
Nueva York. Estados Unidos. Foto: Thananit_s. Stock
Al terminar la Segunda Guerra Mundial, EE.UU. asumió el liderazgo del mundo libre. El «pacto fordista», es decir el acuerdo tácito entre trabajadores y capitalistas para organizar la producción en masa, fue la base material de los primeros años de hegemonía norteamericana. Pero desde entonces mucha agua ha corrido bajo el puente.
En la década de 1960, Oriente se desangraba en Vietnam, Europa estaba dividida por la guerra fría y las excolonias se agrupaban en el «tercer mundo». La locomotora del capitalismo se estaba desacelerando y para recuperar sus tasas de ganancia impulsó un cambio de regulación de la economía mundial y el fin del fordismo. Connotados académicos comenzaron a promocionar la teoría de la economía de oferta (SSE, por sus siglas en inglés).
La SSE reinó sin contradictores hasta la crisis financiera de 2008. Terminada la guerra fría, al implosionar la Unión Soviética, en un par de décadas de globalización el capitalismo se había extendido sobre el planeta entero, incluido la China. Pero nuevamente parece agotado: entre 2013 y 2022 el volumen del comercio mundial ha crecido a una tasa promedio anual de 2,3%, frente a un promedio de 4,9% anual entre 2003 y 2012, y de 6% anual entre 1993 y 2002 (OMC: https://bit.ly/3XJjZ8A).
En los tiempos del covid-19 endémico y de la amenaza china, el líder del mundo libre quiere recobrar su centralidad en la economía mundial. Quiere ayudar a sus socios a reducir la pobreza, aumentar la prosperidad común y construir una red de protección social para los países más vulnerables, dicen sus portavoces. El cambio regulatorio exigido por este nuevo momento se sustenta en la moderna economía de oferta (MSSE, por sus siglas en inglés), presentada en varios foros por la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, y otros funcionarios del gobierno norteamericano.
Xi Jinping y Joe Biden en una imagen de 2013, en Beijing. Foto: Reuters
Pero la reconstitución de la hegemonía norteamericana exige algo más que una nueva economía normativa. Como mínimo, articular la MSSE a la remozada política internacional. Y, por supuesto, una reacción positiva de sus socios, pues hegemonía no es sinónimo de dominación. Los lineamientos de la estrategia de la administración Biden para lograr estos objetivos fueron expuestos por el asesor de seguridad nacional Jake Sullivan, el 27 de abril pasado, en la Brookings Institution de Washington. Los presentó como insumos para forjar un «nuevo consenso».
Nadie sabe para quién trabaja
En la década de 1980 los gobiernos conservadores de EE.UU., Reino Unido, Alemania Occidental y Canadá desconfiaban del keynesianismo —la base teórica del pacto fordista—. Se adscribieron al conjunto de teorías que proponían liberalizar los mercados, recuperar la vigencia de las ventajas comparativas y evitar la intervención del gobierno, conocidas como «contrarrevolución neoclásica».
En 1974 Arthur Laffer (años más tarde sería asesor del consejo de política económica del presidente Reagan) identificó una tasa impositiva que maximiza la recaudación fiscal, pero que los gobiernos suelen exceder y, por ello, recaudar menos. Esta idea, conocida como la curva de Laffer, fue una de las precursoras de la SSE (supply-side economics). La SSE sirvió de fundamento de las reformas de mercado de fines del siglo XX. Proponía reducir los impuestos sobre los ingresos del trabajo y capital para salir de la estanflación de la década de 1970. Tasas impositivas más bajas sobre los salarios, intereses, dividendos e ingresos corporativos incrementarían el producto al mejorar los incentivos para trabajar, ahorrar e invertir.
En abril de 1990 Robert Lucas Jr. (premiado en 1995 por la Academia Sueca de Ciencias con el mal llamado «Nobel» de Economía) publicó una reseña analítica de la SSE. Su conclusión fue contundente: «La economía de oferta […] ha dado a luz el más grande y genuino free lunch que he visto en 25 años de profesión; creo que tendríamos una mejor sociedad si seguimos su consejo» (Oxford Economic Papers, new series vol.42 n.2). Calculó que, al eliminarse el impuesto a los ingresos corporativos, en una década se duplicaría la tasa de crecimiento anual del stock de capital. Como el capital tiene rendimientos decrecientes y el incremento de la inversión provoca un inicial rezago del consumo, la ganancia total en bienestar sería de unos USD 30.000 millones, que aumentarían a una tasa anual de 3%.
1,6% representaba la economía china del producto global, en 1990. treinta años después, en el 2020, representaba el 17,3%. según el Banco Mundial, esto le permitió redimir de la pobreza a 800 millones de personas.
Sin embargo, el free lunch nunca llegó. Lo que sí ocurrió fue el vaciamiento de la base industrial norteamericana. El fordismo de la postguerra se esfumó en medio de reducciones tributarias, desregulación, privatizaciones y libre comercio. La SSE supuso que el mercado siempre asignaría capital en forma eficiente. Así, en nombre de la eficiencia de mercado emigraron cadenas de suministro de bienes estratégicos, junto a su fuerza laboral e infraestructura. Lo prioritario era el crecimiento económico, sin importar qué tipo de crecimiento; los servicios financieros se hipertrofiaron, pero otros sectores se atrofiaron —desde la industria pesada e infraestructura hasta la de semiconductores—.
Nunca se produjo la esperada reconversión industrial, lo que agudizó la desigualdad social y debilitó la democracia. Los beneficios del libre comercio no llegaron a extensos grupos de trabajadores que, al perder sus fuentes de empleo, dejaron de gastar y ahorrar. La clase media casi ha desaparecido y los ricos gozan de una opulencia inimaginable. Las industrias de punta se mudaron a las áreas metropolitanas, provocando agudas desigualdades geográficas. Sullivan culpa de todo esto a la política del «goteo», a los recortes a la inversión pública, a la descontrolada concentración corporativa y a las sistemáticas acciones para desarticular las organizaciones laborales.
Lucas Jr., Laffer y el nutrido grupo de economistas adscritos a la contrarrevolución neoclásica tal vez nunca imaginaron estos resultados. Y menos que el principal beneficiario del entorno mundial alentado por la SSE –la globalización– sería la República Popular China. Con Deng Xiaoping, China abandonó la ortodoxia maoísta y se propuso desarrollar una economía socialista de mercado. Cuando ingresó a la OMC (2001) muchos consideraron que se le había entregado la llave maestra de acceso a los mercados de los demás miembros de la Organización.
Las ventajas comparativas, fundamento teórico de la política de liberalización comercial, jugaron a favor de China, pero perjudicaron a extensos sectores de obreros del centro del sistema capitalista, en especial de EE.UU. En 1990 la economía de China representaba 1,6% del producto global, mientras que en 2020 representaba el 17,3%. Según el Banco Mundial, esto le permitió redimir de la pobreza a 800 millones de personas. Al mismo tiempo, tanto EE.UU. como el G-7 (sin EE.UU.) y la OCDE (sin EE.UU.) redujeron sus participaciones en el PIB mundial, y los países en desarrollo, excepto China, pasaron del 14,9% al 19,1% en el mismo lapso.
La moderna economía de oferta
En el Foro Económico Mundial de enero de 2022, la secretaria del Tesoro se refirió al empeño del gobierno norteamericano en recuperar el crecimiento económico, mejorar la calidad y cantidad de la oferta de trabajo, y elevar la productividad. Todo esto reduciendo la desigualdad social y el daño ambiental. Yellen, economista doctorada en la Universidad de Yale y profesora emérita de la Universidad de California en Berkeley, resaltó las agudas desigualdades económicas y sociales que aquejan a los EE.UU., en un ambiente de baja productividad y de población envejecida, que refrena la oferta de trabajo.
Reiteró la apertura de su gobierno a la participación de la empresa privada mediante una combinación de incentivos de mercado «mejorados» y de probado gasto sectorial directo, orientándola a la expansión del potencial productivo mediante inversiones en capital físico y «humano», y apoyando el avance de la ciencia y la tecnología. Esta es la esencia de la MSSE (modern supply-side economics).
Los objetivos inmediatos son la modernización de las autopistas, puentes y puertos, y el acceso a internet de alta velocidad; la expansión de la industria de semiconductores y las inversiones en energías limpias. Y la prioridad es desarrollar el friendshoring con el fin de evitar problemas logísticos y de aprovisionamiento.
Los objetivos inmediatos son la modernización de las autopistas, puentes y puertos, y el acceso a internet de alta velocidad; la expansión de la industria de semiconductores y las inversiones en energías limpias. Y la prioridad es desarrollar el friendshoring con el fin de evitar problemas logísticos y de aprovisionamiento.
La agenda incluye incrementar el crédito del impuesto a la renta ganada, que elevaría los salarios post impuestos de unos 17 millones de trabajadores; subsidios a familias de ingresos medios y bajos para servicios de guardería; ausencias laborales pagadas; educación preescolar universal; facilidades de ingreso a la universidad; mejor capacitación laboral y universalización del acceso a la banda ancha.
Yellen no ofreció free lunch ni deificó el mercado; propuso asignar recursos en forma sistemática y equitativa, de manera que los lugares y los grupos étnicos desaventajados por la globalización reciban una porción adecuada de inversiones (en capital físico y «humano»). Pero aclaró que, bajo el supuesto de rendimientos decrecientes, la ganancia agregada será mayor. La inversión pública en educación y capacitación dirigida a niños y obreros menos favorecidos puede redituar mayores beneficios durante décadas, asegura.
La MSSE tiene un amplio componente redistributivo avalado por una extensa literatura sobre la relación entre desigualdad y crecimiento. Por ejemplo, S. Buckman et al., investigadores de la Reserva Federal de San Francisco, han encontrado significativas pérdidas económicas asociadas a las brechas de educación y trabajo relacionadas con el género y el grupo étnico (The Economic Gains from Equity, 19/01/2021). Hsieh et al., del National Bureau of Economic Research, han demostrado las consecuencias en productividad de la discriminación en el mercado laboral y en la formación de talento humano (The Allocation of Talent and U.S. Economic Growth, NBER Working Paper n.18693).
Estos argumentos parecen más keynesianos que neoclásicos. «No existe –dijo Yellen– ideal americano más grande que la provisión de iguales oportunidades, a pesar de la raza; este imperativo moral se expresa en la Declaración de Independencia y está protegido por la Constitución. Pero como tema económico, corregir desigualdades también es una de las estrategias de crecimiento más prometedoras disponible en nuestra caja de herramientas».
La MSSE en la política externa
En la Brookings Institution, el asesor de seguridad nacional explicó que EE.UU. tiene dos desafíos externos. En primer lugar, el rebrote de la geopolítica. Se esperaba que el libre comercio promovería países con sociedades abiertas y un orden internacional pacífico y cooperativo. Pero China nunca abandonó los subsidios industriales y al parecer está ganando la batalla comercial. Por otro lado, la crisis climática y la transición energética.
EE.UU. solo produce 4% de litio, 13% del cobalto y nada de níquel y grafito, indispensables para competir en la transición energética. China produce hasta 80% de esos minerales. Con un arancel promedio para importaciones de 2,4%, Sullivan afirma que los desafíos del presente no pueden resolverse con tratados de libre comercio. Se requieren «nuevas asociaciones económicas internacionales» integradas a la estrategia económica interna. En especial, controlar las exportaciones a fin de evitar fugas de tecnología que pudieren alterar el estatus quo militar. «Simplemente estamos asegurando que la tecnología de EE.UU. y sus aliados no sea usada contra nosotros».
Batería de litio de un vehículo. Foto: Reuters
EE.UU. quiere comprometer a sus aliados a construir una plataforma tecno-industrial resiliente y vanguardista, evitando competencias estériles. El Consejo de Comercio y Tecnología EU-U.S. y la coordinación trilateral con Japón y Corea del Sur ya sistematizan la estrategia industrial. La Comisión Europea y Canadá también participan en este proyecto. La escasez de semiconductores se trata con Taiwán, Corea del Sur y Japón. El Acuerdo Global sobre Acero y Aluminio negociado con la UE podría ser el primero en asumir el problema de las emisiones. En el Marco Económico Indo-Pacífico (IPEF, por sus siglas en inglés) se discute sobre transición energética, implementación de la justicia tributaria, lucha contra la corrupción y la consolidación de más resilientes cadenas de suministro de bienes e insumos estratégicos. Con la India se colabora en alta tecnología; con Angola, en energía solar; con Indonesia, en transición energética; y con Brasil, en crecimiento sostenible. La Asociación de las Américas para la Prosperidad Económica ha sido concebida con objetivos similares. EE.UU. quiere reformar el sistema multilateral para adaptarlo a sus intereses de seguridad nacional, y capacitarlo para abordar los desafíos del desarrollo sostenible y la transición energética.
EE.UU. quiere comprometer a sus aliados a construir una plataforma tecno-industrial resiliente y vanguardista, evitando competencias estériles. El Consejo de Comercio y Tecnología EU-U.S. y la coordinación trilateral con Japón y Corea del Sur ya sistematizan la estrategia industrial.
Todo esto suena a contragolpe y, en efecto, lo es. El bloqueo de la Iniciativa de la Franja y la Ruta es imperativo para el up-date de la hegemonía norteamericana. EE.UU. ha creado la Asociación para la Inversión Global en Infraestructura (PGII, por sus siglas en inglés) con el objetivo de cerrar las brechas de infraestructura energética y tecnología digital. A diferencia de la Iniciativa china, los proyectos de la Asociación norteamericana son transparentes y con altos estándares ambientales y sociales, alega Sullivan. Se ofrece invertir en soluciones diseñadas en las economías emergentes, lo que sería imposible sin antes actualizar los modelos de gestión de los bancos multilaterales de inversión.
El contraataque también es financiero. A EE.UU. le preocupa –afirmó el asesor de seguridad nacional– el sobreendeudamiento de muchos países vulnerables. China es el acreedor más grande de deuda bilateral; habría forjado su influencia en el mundo en desarrollo mediante masivos créditos condicionados. Yellen insta a China a renegociar los casos más críticos, en especial en África, «en línea con los parámetros del FMI», lo que se entendería como una «auténtica prueba de multilateralismo» … y de acatamiento a la hegemonía norteamericana.
Pero el capital transnacional no le sigue el paso al gobierno de Biden. En abril de 2021Yellen planteó en la OCDE un piso tributario global de 21% para las corporaciones multinacionales (https://bit.ly/3XWIEqi). Los países europeos presentaron cifras más bajas (12%-15%). Esta iniciativa habría generado unos USD 150.000 millones anuales en ingresos fiscales (con un piso de 15%), pero fue rechazada de inmediato por Irlanda y Hungría. Chris Edwards, del Instituto Cato, considera que la «competencia fiscal entre países es algo bueno, no es malo como afirma Yellen». El piso mínimo debía negociarse hasta octubre de 2021, pero el lobby de las transnacionales en tándem con los paraísos fiscales ha congelado esta negociación.
La improbable transición hegemónica
Según el informe anual 2022, de Huawei Technologies Co., falta poco para que China sea el núcleo de una economía mundial centralizada en Asia. Ese núcleo distribuirá al resto del mundo tecnologías sofisticadas, carbono-neutrales, y recibirá soja, yute, níquel… (https://bit.ly/3XUyOFz). ¿Será suficiente esta reorientación del intercambio desigual para desplazar el eje de la hegemonía mundial desde Washington hasta Beijing?
Allan et al. (The Distribution of Identity and the Future of International Order: China’s Hegemonic Prospects, International Organization v.72 n.4) creen poco probable que el ascenso de China desencadene una transición hegemónica. La actual «distribución de identidades» respalda mayoritariamente la ideología del «neoliberalismo democrático occidental», dicen. Buena parte del éxito de EE.UU. como potencia hegemónica ha sido la constante y meticulosa elaboración de identidades políticas (derechos humanos, democracia, republicanismo), económicas (libre mercado) y culturales (desde el cine hasta la moda). Esta tarea se remonta al siglo XIX, con la construcción del «panamericanismo», el principio de unidad entre los países americanos —liderados por EE.UU.— que desembocó en el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR, Río de Janeiro, 1947) y en la Organización de Estados Americanos (OEA, Bogotá, 1948). China todavía no ha empezado a montar una alternativa ideológica atractiva en países como Brasil, India y otros menos influyentes.
China podría optar por propagar su capitalismo autoritario mediante una «guerra de desgaste y atrincheramiento» para diezmar las frágiles democracias de los Estados proveedores de soya y níquel. Esta estrategia requeriría ingentes recursos culturales y políticos y, al mismo tiempo, sobrellevar las constantes denuncias de EE.UU.
En la práctica, para que ocurra ese desplazamiento, el hegemon aspirante debería controlar las normas e instituciones que rigen los patrones de comportamiento de los Estados. Podría liderar una coalición de Estados fuertes con ideologías similares e identidades coincidentes, con quienes construir un orden internacional alternativo. O podría obligar a otros Estados a cambiar sus identidades para asumir su nueva ideología (esto también supone que el aspirante ya ha desarrollado esa ideología). China ya tiene capacidad militar y económica para promover en su favor cambios identitarios, pero no se conocen los elementos identitarios universalizables que le servirían para convertirse en el nuevo hegemon.
China podría optar por propagar su capitalismo autoritario mediante una «guerra de desgaste y atrincheramiento» para diezmar las frágiles democracias de los Estados proveedores de soya y níquel. Esta estrategia requeriría ingentes recursos culturales y políticos y, al mismo tiempo, sobrellevar las constantes denuncias de EE.UU. El 7 y 8 de julio pasados, Yellen estuvo en Beijing para restablecer el diálogo, tras el affaire de los globos aerostáticos. Se entrevistó con el primer ministro Li Qiang y el ministro de finanzas. China se quejó de las sanciones norteamericanas y Yellen criticó las barreras de acceso a mercado. EE.UU. insiste que restringe la exportación de semiconductores y de chips de inteligencia artificial «por motivos de seguridad nacional»; China ha respondido prohibiendo exportar galio y germanio, fundamentales para fabricar semiconductores: otra escaramuza en esta nueva guerra fría.
Ninguna potencia imperial venida a menos ha sido capaz de revertir su decadencia. Si EE.UU. pudiese reconstituir su hegemonía con la MSSE, su mayor problema no será China. Será el mismo EE.UU., los lobistas y el Congreso, think tanks como el Instituto Cato, o la ultraderecha aglutinada tras Donald Trump, para muchos el candidato favorito para ganar las elecciones a la presidencia en enero de 2025.
Por el momento, en «la intersección de la economía, la seguridad nacional y la democracia», como diría Sullivan, parece prevalecer la razón de la fuerza, representada por las casi 300 bases militares que cercan al aspirante a dominador del mundo en el océano Pacífico.
[RELA CIONA DAS]





NUBE DE ETIQUETAS
[CO MEN TA RIOS]
[LEA TAM BIÉN]




[MÁS LEÍ DAS]



