

El presidente Guillermo Lasso Mendoza, se reunió con los altos mandos de la Policía Nacional, el 6 de abril del 2022, para tratar los temas de seguridad del país. La crisis de la seguridad ha tocado fondo. Este informe aboga por una mayor vigilancia civil a los responsables de la fuerza pública.
La tesis del Programa de Investigación Orden, conflicto y violencia, dirigido por el profesor PhD Luis Córdova-Alarcón, de la Facultad de Derecho de la Universidad Central del Ecuador, es que el gobierno de Guillermo Lasso ha fracasado en su intento por contrarrestar la violencia criminal en las cárceles y en las calles.
En vez de revisar su estrategia de seguridad y mejorar la coordinación intraestatal, dice el director, persiste en incrementar el poder coercitivo del Estado, sin considerar su efectividad ni explorar otras opciones. Así se está formando un círculo vicioso. A medida que crece la violencia criminal también aumenta la influencia política y el poder económico de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas. Están creándose incentivos perversos para que la espiral de violencia no termine, o culmine con una paz mafiosa.
El último informe de este equipo académico ¿Quién vigila a los vigilantes?: la política económica de la violencia en Ecuador da argumentos para demostrar que esta política económica de la violencia corroe las reglas democráticas y acrecienta la influencia del crimen organizado. Y también denuncia con evidencias que uno de los puntos clave y más débil de todo esto es la poca o ninguna vigilancia civil-política sobre la fuerza pública y sobre las evidencias de contaminación del crimen organizado en sus filas. ¿Qué hacer? La investigación propone que es urgente crear mecanismos independientes de supervisión para transparentar el desempeño de la fuerza pública y evaluar su efectividad.
El informe:
I. La política económica de la violencia
Ecuador está atrapado en una vorágine de violencia, criminalidad y corrupción. El gobierno de Guillermo Lasso se ha refugiado en la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas, sin que logren revertir la tendencia ascendente en la tasa de homicidios. Al cabo de once meses de gobierno, cuatro masacres carcelarias y más de 3000 seres humanos asesinados en las cárceles y en las calles, es innegable que la política de seguridad es un fiasco.
A la ineficacia de la fuerza pública para garantizar la vida de la ciudadanía se suman varios indicios que apuntan a la complicidad de ciertos militares y policías con los grupos del crimen organizado. Por ejemplo: La Comisión de Pacificación Penitenciaria, creada por el gobierno, denuncia en su informe del 5 de abril de 2022 que «policías protegen a los líderes de las bandas en las cárceles». La comisión de investigación de la FAE concluyó en su informe que el ataque al radar ubicado en el cerro de Montecristi «fue un sabotaje». Por si esto fuera poco, Miguel Ángel Nazareno, alias «Don Naza», rostro visible de la captadora ilegal de fondos denominada «Big Money», fue asesinado siete días después de visitar a sus clientes en el Ministerio de Defensa. Crimen que involucra a policías y militares por igual. Recuérdese que «Big Money» operaba desde el Club de Clases y Policías en Quevedo. Tras el escándalo mediático, «la cúpula policial decidió retirar de Quevedo a 94 oficiales y policías de distintas unidades y transferirlos a otras provincias», porque estaban comprometidos por acción u omisión con el ilícito . Según el Ministro del Interior más de 300 policías están siendo investigados actualmente.
Luis Hernández, ministro de Defensa, mientras visitaba las instalaciones del radar en el cerro Montecristi, destruido por un sabotaje que las autoridades demoraron en reconocer. Foto: Twitter @DefensaEcu
Al gobierno no parece preocuparle esta situación. Pero tampoco cuenta con la autonomía suficiente para ejercer un control real sobre las fuerzas de seguridad del Estado, ya que les ha cedido importantes cuotas de poder. Mientras la cúpula policial y militar habla de “casos aislados”, ofrece “auto depurarse” y exige que creamos en su probidad como si se tratara de un acto de fe, los grupos del crimen organizado podrían estar carcomiendo lo que resta de su institucionalidad.
Más allá del comportamiento errático del gobierno en materia de seguridad, en la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas se observa un patrón de conducta que perfila un círculo vicioso, cuyo resultado previsible será el incremento de las muertes violentas.
El problema radica en la política económica de la violencia. Es decir, la intervención del Estado
en las economías criminales, mediante la expansión de la fuerza policial y militar, reconfigura los mercados ilícitos, pero no los desarticula.
Los resortes más potentes de la criminalidad son la enorme informalidad de la economía y la impunidad. Factores que hay que analizarlos en perspectiva histórica y comparada. Cuando los gobiernos de turno dejan de proveer bienes públicos y restringen el acceso a los servicios básicos fomentan una ecología del crimen. Cuando las instituciones estatales encargadas de hacer cumplir la ley son ineficaces, la impunidad se impone como norma. Solo entonces las economías criminales más rentables como el narcotráfico y el tráfico de armas se diseminan en la sociedad.
Por tanto, para neutralizar la demanda de criminalidad se requiere trabajar en varios frentes: Primero, desplegando programas de inclusión social, regeneración urbana, economía social y solidaria, entre otros, para tejer las relaciones sociales a nivel local. Segundo, fortaleciendo la institucionalidad del Estado con políticas públicas y transparencia.
Tercero, involucrando a los actores económicos y las entidades encargadas de supervisarlos. Solo así, en cuarto lugar, cobra sentido recurrir a la fuerza policial y militar para hacer cumplir la ley. Pero en el «Ecuador del encuentro» se está haciendo lo contrario.
la política económica de la violencia no sería posible sin el apadrinamiento del Pentágono y la DEA, en un contexto geopolítico caracterizado por la pugna entre EE. UU. y China. Por eso se tolera la injerencia de la embajada de los EE. UU.
La retórica belicista —propia de la «guerra contra las drogas»— que hoy cunde en los pronunciamientos oficiales fortalece el poder políticocriminal tras bambalinas, y la ola de violencia se convierte en una sangrienta cortina de humo para forjar la próxima «paz mafiosa».
Pero esta política económica de la violencia no sería posible sin el apadrinamiento del Pentágono y la DEA, en un contexto geopolítico caracterizado por la pugnacidad entre EE. UU. y China. Por eso se tolera la injerencia de la embajada de los EE. UU. Como cuando el embajador Michael Fitzpatrick manifestó su preocupación por la presencia de “narcogenerales” . O cuando el flamante ministro del
Interior, general (sp) Patricio Carrillo, reconoció que su nombre fue sugerido por la embajada de los EE.UU., ya que cuenta con su total confianza.
En esa línea también hay que ubicar la oferta de mayor cooperación e inversiones, en el marco de la «Ley de Asociación Estratégica Ecuador – Estados Unidos», que está en manos del Senado de ese país para suaprobación. Iniciativa que busca cercar al Ecuador frente a China, con un alto costo de autonomía estratégica. Justo cuando es necesario navegar con brújula propia en un sistema internacional en transición. Con este estímulo externo la narrativa de la «narcoviolencia» permea con facilidad en el discurso oficial. Así, la interpretación de la violencia criminal calza con las directrices del Comando Sur de los Estados Unidos y la DEA. Para los tomadores de decisión es más importante seguir el guión de esa narrativa, porque genera réditos económicos, antes que comprender las dinámicas del conflicto que subyace a la violencia dentro y fuera de las cárceles.
En una de las masacres carcelarias, en noviembre del 2021, policías ecuatorianos retiraban el cuerpo de un recluso en el techo de un pabellón de la prisión Guayas 1 en Guayaquil. Foto: Nicola Gabirrete. AFP
En este contexto, las masacres carcelarias funcionan como catalizadores del círculo vicioso. Basta ver cómo tras cada masacre se cambiaron autoridades, se multiplicaron proyectos de ley inconexos (23 proyectos presentados entre la primera y la última masacre) y se asignaron nuevos recursos para policías y militares. Todo esto sin que medie una política pública que dé coherencia al conjunto de acciones.
II. Más prerrogativas para la fuerza pública
Si miramos el bosque, y no solo el árbol, es evidente que a medida que crece la violencia criminal también aumenta la influencia política y el poder económico de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas. Miremos dos prerrogativas que están en marcha.
A. Prerrogativas en el sistema educativo para las Fuerzas Armadas
Gracias a una reforma a la Ley Orgánica de Educación Intercultural, que entró en vigor el 19 de abril del 2021 (todavía en el gobierno de Lenin Moreno), las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional recuperaron la competencia para regentar instituciones de educación fiscomisionales.
Según el Plan de Traspaso de las instituciones educativas a las Fuerzas Armadas, suscrito el pasado 23 de marzo de 2022, cerca de 40.000 estudiantes estarán bajo el control del Ministerio de Defensa. Además de la influencia social e ideológica que esto conlleva, de por medio hay un rédito económico en las matrículas y pensiones que manejarán desde “La Recoleta” (sede del Ministerio de Defensa).
B. Prerrogativas en la seguridad social para la Policía Nacional
Según un estudio actuarial realizado por encargo del ISSPOL (Instituto de Seguridad Social de la Policía Nacional), para que el seguro de pensiones denominado “Retiros, Invalidez y Muerte (RIM)” recupere su sostenibilidad, luego del desfalco de 900 millones de dólares, se proyectaron seis
escenarios. En cinco de ellos se prevé el incremento de cinco años de aportación, lo que alargaría la carrera policial. Algo que no será aceptado por los policías.
El 6 de abril de 2022, tras una reunión de la cúpula policial con el Presidente de la República, un nuevo plan de seguridad vio la luz. Uno de los compromisos adquiridos por el Gobierno fue invertir USD 1.200 millones para mejorar el equipamiento de la policía y aumentar 30.000 nuevos efectivos.
Sin contar con mecanismos idóneos de supervisión y rendición de cuentas del accionar policial y militar hay el riesgo inminente de que los grupos del crimen organizado sigan contaminando las filas de los uniformados hasta un punto de no retorno.
De cumplirse este ofrecimiento la Policía Nacional pasaría a tener 83.000 miembros (actualmente son 53.000) para el año 2025. Entonces, al ampliar la base de aportantes de forma tan significativa, el incremento de años de aportación ya no sería necesario para cubrir el hueco financiero en el ISSPOL. Por supuesto, esto no lo dicen públicamente, sino que lo hacen con el justificativo de mejorar sus capacidades para la lucha antidelincuencial.
Esto no luce bien por ningún lado. Sin contar con mecanismos idóneos de supervisión y rendición de cuentas del accionar policial y militar hay dos riesgos inminentes. Por un lado, que los grupos del crimen organizado sigan contaminando las filas de los uniformados hasta un punto de no retorno. Entonces podría ocurrir que las muertes violentas que hoy se atribuyen a vendettas en la «guerra entre bandas», sean ejecutadas por los propios policías o militares, sin que se pueda identificar al perpetrador.
Por el otro, que la violencia letal del Estado sirva para la represión masiva de protestas sociales, escenario altamente probable dada la conflictividad latente en el país.
En ambos escenarios, la democracia ecuatoriana podría clausurarse. Por eso urge preguntarnos:
III. ¿Quién vigila a los vigilantes?
Esta pregunta interroga por la existencia de un efectivo control civil sobre la fuerza pública. Se trata de constatar si un régimen democrático cuenta con mecanismos de supervisión y rendición de cuentas de la Policía y las fuerzas armadas.
Un reciente estudio realizado por Amnistía Internacional (2021) y el Centro de Derechos Humanos de la Universidad de Essex (Reino Unido), provee algunas pautas para implementar sistemas de supervisión y rendición de cuentas de la policía en América Latina. La razón es sencilla: en esta región se han identificado serios problemas de violencia ilegítima ejercida por la policía y los militares, corrupción y patrones de impunidad.
Estos mecanismos son arreglos institucionales por medio de los cuales se busca que policías y militares expliquen, justifiquen y se hagan responsables por su conducta, a nivel individual e institucional.
Pueden ser de dos tipos: internos o externos. Los mecanismos internos funcionan al interior de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas y se enfocan en sancionar la indisciplina de sus funcionarios a nivel individual.
Pero cuando existen patrones de conducta institucionalizados, como la participación en redes de captación ilícita de dinero o en redes de narcotráfico, son ineficaces y es imprescindible contar con mecanismos externos.
Para dotarse de un sistema efectivo de supervisión y rendición de cuentas de la Policía y las Fuerzas Armadas se requiere un conjunto de mecanismos funcionando al mismo tiempo. Pero Ecuador carece de eso.
cuando existen patrones de conducta institucionalizados, como la participación en redes de captación ilícita de dinero o en redes de narcotráfico, es imprescindible contar con mecanismos externos de vigilancia.
Las Fuerzas Armadas son las responsables por el control fronterizo de armas, y también del control en el territorio nacional. Foto publicada en El Universo
Más allá de los mecanismos internos que existen en ambas instituciones, el país no tiene mecanismos externos expeditos para esta labor. Por eso nadie da ni exige explicaciones sobre el tráfico de armas que permea por las fronteras, a pesar de que las Fuerzas Armadas están a cargo del control de armas desde el 2011.
Los principales mecanismos externos de supervisión y rendición de cuentas hacia el Estado son los Ministerios del Interior y de Defensa. Lo lógico en un orden democrático sería que esas Carteras de
Estado estén en manos de civiles, para evitar “conflictos de interés”, “espíritu de cuerpo” o “pactos de silencio”. Pero en Ecuador, están en manos de policías y militares.
Entre los mecanismos independientes la Defensoría de Pueblo desempeña un rol clave en esta materia. Cumpliendo con este deber, el Defensor del Pueblo, Freddy Carrión, conformó una «Comisión Especial para la Verdad y la Justicia» encargada de investigar las posibles violaciones de Derechos Humanos (DD.HH.) ocurridas en las protestas de octubre de 2019. El informe se hizo público el 17 de marzo de 2021 y causó escozor en el gobierno de Lenin Moreno, ya que lo incriminaba como responsable de graves violaciones de DD.HH.
El 20 de octubre de 2021, la Corte Nacional de Justicia sentenció a Carrión a tres años de cárcel, por el delito de abuso sexual. Un mes antes había sido censurado y destituido por la Asamblea Nacional. Así se abrió una ventana de oportunidad para que el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social designe a César Córdova Valverde como Defensor del Pueblo encargado. Un abogado que no es especialista en DD.HH. sino en asuntos aduaneros. En la práctica se neutralizó la gestión de la Defensoría del Pueblo en la supervisión y rendición de cuentas a las fuerzas de seguridad del Estado.
Si los mecanismos internos de supervisión son insuficientes y los principales mecanismos externos hacia el Estado están neutralizados, no es casualidad que los actos de sabotaje, corrupción y delincuencia organizada proliferen entre las filas de uniformados. Por eso es necesario constituir mecanismos independientes y formar un sistema de supervisión efectivo sobre la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas.
IV. Recomendaciones: el poder civil sobre el poder militar y policial
Para implementar mecanismos externos eficientes, recomendamos:
1. Reemplazar a los ministros del Interior y Defensa por cuadros civiles competentes que exijan rendición de cuentas a sus subordinados. Mientras oficiales en servicio pasivo estén dirigiendo estos espacios es improbable que eso ocurra. Los ministros deben defender el interés público del Estado, no allanarse a las demandas institucionales de la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas.
2. Transparentar las resoluciones del Consejo de Seguridad Pública y del Estado (no sus actas, planes ni estrategias). Mientras la ciudadanía perciba incompetencia por parte del Estado en su conjunto, ninguna política de seguridad tendrá legitimidad.
3. Involucrar a la sociedad civil y la academia en la supervisión de la fuerza pública. En especial, para identificar patrones de conducta institucionalizados con efectos perniciosos, establecer responsabilidades de los mandos por la conducta de sus subordinados y constituir veedurías de los planes de seguridad.
Para todo esto hay que considerar la dimensión política del problema, que se traduce en una pregunta más profunda: ¿Cuál es el rol que la sociedad civil organizada le asigna a la Policía y las Fuerzas Armadas en un orden democrático? La respuesta no depende de lo que diga la Constitución de la República, sino del conjunto de mecanismos que efectivamente existan para supervisar y controlar la labor de ambas instituciones.
** Policy brief es un informe del Programa de Investigación Orden, conflicto y violencia. El informe ¿Quién vigila a los vigilantes? publicado en Plan V es de autoría del PhD Luis Córdova-Alarcón, profesor-investigador de la Facultad de Derecho de la Universidad Central del Ecuador. Sus colaboradores son: Melanie Taipe, Frank Quinatoa y Kelly Reinoso.
El profesor Luis Córdova-Alarcón también es columnista de este portal.
Publicado con la autorización del autor.
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