundial, y carentes de perspectiva histórica. El dólar no es una divisa que, de un día para el otro, se podría rechazar como medio de pago o reserva de valor. Es el eje de un sistema internacional respaldado por el poder estructural de EE. UU., hasta hace poco el líder de la globalización del capital.
Estas propuestas concentran su atención en las recientes alteraciones de la geopolítica y en los cambios del ciclo de negocios. El sistema monetario internacional basado en el dólar no es estático, se adapta continuamente a las modificaciones de la economía internacional. Una mirada ponderada de lo que está ocurriendo requiere una apreciación del estado en el que se encuentran sus bases estructurales tanto como de la coyuntura que ha despertado las alarmas, antes de especular sobre lo que podría ocurrir en el futuro.
Una coyuntura diferente
Con la recuperación de la economía mundial luego de la pandemia cambió la relación entre los precios de las materias primas y el precio internacional del dólar. Antes del Covid-19, al encarecerse las materias primas bajaba el precio del dólar, y viceversa. Desde 2020 esos precios evolucionan en la misma dirección. Las subidas simultáneas del valor de las materias primas y del dólar perjudica a los importadores de petróleo, gas y alimentos de los países más débiles del sistema monetario internacional.
Para Adam Tooze, profesor de Columbia University, esto refleja el cambio estructural de la economía de EE. UU. que, en los últimos cinco años, se ha convertido en exportador neto de petróleo y gas natural (Chartbook # 212). Antes, precios más altos de estos productos empeoraban los términos de intercambio de EE. UU. y debilitaban al dólar. Ahora ocurre lo contrario.
Esta relación entre precios de las materias primas y el dólar tiene impactos sobre el crecimiento mundial. Ahora los movimientos del dólar agravan el efecto de los cambios de precio de las materias primas. Si suben, se aviva la inflación y se detiene el crecimiento de los países importadores. Este efecto estanflacionario (recesión con inflación) de bienes primarios más caros se produce al elevarse los precios al consumidor, que comprimen el ingreso de los hogares y elevan los costos de producción de las empresas. Lo que, además, reprime la inversión. Por su lado, la apreciación del dólar tiende a provocar el mismo efecto fuera de EE. UU., en especial en los países emergentes. El efecto estanflacionario de un dólar más fuerte también es consecuencia de su papel dominante en el comercio y las finanzas globales (Gráfico 1).
La confluencia de estos dos efectos ha incrementado en forma significativa la probabilidad de que un crecimiento débil esté acompañado de alta inflación. El impacto estanflacionario de un dólar fuerte se agrava con un crédito tenso, que estrangula la inversión y el comercio globales.
Los países exportadores de petróleo han valorado sus exportaciones en dólares norteamericanos desde hace décadas. Los petrodólares eran reciclados en EE. UU como deuda del Tesoro y otros activos. Esto reforzaba el rol de reserva monetaria de esa divisa, convirtiéndola en la moneda dominante en el comercio mundial. Si EE. UU. importaba menos petróleo, menos petrodólares fluían en el sistema financiero global, se reducía la liquidez y se afectaban las preferencias monetarias en la facturación comercial y en la gestión de las reservas.
Pero ahora varios exportadores de materias primas estarían dispuestos a complacer los deseos de sus compradores más importantes, y a estos les convendría proteger sus economías de los actuales efectos estanflacionarios de la subida del precio del petróleo y de la apreciación del dólar. Los principales países productores de petróleo ya han reducido sus inversiones en bonos de deuda del Tesoro, lo que indicaría más facturaciones petroleras en otras monedas. De hecho, la participación de la facturación mundial en dólares viene descendiendo desde 2014, y la cantidad de reservas internacionales denominadas en dólares ha caído a su punto más bajo en tres décadas.
Las noticias que anticipan el abandono del dólar no son nuevas. El reciente cambio de la correlación de los precios de las materias primas y el precio del dólar difícilmente será la causa del fin del sistema monetario internacional. La coyuntura despierta fuertes presiones políticas, en especial sobre los países más débiles del sistema, y sobre todo alienta a la geopolítica a entrometerse en un sistema financiero global que estaba bien definido en torno al dólar, aunque no sea en sí mismo balanceado y apolítico. Más bien –concluye Tooze– es muy desigual, propenso a la crisis y en constante cambio.
El poder estructural tras el sistema monetario internacional
Los economistas siempre dejan el poder del capital «fuera de la foto», afirma Susan Strange (Relaciones Internacionales n. 21 oct/2012: 139). El sistema monetario internacional es parte del poder estructural que son capaces de ejercer los estados en la geopolítica mundial; esto es, la potestad para definir las estructuras de la economía política global en la que deben operar otros estados, sus instituciones políticas, sus empresas y sus recursos humanos (‘The Persistent Myth of Lost Hegemony’, International Organization v.41 n.4, 1987: 565). Son cuatro estructuras, diferentes pero interrelacionadas; el estado más poderoso es el dominante en la mayoría de ellas.
La primera consiste en la capacidad de controlar la violencia que podrían sufrir otros pueblos o países. En las últimas seis décadas EE. UU. ha ejercido un poder preponderante en la estructura de la seguridad global en tierra, mar y aire. Según David Vine, de la American University (Washington), EE. UU. tendría unas 800 bases militares en más de 70 países. Su presupuesto militar sería casi 40% más grande que la suma de los presupuestos de los 9 países restantes con los ejércitos más grandes del mundo (Cuadro 1).
EE. UU. tiene capacidad para ejecutar intervenciones militares en cualquier parte, debido a la posesión de la fuerza aérea más moderna y eficiente del mundo y a una flota de guerra distribuida en todos los mares, en la que se cuentan 21 portaaviones. Estos pertrechos, más sus 7.260 ojivas nucleares, le otorgan un poder disuasivo determinante, apoyado en un conjunto de tratados firmados luego de la segunda guerra mundial, entre los que destacan la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN (1949), el Tratado de Seguridad con Japón (1951), el Tratado de Defensa Mutua con Corea del Sur (1953), el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, TIAR (1947), hasta el más reciente AUKUS, la alianza estratégica militar entre Australia, el Reino Unido y EE. UU. anunciada en septiembre de 2021. Con frecuencia, esta marcada asimetría en la estructura de seguridad mundial es pasada por alto en el análisis de la economía internacional.
La segunda es la capacidad de control de la producción de bienes y servicios. Quién decide quién producirá qué, cómo y con qué recompensa, siempre ha sido una pregunta tan fundamental para la economía política como saber quién decide qué defensa será proporcionada frente a las amenazas a la seguridad.
Tan importante como la producción doméstica y el grado de participación en el comercio internacional es el lugar de residencia de las empresas transnacionales, es decir dónde se encuentran sus oficinas centrales y la gerencia. Forbes publica anualmente una lista de las 2000 empresas más grandes del mundo. En 2022 esta lista contenía 590 empresas de EE. UU., 351 de China – Hong Kong y 196 del Japón. Las 863 empresas restantes tienen su matriz en otros 55 países.
El cuadro 2 reporta las 100 primeras empresas en la lista de Forbes del año 2022. Cuatro de cada diez tienen sus oficinas centrales en EE. UU., con un valor de mercado superior al 60%, un valor de ventas del 43% y un valor de las ganancias del 47% de los valores totales de esos rubros para esas 100 empresas. En la industria petrolera, que sigue proveyendo el líquido vital de los sistemas de transporte y producción mundial, EE. UU. y sus aliados dominan el sector con cinco empresas: Exxon Mobil y Chevron (EE. UU.), Shell (Países Bajos), Total (Francia) y BP (Reino Unido).
En resumen, el escrutinio de las listas de empresas que producen para los mercados mundiales, junto a la importancia de la participación en el producto y comercio globales (Gráfico 1), lleva a concluir que el poder de decisión sobre la estructura productiva mundial sigue radicado en EE. UU.
La tercera es la capacidad para controlar la oferta y disponibilidad del crédito en el mundo y, en consecuencia, para influir en la creación de liquidez del sistema monetario mundial. En este punto es necesaria una precisión: el objetivo central del sistema monetario internacional es la regulación de los tipos de cambio entre monedas nacionales, mientras que el sistema financiero internacional regula la creación, el acceso y el comercio del crédito que fluye en el sistema monetario.
Esta compleja estructura de poder se remonta a los acuerdos de Bretton Woods, en donde EE. UU. impuso las condiciones económicas de su hegemonía mundial. En particular, consiguió crear un sistema con tipo de cambio fijo basado en su moneda y supervisado por el Fondo Monetario Internacional (entidad que sigue bajo su control). Como consecuencia de la supremacía económica y política de EE. UU, este sistema –vigente entre 1946 y 1971– se convirtió en un estándar dólar-oro. En la década de 1960, el dólar adquirió estatus de moneda de reserva mundial. Pero al mismo tiempo debido a los cuantiosos déficits de la balanza de pagos norteamericana, el presidente Nixon suspendió en forma unilateral la convertibilidad pactada en Bretton Woods.
A partir de esta decisión, al ritmo de la desregulación y la globalización impulsada desde los estados desarrollados, esta estructura de poder se ha convertido en el factor determinante de la acumulación de capital a escala global. Las entidades del sistema financiero internacional demostraron su poder en la crisis de la deuda en la década de 1980, avasallando a las instituciones y regulaciones nacionales de los países deudores. A fines del siglo XX la erosión de los controles nacionales sobre bancos y financieras evidenciaba que el poder del estado estaba compartido, cada vez más, con los mercados, las empresas y las autoridades no estatales.
Como resultado de la desregulación, los mercados financieros optaron por crear derivados. La teoría económica elogió esta iniciativa como un mecanismo para diluir el riesgo. Lo que ocurrió en la realidad es que la multiplicación de derivados incrementó el riesgo sistémico, hasta que en el verano de 2007 se destapó la crisis de las hipotecas subprime, que rápidamente se convirtió en una crisis financiera global, con la inyección de activos financieros “tóxicos”. Los mecanismos para controlarla propiciaron una grave recesión y probaron, una vez más, el poder del sistema financiero. A diferencia de lo que ocurrió en Occidente, en China la política económica se orientó de otra manera, priorizando la recuperación del sector productivo, mediante un sector financiero supeditado al poder del estado.
De las 100 empresas más grandes enlistadas por Forbes, 39 son financieras. De estas, 14 tienen su matriz en EE. UU. y 12 en China. Estas últimas tienen 44% de los activos de todas las empresas financieras, mientras que las norteamericanas, aunque más numerosas, tienen solo 29% de los activos totales (Gráfico 2). Buena parte de los activos de las empresas financieras chinas se denominan en dólares, pues dos tercios de todos los créditos internacionales y 90% de los títulos de deuda generados fuera de EE. UU. se denominan en la moneda norteamericana (Chartbook # 212,). Strange hace notar que la cantidad de oro o de otras divisas en poder de EE. UU., en comparación con las cantidades poseídas por otros países, es algo casi irrelevante, si EE. UU. es el único capaz de crear activos en dólares aceptables e intercambiables en el mundo entero. «En cierto sentido, un sector financiero que en gran medida opera en dólares no tiene necesidad de reservas», concluye.
En la cuarta estructura de poder lideran las ideas, y se controla el conocimiento (técnico-científico y religioso), su almacenamiento y circulación. De las 100 empresas más grandes en la lista de Forbes, 22 se desenvuelven en sectores de alta tecnología y comunicaciones. De estas, 14 están domiciliadas en EE. UU., con una participación de valor de mercado de 81% del valor de mercado total de esas 22 empresas (Gráfico 3).
El Academic Ranking of World Universities de 2022, publicado por la Shanghai Jiao Tong University (China), califica a ocho universidades norteamericanas entre las primeras diez en el mundo: Harvard, Stanford, MIT, Berkeley, Princeton, Columbia, Caltech y Chicago. Las dos restantes son británicas: Cambridge y Oxford. En el vigésimo sexto lugar de esta lista aparece la Tsinghua University de China.
La pandemia aceleró la transformación digital, lo que incrementa la demanda de servicios de almacenamiento de datos. En 2023 los diez centros de almacenamiento de datos más grandes del mundo tienen instalaciones que suman 3,8 millones de metros cuadrados, de los cuales 2,1 millones se encuentran en EE. UU., 1,6 millones en China y 0,1 millones en el Reino Unido.
¿Cambio inminente de sistema monetario?
El dominio norteamericano en las cuatro estructuras de poder es evidente, aunque la República China ya presenta un claro desafío para el sistema financiero de Occidente (cuadro 2 y gráfico 2). Sin embargo, casi 90% del comercio mundial, 60% de las reservas internacionales, 50% de la facturación comercial y 40% de los pagos por SWIFT de todo el mundo siguen valorándose y liquidándose en dólares de EE. UU. (gráfico 1).
La estabilidad y continuidad de los compromisos monetarios es la consecuencia de costumbres, comportamientos, acuerdos formales, monitoreo y gestión de las entidades internacionales (FMI, BM, BPI, OMC…). Estas son las piezas de los regímenes monetarios en base de los cuales se vinculan los estados y otros actores internacionales, que pueden modificarse para adaptarse a las nuevas condiciones políticas y comerciales, en un mundo que ha comenzado a desconfiar de la globalización. Algo como esto ya ocurrió en 1971, cuando el presidente Nixon decretó la inconvertibilidad del dólar.
El reflujo de la globalización es momento propicio para el aparecimiento de compromisos parciales e incluso temporales, capaces de reducir en el margen la presencia dominante del dólar. Pero un cambio radical del sistema monetario internacional, que remplace la primacía del dólar por alguna moneda competidora (¿el renminbi, el euro…?) solo sería posible en un escenario internacional sin la hegemonía norteamericana.
La última vez que ocurrió algo como esto el mundo abandonó el patrón oro gestionado por la hegemonía del Reino Unido para remplazarlo por el sistema de Bretton Woods, impulsado por la hegemonía de EE. UU. Pero este cambio de sistema monetario internacional demoró tres décadas y cobró dos guerras mundiales: un precio muy alto para reacomodar los factores de poder en un nuevo momento histórico.
Sin duda las vacilaciones geopolíticas de EE. UU. incrementan las presiones sobre el dólar. Pero todavía está lejano el día en que el mundo deba reorganizar el sistema monetario internacional. A menos que los halcones de Occidente o de Oriente precipiten al planeta en una nueva contienda bélica de consecuencias inimaginables.
Este ensayo ha sido elaborado sin ayuda de ningún servicio de IA.
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