

Esteban Michelena, en su domicilio. A la derecha, la portada de su última novela El pasado no perdona. Fotos: Rubén Darío Buitrón.
A veces uno tiene miedo a escribir porque va a escribir sobre un escritor que escribe. Y mucho más si se trata de un escritor que es un brother, un pana, un hermano, un colega, un auténtico amador de la palabra, alguien que escribe como habla y habla como vive. Porque eso no lo hace cualquiera.
Pero venzo mi miedo y ahora escribo sobre Esteban Michelena. Cuando repaso sus textos —sus crónicas, sus novelas— es él. Como estarlo oyendo. Nada impostado. Nada prefabricado. Espontáneo como aquellos jóvenes que, sin permiso, en la plaza se lanzaban a la arena aunque su destino fuera ser arrollado por el toro.
Esteban se hace querer mucho de quienes, como yo, se enganchan con sus altares y sus monumentos a la vida. Pero también, como todos, hay gente que no capta su esencia y no lo toma en serio. Gajes del oficio de existir. Qué se puede hacer.
Encontrarme con él a las tres de la tarde de un día cualquiera es encontrarme con el abrazo de verdad, el gesto amable, la broma que hace explotar la risa, la palmada sobre mi espalda. De una, como dice él, entramos a un condominio en el sector junto al parque de La Carolina, que él adora. Ahí hace las terapias de su espalda lesionada.
Saluda con el guardia ubicado en el counter del lobby y le dice, con tono musical, “qué más, viejo Mike”. Después sabré que le dice Mike porque, de alguna manera, le recuerda a uno de sus ídolos, el gran boxeador Mike Tyson. Este otro “Mike” es un corpulento venezolano de un metro con noventa. Un migrante. Un migrante al que hay que querer.
Querer, dice. Porque resulta que Esteban Michelena, siendo quiteño, también es un migrante. Ha tenido que caminar largo y profundo hacia su otra tierra, Esmeraldas, dejarse ennegrecer la sangre con la identidad afro, reinventarse como una persona que mira y siente y ama y piensa con el corazón abierto a las múltiples vidas y colores y sentidos que han ido acumulando sus pasos sobre el desconocido cuerpo del país.
En su pequeño departamento vive solo, o no tan solo, porque luego iremos recorriendo su alma encendida y entusiasta rodeada por los objetos que le devuelven sus memorias, sus recuerdos, sus referentes. Son ellos quienes lo acompañan.
Coleccionista de autos clásicos a escala, Michelena guarda en su casa muchos recuerdos.
Pero Esteban no es todo lo que parece: él no es sólo salsa, son, timbales, marimba o rumba. No es sólo alegría extrovertida.
A él, como a mí, le duele tanto el país. Le duele este país al que él desea que el diablo lo abandone, que el diablo lo olvide. “Los malos nos siguen sometiendo, hermano”.
Le duele que su gente —la humilde, la sencilla, la cabizbaja, la pobre, la abandonada a su suerte, el pelotero, la puta, el bohemio, el poeta, el que se faja la vida cada mañana o cada noche— sea víctima de los políticos demagogos, del poder engañabobos, de las promesas incumplidas por un Estado centralista, de las mafias del narcotráfico.
Eso es lo que él llama realismo trágico, aplicado a su literatura, pero, sobre todo, a la realidad del país: “Somos asaltados por nuestros propios custodios y vendidos por nuestros taitas: de esas no te levantas”.
Sirve la primera copa de vino y reflexiona mirando el licor que vierte sobre los recipientes: “Me fascina la raza afro, esos cuerpos armónicos y estéticos. Vienen del infierno y, desde la cancha, nos llevan al cielo”.
Así piensa el autor de una trilogía de novelas que hablan de aquel mundo que llena de un negro brillante e intenso todos los amores: Atacames Tonic, No more tears y, la que acaba de presentar, con enorme éxito, El pasado no perdona, publicada por editorial Paradiso.
Chocamos las copas de un vino macerado, escondido por ahí en espera de este diálogo. Escuchamos su música. Hablamos de la existencia del uno y la existencia del otro. De las historias. De la novela. De la crónica. De sus ídolos. De sus aficiones. De sus rabias.
La escritura, dice, es un fuego interno que te canta al oído. Y tú tienes que morir en el intento de sacarla, de convertirla en vida, en respiración, en latidos, en pasiones.
Yo pienso lo mismo. Pero se me cruza una duda: ¿me hace falta esa disciplina y esa convicción que encuentro en Esteban?
Ha ganado muchos premios en su especialidad periodística, la crónica, que no aprendió en la universidad sino en los libros de García Márquez, Gay Talese, Truman Capote, Tom Wolfe. O en sus primeros toques de intención estética cuando el escritor Pablo Cuvi, su mentor y primer maestro, su Menotti de la escritura, le abrió los brazos y le dejó pasar al mundo de la palabra rigurosa. Fue en la revista Impulso 2000 y luego en la Diners.
Así empezó a brotar lo que llevaba adentro. Las historias de la gente común: un boxeador en desgracia vendiendo chucherías en la calle, un anciano zapatero en su taller desvencijado, una alegre vendedora de jugos en el mercado Iñaquito.
En los tiempos dorados de El Comercio, cuando el concurso nacional Jorge Mantilla Ortega era el mayor galardón para el periodismo ecuatoriano, Esteban ganó tres veces consecutivas el primer premio de crónica. Y hubiera podido ganar un cuarto o un quinto, quién sabe, pero alguien de ahí le cambió las reglas y ya no pudo participar. “Siempre con historias de mis negros”, estalla en otra carcajada.
Esteban Michelena ha sido periodista, consultor de comunicación, escritor y sobre todo contador de historias.
De amor de pareja habla con cierto dolor y resignación. Como un terremoto inevitable. Está divorciado desde hace 15 años y ahora que “ha llegado el sexto piso” (60 años) sus afectos se vuelcan sobre sus tres hijos. Y, claro, por sus nietas, a quienes apoda las “chanchorris”.
Pone el Doo bop, de Miles Davis en el estéreo, en medio de esta suave y lenta tarde de vinos y palabras. Habla de su primera noción de país, el barrio. El de Miraflores. Y de su universidad querida, la Central, donde estudió comunicación social, aunque a él las aulas le quedaron debiendo porque fue poco lo que los maestros le enseñaron sobre el periodismo de verdad.
Esteban es una vorágine de hechos y de consecuencias. Recuerda a Barry Gifford, un gringo de la generación beat que hizo cine negro. “Un animal, él me desató el vuelo literario. Y el mambo de Atacames me reventó el coco con la gente nocturna”.
Es así este hombre que tengo al frente, sentado en un taburete de la salita donde abundan los símbolos personales: colecciones de autos a escala, entre ellos el Cadillac de Cara cortada y el de Meteoro. “De niño quería ser camionero”, se ríe.
Explora en los rincones de sus años y sale a la luz su relación con el músico esmeraldeño Segundillo Quintero y el conjunto de Los Chigualeros, a los que Esteban ayudó a viajar por el país y por el mundo para estremecer los auditorios internacionales con la riqueza del folclor y el son afroesmeraldeño.
Impecables, los DVDs de sus películas favoritas como El Padrino, Cara cortada, Los Puentes de Madison; los retratos de Marlon Brando, Robert de Niro, Joaquín Sabina, Héctor Lavoe, Paco de Lucía, Luis Eduardo Aute, Piero; los afiches de sus novelas; una pizarra de tiza líquida donde organiza su día; la compu donde escribe de sus locuras y de sus iluminaciones.
Orgulloso, muestra las tarjetas de presentación de Willy Colón con la letra manuscrita de este genio de la salsa, el autógrafo donde El Malo lo abraza como compatriota en la patria del arte; los libros que adora (Nicolás Guillén, Julio Cortázar, Alejo Carpentier, Nelson Estupiñán Bass), los CDs entrañables (Miles Davis, Fania All Stars, Chigualeros, Elvis, la Sonora Matancera, Daniel Santos…).
El vinito argentino, como él lo llama, sigue iluminando la conversación y trepando por la escalera de recuerdos.
Explora en los rincones de sus años y sale a la luz su relación con el músico esmeraldeño Segundillo Quintero y el conjunto de Los Chigualeros, a los que Esteban ayudó a viajar por el país y por el mundo para estremecer los auditorios internacionales con la riqueza del folclor y el son afroesmeraldeño.
De esa exploración interna fluyen los ídolos, los íconos, los momentos, lo que se hizo, lo que no se debió hacer, lo que ya está hecho.
“Con Jorge Yunda, el exalcalde del que fui asesor de comunicación, hubo una mutua simpatía, nuestra pasión por El Nacional, el jolgorio del graderío. Una relación cordial, cálida, pero no de panas. El man es auténtico con sus papas con cuero, con su música popular, en su relación, tan fuerte, con su gente de a pata; pero creo que la Alcaldía, en una ciudad abandonada por décadas, le tomó desprevenido. Ahí el poder y, propio de esos entornos, no faltó el panita al que le nombraron asesor y dejó de saludar”.
Ahora escuchamos a Celia Cruz y me muestra una foto besándole la mano. Estoy seguro de que, más tarde, con más vinito de por medio, se dejará flotar por la perfección de Aute, el duende de Paco de Lucía, el poder de Willie Colón, las tragedias bailables de Juan Gabriel. Caminamos por su pisito, una suerte de museo personal.
“Aquí está la camiseta del capitán del Boca Jr. argentino, Román Riquelme. Un maestro para inventar jugadas impredecibles. Es como la vida, ¿ves? Alguien tiene que poner la pausa en medio del vértigo. Él era la estética del fútbol cuando pensaba, creaba y hacía mover a su equipo. Tengo la de Carlitos Tévez, también del Boca, un chico de Fuerte Apache que llegó alto por su perseverancia y su ñeque, aunque se metía en problemas. La de Bam Bam (Iván) Hurtado, capitán de la Tri, mi amigo querido, tan lúcido para cortar y armar de una, un estratega en el campo de juego”.
“Yo soy de esa onda, hermano. De la onda de los cholos, los pasposos, los negros, los plazuelas, los habitantes de la calle. Mira este santuario de firmas y de cosas que me han regalado ellos. Sólo porque les he escuchado. Sólo porque he compartido con ellos sus carencias, sus sueños, sus danzas, sus cantos, sus rebeldías”.
“Por ahí, broder, surge mi admiración por la gente excluida que salió adelante. Con la fundación que hizo el Bam Bam vimos historias tristes, aterradoras. Trabajar con la pobreza es súper heavy, loco. Esos son los personajes de mis novelas. Los excluidos, los sin futuro, los diamantes en bruto que a veces se pierden y se ahogan en un mar de miseria”.
“Yo soy de esa onda, hermano. De la onda de los cholos, los pasposos, los negros, los plazuelas, los habitantes de la calle. Mira este santuario de firmas y de cosas que me han regalado ellos. Sólo porque les he escuchado. Sólo porque he compartido con ellos sus carencias, sus sueños, sus danzas, sus cantos, sus rebeldías”.
Cuatro horas después de permanecer en su cuartel de invierno y convivir con sus asombros, tomamos la tercera y última de vino y nos despedimos.
En el abrazo final me cuenta que tiene graves problemas con los ojos y que en unos días se hará otra cirugía. Las cataratas. Qué cosa. Un escritor con problemas de visión. La vida es rara.
Ahora está preocupado por fallar a la cita de la noche. Se me ocurre, de nuevo, que será con un personaje (o una persona) que luego protagonizará una de sus historias. Lo abrazo de nuevo, nos despedimos y me acompaña hasta la puerta del edificio. Ahí está de nuevo “el viejo Mike”, con quien vuelve al saludo efusivo.
Mientras abordo el taxi que me llevará a casa tengo una certeza: Esteban Michelena, él mismo, es el personaje central de una novela que alguien, en este momento y sin miedo, ha empezado a escribir.
[RELA CIONA DAS]




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