

Fotos: Luis Argüello. PlanV
Christian Albán
Quito, 1956
Se define como un librero, un hombre que vive de los libros, con los libros y para los libros. Nació y se crió en el corazón del Centro Histórico de Quito, en el barrio Bahía de Caráquez. Vivió el retorno a la democracia desde la militancia de la izquierda radical y su pertenencia a AVC; pero más pudo su vocación por la cultura y las letras. Poeta, escritor y lector. Su casa ahora es una librería, luego de más de 25 años entregados a atender a los clientes de Librimundi, en su local de la casa del barrio La Mariscal. Cree, sobre todo, en el poder de la cultura y el arte para hacer un ser humano integral. Él, que se inició en la rigidez ideológica, cree que una educación a través de la lectura espontánea permite el pluralismo y la construcción de humanidad.
Christian Albán tuvo varias vidas. En la más pública y conocida, era el vendedor que en los pasillos de la antigua casa de Librimundi, en Quito, donde acompañó a sus clientes selectos por más de 20 años. Un hombre que escrutaba los gustos de las personas que se acercaban a las estanterías con intereses diversos, a buscar literatura y demás artes y ciencias en esta tradicional librería de la capital.
Pero también tuvo otras vidas. De una de ellas salió precisamente por amor a los libros. Una vida en la que, de haber persistido, estaría muerto. Pero lo salvaron el lenguaje escrito, las palabras
Eso no lo sabía aún —muy pocos lo saben con propiedad a esa edad— cuando inició la secundaria en el colegio Mejía a los 11 años. En la segunda mitad de los años 60. La lucha estudiantil en su momento más intenso. Le impresionó, a sus 11 años, que un dirigente hable con una boina. Era el Che Víctor, Víctor Hugo Ribadeneira. El Mejía era una escuela de reclutar muchachos para la lucha. Cosa fácil en el caso de Christian, un chico criado en el corazón del centro histórico, en el barrio Bahía de Caráquez, entre el Hospital San Lázaro, la cárcel municipal, las lavanderías del Yavirac, el sindicato de los capariches… entre la 24 de mayo y el cementerio de San Diego. Ese barrio bohemio, de cantinas, de prostitución. Él vivía ahí con su abuela.
La política para este hijo de un barrio pobre era ferviente y apasionante. Para él era, además, un misterio. No sabía quién era quién, pero sí que en esa época todos querían ser como el Che Guevara. También él y sus amigos. En una toma del colegio, conoció a Luis Vaca Jácome, que luego sería dirigente de Alfaro Vive Carajo y cuñado de su líder, Arturo Jarrín.
“No sé cómo estará la educación en las actuales generaciones. Creo que hay grandes vacíos porque han pasado tijera a la educación moral. Ya no dan cívica y desconocen el país”
Quedó deslumbrado por la política y la rebeldía, y su devoción a la militancia agarró velocidad. Pero poco a poco esta práxis dio paso a otra pasión: la poesía. En el camino conoció a Héctor Cisneros, un poeta callejero que se le apareció al pie de la Catedral, recitando versos sobre la guerra de Vietnam. El mensaje lo traspasó, mucho más que los discursos políticos. Su primer libro fue una antología de Vladímir Mayakovsky. Gracias a la invitación de Diego Caicedo entraría a la Pedrada Zurda, así como entró al primer año de Derecho de la Universidad Central. La Pedrada era un colectivo poético, de jóvenes universitarios y militantes de izquierda radical, que transformaban su lucha social en versos, duros como piedras. Así vivió el inicio de la democracia, a fines de los años 70. Sus profesores fueron, por poco tiempo, Rodrigo Borja y Alfredo Pareja Diezcanseco.
Vivió en esos años con la doctrina dentro. Vivían la utopía de la democracia proletaria, de la vanguardia obrera. Creían que las elecciones eran una farsa, y que el camino sería la insurrección, apoyados por las masas. Tenía un educador político que armó una célula en el barrio Bahía de Caráquez. Este era Santiago Cifuentes, hijo del fotógrafo Diego Cifuentes. Recuerda en ese tiempo las intensas lecturas a las que su grupo se dedicaba. Su madre tenía una fonda en el barrio, con comida de casa para los clientes. Ahí entraba todo el mundo, la gente pobre, los migrantes, los cargadores de los mercados, estudiantes universitarios. Christian cree que entonces era feliz. Entre los estudios, la poesía, la militancia, no abandonaba la cultura física, junto a gente del barrio y amigos nadaban en las piscinas del Yavirac.
En esa vida frecuentó amigos de Guayaquil. Los había conocido en el congreso del Partido Socialista Revolucionario (PSR), donde militó un tiempo. Ellos llegaban a su casa, hospedados y alimentados por su madre. Recuerda a Jorge Lima Trujillo, Patricio Baquerizo… El PSR hablaba de construir un proyecto armado. Luego, se desencantaron de la falta de respuesta del partido, y se integraron al naciente AVC. También lo hizo Christian.
Eso duró hasta el llamado Operativo de los Alfileres: el robo de las espadas de los generales liberales Eloy Alfaro y Pedro Montero del Museo Municipal de Guayaquil, el 11 de agosto de 1983. Ahí Christian participó. Arturo Jarrín salió ya con las espadas y él quedó al final, esperando la llegada de una camioneta para iniciar la huida, que nunca llegó. En su desesperación, se metió al colegio Ana Paredes de Alfaro, con un revólver 38, con dos paquetes de balas. Se cambió de ropa y tomó un taxi y se fue a Los Ceibos, a la casa de una tía. Ahí simuló que recién llegaba de viaje, pero su tía le dijo que todos en la familia sabían que él estaba en la “banda de los Alfaro”.
“El momento de la democracia que más me conmovió fue la muerte de Jaime Roldós. También los levantamientos indígenas, que conmueven al Ecuador”
Christian Albán rodeado de libros, pinturas, esculturas… El arte ha marcado su vida,
y como él cuenta, evitó su muerte.
Después de esa peligrosa operación reconoció que no tenía valor para seguir adelante. Cuando resolvió salir de AVC y lo comunicó a los mandos, el jefe del grupo armado, Arturo Jarrín, y Fausto Basantes, se reunieron con él en la piscina del Yavirac. Les confesó que era un revolucionario de palabras y quería ser un escritor, que su pasión era la literatura. Pero Christian “sabía demasiado” del grupo y sus integrantes, y le dijeron que su pasaporte estaba listo para ir a un entrenamiento en Trípoli, en la Libia de Gadafi. “Lo pensé ochenta mil veces”, pero al final decidió vivir para los libros. Empezó su nueva vida en la biblioteca del Partido Socialista. La organizó, porque tenía ejemplares históricos, literatura política de todos los países. Y ahí cristalizó su pasión por las estanterías. Lo hizo en la época de la bohemia quiteña, de las galerías, de los pintores, de los poetas de la calle, Cisneros, Bruno Pino… Se hizo amigo del grupo de Los Mosqueteros: Nelson Román, José Unda, Ramiro Jácome y Washington Iza. Que, aunque ya separados en esa época, eran parte de la vida cultural de la ciudad. Jácome, recuerda, era un gran lector y un gran ilustrador; dibujaba La Liebre Ilustrada, un suplemento cultural del diario HOY.
En 1992, un año después de muerto Enrique Gross, fundador de la emblemática librería, entró a trabajar a Librimundi, por invitación de su amigo Caicedo. Se sostuvo ahí 26 años. Entre sus estanterías se desconectó de la política activa y se sumergió en ese mundo de los libros. Para él fue un aterrizaje en el paraíso: le faltaba tiempo para aprender, para leer, para compartir. En la noche regresaba a la casa a leer, quería aprender a su manera, por sí mismo. Se cuestionaba siempre qué es el verbo leer. Porque en un momento de la vida en el colegio o en la universidad le enseñan a uno a leer, reflexionaba, pero debe llegar un momento en que la lectura debe empatar con la vida, para comprender su propia realidad, su vida. Ahí estaba el secreto de leer. Más que de los libros que había escrito, Jorge Luis Borges se enorgullecía de los libros que había leído. Por eso dice, al recordar cómo pasó de una militancia en un grupo armado al mundo de los libros que: “la democracia me ha servido, porque me ha dejado con vida. Y me ha permitido hacer lo que sigo haciendo. Estar cerca de mi ferviente pasión, leer lo que me gusta y apasiona.
¿Qué sacó de todo ello en estos años? Que hay que ser profundamente pluralista y profundamente humano. Y que la cultura es parte y complemento del ser humano, porque si no es un ser inconcluso, “y el grupo de inocentes, de los que nunca han leído un libro, se han perdido un mundo”. La buena lectura le llega a uno a la médula, mejora la conciencia y también la cultura nacional. Entre las estanterías ha vivido. Luego del cierre de Librimundi para pasar a otros dueños, fue liquidado luego de dos décadas y media. Obtuvo una liquidación en metálico, pero sobre todo en libros. Cientos de libros, con los cuales montó una librería en su casa. Para vivir entre sus estanterías, por siempre.
Con el apoyo de la Fundación Esquel. Visite el portal: 40 años de democracia: una tarea inconclusa
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