
Foto: Cortesía www.revistaarcadia.com - Samir Yordamovic/AFP
Familiares asisten el 10 de julio al vigesimoprimer aniversario de las víctimas de la masacre de Srebrenica, cuando los serbios asesinaron a unos 8.000 musulmanes durante la Guerra de Bosnia.
David Rieff nació en Boston en 1952.
David Rieff, norteamericano, educado en el Liceo Francés de Nueva York durante los famosos años sesenta del siglo xx y luego en una de las mejores universidades de Estados Unidos, ha dedicado su vida profesional al periodismo, la edición, el análisis y los ensayos sobre problemas cruciales del mundo contemporáneo: las olas migratorias, las guerras, el fracaso para prevenir genocidios o la crisis de los derechos humanos.
Quizás para ubicar quién es David Rieff sea más importante hablar de cómo, cumpliendo la labor de periodista, cubrió las tragedias de Bosnia, Kosovo y Ruanda. A partir de ellas, del sufrimiento y del horror que presenció, fue constituyendo una profunda aversión y un arraigado escepticismo frente a las políticas de la rememoración y al imperativo, hoy comúnmente aceptado, del deber de memoria de los Estados.
Ubiquemos su antipatía y la contundencia con la que critica la memoria histórica: tanto Bosnia como Ruanda son enormes tragedias humanas en las que la manipulación de los nacionalismos y las diferencias étnicas desemboca en masacres y genocidios a gran escala. Más que detener estas dinámicas, la memoria colectiva, manipulada por políticos y militares, sirvió para reavivar agravios históricos (ficticios o reales) y atizar venganzas y odios entre vecinos. De allí, de esa experiencia concreta, nace la necesidad de cuestionar, con agudeza, algunas normas que se han ido estableciendo como verdades inobjetables: la primera, “aquellos que no recuerdan el pasado, están condenados a repetirlo”. La segunda: todos tenemos, frente a las víctimas, el imperativo ético de recordar.
Sus cuestionamientos llegan a un país que en la última década ha visto florecer en muchos rincones iniciativas de memoria impulsadas de manera autónoma por las víctimas sobrevivientes. Mausoleos, jardines de la memoria, canciones, poesía, pinturas, obras de teatro, testimonios escritos, dibujos, llenan la geografía del país. Muchas de estas iniciativas no han sido impulsadas por políticos, ni surgen de militancias partidistas. Provienen de familiares, madres, vecinos, que buscan “rememorar dignamente a sus muertos”, encontrar de esta manera algún consuelo y hacer visible una guerra que para muchos ha pasado inadvertida.
Empecemos por delimitar de qué estamos hablando. ¿Podría usted compartir con nosotros qué entiende por memoria a secas y luego por memoria colectiva?
Quisiera aclarar que la memoria colectiva como tal no existe. Solo existe la memoria personal. La memoria colectiva es la historia que la gente se dice sobre ellos mismos, sobre sus familias o sobre sus países. Pero no hay tal cosa como un recordar colectivo, lo que sí hay es la invención de una historia, a veces buena, a veces mala. Algunas son positivas y otras, peligrosas. Por eso escribí mi libro Contra la memoria (2012). Tenía el propósito de aclarar que la memoria colectiva es una fantasía. Y no se puede cometer el error de confundirla con memoria literal o con la historia. La historia es crítica y la memoria colectiva ideológica.
En su ensayo va surgiendo la idea de que la memoria colectiva es el resultado de una gran manipulación de políticos interesados. Alimentada más de mitos que de hechos, la memoria colectiva aglutina a personas alrededor de ficciones sobre una identidad compartida victimizada que en la mayoría de los casos reclama venganza. ¿Cree usted que esa es la única ruta, el único cauce, que puede tomar la memoria colectiva? ¿No existen otras trayectorias posibles y desenlaces distintos?
Nunca dije que esa es la única ruta. En esta época, por ejemplo, mucha gente utiliza la memoria colectiva para hablar de las víctimas. Ese es el enfoque. Pero hace cien años era principalmente usada por los Estados para glorificarse. La memoria colectiva tiene muchas identidades, y no creo que siempre sea negativa. A lo que me opongo es a su sacralización. La mayoría de las personas aceptan la conjunción de Santayana, cuando dice que “aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”, pero no veo la evidencia. No creo que pensar en Auschwitz nos salvó de Ruanda, y tampoco creo que pensar sobre Ruanda nos ayudó a prevenir Siria. El punto de mi libro es que a veces es mejor olvidar.
En un momento de su ensayo usted afirma que el problema de la memoria colectiva no son sus usos y abusos sino su “estructura profunda”. ¿A qué se refiere por estructura profunda?
Me refiero a que la búsqueda de la memoria colectiva es una forma de mitologización. Y me parece que en ella “hay demasiada poesía y no suficiente prosa”, como decía un gobernador americano durante su campaña electoral. La memoria colectiva es un fenómeno que se crea, que construye solidaridad con el tiempo, y que inherentemente no tiene ningún sesgo. Todo depende del uso que se le dé. Vale la pena recordar que los dos regímenes del siglo XX que más la utilizaron fueron, y por un amplio trecho, la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin. Quien diga que la memoria colectiva siempre es buena no dice la verdad.
En Colombia, algunos pueblos indígenas trabajan arduamente por mantener sus tradiciones, sus conocimientos y sus rituales, y promueven procesos pedagógicos intergeneracionales para mantener viva su memoria colectiva. Abogan por un “buen vivir juntos”. No obstante este explícito compromiso con un “buen vivir juntos”, ¿cree que estos esfuerzos estén condenados, por la estructura profunda que usted asocia con la memoria, a culminar en unas narrativas que los representan como grandes víctimas que exigen una reparación justiciera?
No conozco suficiente sobre el caso para dar una opinión. Quiero aclarar que soy reticente a la hora de hablar sobre Colombia, no soy un experto y nunca me he presentado como un gran conocedor del país. Sin embargo, examinando su pregunta, puedo decir que esos pueblos indígenas no están manteniendo viva su memoria colectiva, sino un mito. La memoria colectiva no se trata del presente, sino de cómo el presente usa el pasado. Y puede resultar en un uso bueno o en un uso malo. Los indígenas pueden decir que están promoviendo una versión de su propio pasado, y que su supervivencia y su felicidad dependen de ello, pero no están hablando de memoria. Además, no hay por qué caer en la trampa del ‘buen salvaje’. Si uno mira el pasado de la gente urbana, se encuentra con un terreno turbio. Walter Benjamin decía que no existe un documento de la civilización que al mismo tiempo no sea un documento de la barbarie. Estoy de acuerdo. ¿Por qué el pasado de los indígenas no puede ser igual de complejo al de la gente de las ciudades?
En su libro usted afirma que solo existe la memoria personal. La memoria colectiva es artificialmente producida por gestores interesados que muy a menudo la llevan por los senderos de la venganza y la guerra. Por eso, usted arguye que quizás sea más importante para conseguir la paz promover el olvido. Da muchos ejemplos sobre las manipulaciones de la memoria pero pocos sobre países que no han hecho memoria. El único ejemplo que usted menciona es España, que considera exitoso en su transición de dictadura a democracia porque estuvo acompañado por un pacto de olvido. Sin embargo, hace poco vi dos documentales de Joshua Oppenheimer sobre las matanzas ocurridas en Indonesia en 1965 y 1966 de personas acusadas de comunistas. The Act of Killing and The Look of Silence son desgarradores retratos de lo que también puede ocurrir en una sociedad cuando se pasa la página sin hacer un alto ni preguntarse por las responsabilidades, los engranajes y las condiciones que permiten la ocurrencia de persecuciones sistemáticas y masacres en serie. Los perpetradores, personas comunes y corrientes, no se sonrojan de sus actos, sino que, por el contrario, se vanaglorian. Las organizaciones paramilitares que agenciaron las persecuciones siguen en pie con enorme poder de convocatoria y respaldo político. La falta de debate público sobre lo ocurrido permite a los perpetradores construir una narrativa alucinante que navega entre la estética kitsch de las películas western y los filmes de horror, y una realidad testimonial. Por eso, el pacto de olvido instaurado en Indonesia no parece haber conducido a una paz democrática.
¿Estaría usted dispuesto a considerar que en ciertas circunstancias los pactos de olvido tampoco permiten una convivencia democrática?
Regreso a lo que dije al comienzo. Nunca he considerado que olvidar sea la única opción. Pero sí creo que es una opción. Soy un gran admirador de la obra de Oppenheimer, he visto sus películas, y no creo que el principal problema con la democracia sea que no haya suficiente memoria. Eso nos mete en otro debate: ¿cómo sabemos cuáles son las memorias correctas? ¿Quién tiene la autoridad para decidir cuáles son las mejores? No creo que el problema en Indonesia sea el fracaso de reconocer lo que ocurrió en el 65. Es, en mi opinión, que la democracia, nuestra democracia con representantes elegidos, no es genuina. No creo que si los indonesios recordaran el 65 serían más democráticos. Me parece que pensar eso es algo alquímico, incluso utópico, mesiánico, como si Jesús arribara con la memoria: no veo las bases empíricas para creer en eso. Sería genial que hubiera un debate en Indonesia, que hablaran sobre las condiciones, que llegaran a un proceso de paz. Pero por eso mismo no se puede comparar a España con Indonesia. En España hubo un pacto, que algunas personas de la izquierda ya no quieren. Asociaciones de la memoria están contra él. Pero hubo un pacto. En Indonesia no. Los perpetradores ganaron.
Usted señala en su libro cómo en las circunstancias actuales de guerras internas en las que no hay claramente vencedores y vencidos, el campo de la memoria histórica suele ser apropiado por los antiguos enemigos, luego de pactada la paz, para divulgar sus narrativas heroicas de la guerra. En estas construcciones, los adversarios no suelen asumir responsabilidades propias sino que endilgan el horror a sus antiguos enemigos, que justamente continúan siendo enemigos en ese campo simbólico de la memoria. Así, el campo de la memoria se transforma en una guerra por otros medios.
En Colombia, el país vive una época de negociaciones que al parecer culminará en acuerdo. Estas negociaciones ocurren enmarcadas por la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras que tiene, en el campo simbólico de la memoria, una prohibición explícita para el Estado de no promover una verdad oficial y por el contrario garantizar la pluralidad de las memorias. Por otro lado, además de las memorias de los actores en conflicto y sus aliados, el campo de la memoria está irrigado de iniciativas sociales de las víctimas. Los distintos sectores de víctimas en Colombia son enormemente heterogéneos y en algunos casos están muy organizados.
¿Cree usted que tanto la prohibición normativa de la ley como la heterogeneidad de las organizaciones de víctimas puedan proteger el campo de la memoria de los usos y manipulaciones de quienes buscan oficializar su memoria como verdad verdadera del conflicto armado?
Creo que la gente se va a tener que acostumbrar a estar en desacuerdo durante un largo tiempo. En Irlanda del Norte, por ejemplo, muy poca gente está de acuerdo con lo que pasó. Pero ellos decidieron seguir adelante. Cuando la gente habla en términos simbólicos me vuelvo escéptico, pues no creo que una reforma agraria dependa de lo simbólico. Depende de la voluntad del gobierno. Depende de si es políticamente posible lograr la reforma. Tampoco entiendo cómo puede ayudar el terreno de la memoria. Estos son temas políticos que se solucionan con compromisos. ¿Por qué tiene que ser la memoria un asunto central? Me parece que en Colombia hay casi una súplica de que así sea. Es importante averiguar lo que pasó, claro, pero eso es otra actividad, para las familias que quieren saber qué les pasó a sus amados. Puede ser muy útil, pero de eso a hablar que una sociedad va a llegar al consenso… Eso solo ocurre cuando un lado es completamente victorioso, como cuando los aliados derrotaron a Hitler. Pudieron imponer su versión del pasado. Pero ese no es lo que está pasando en Colombia. Las Farc no fueron derrotadas. Quizás estaban debilitadas, pero todavía están los paramilitares, los guerrilleros que no se van a desmovilizar, un océano entero de combatientes que hay que integrar a la vida civil. Si la gente no decide mirar hacia adelante, si continúan peleando sobre el pasado, un futuro en paz es menos probable, no más.
*Esta entrevista fue publicada originalmente en: www.revistaarcadia.com
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