

Íñigo Salvador, jurista y escritor. Fue procurador general del Estado entre el 2018 y el 2022, y conversa en el despacho de su domicilio con Rubén Darío Buitrón. Fotos: Cortesía
Cerca del mediodía, un colibrí intenta golpear con su largo pico una ventana del estudio. Se mantiene en el aire durante una o dos horas como coprotagonista del paisaje de montañas y bosques que se ve desde el penthouse de dos pisos de un edificio de apartamentos sobre la avenida Occidental, en las faldas de un volcán que atraviesa la vida del escritor: el Pichincha.
Portada de la novela de Íñigo Salvador, escritor y abogado. El texto ganó el premio literario Joaquín Gallegos Lara del 2022, que entrega el Municipio de Quito, DM.
Es una señal de que la vida de Íñigo Salvador Crespo (Quito, 23 de octubre de 1960) está colmada de leyendas, mitos, héroes, batallas, memorias, combates, cuentos, relatos, banderas, luchas, epopeyas, mapas, retratos familiares antiguos y contemporáneos, entre ellos los de su memorable padre, el historiador, poeta y diplomático Jorge Salvador Lara, y su recordada madre, la escritora y académica Teresa Crespo Toral, descendiente de una familia cuencana vinculada a la política y a las letras.
En el estudio donde lee, investiga, toma notas, se documenta y escribe, el autor de la obra literaria más vendida el año pasado, 1822, la novela de la Independencia, aparecida justamente cuando se celebraron 200 años de aquella gesta, Salvador está rodeado de centenares de discos CD y vinilos de música clásica recopilados durante más de 40 años, una colección de réplicas de aves —sobre todo búhos—, libros antiguos, espadas, estandartes, puñales, lupas, estatuas (era imposible que no tuviera una del mariscal Antonio José de Sucre, hecha en yeso o escayola, de unos 30 centímetros de altura).
Está claro que no es una coincidencia que, justo este héroe venezolano de la independencia de nuestros países, sea el protagonista de su reciente y exitosa novela.
Cuando mira su colección de música clásica dice que, quizás, sus compositores preferidos son Bach y Brahms, aunque afirma que, para él, no existe un escritor favorito ni músico favorito.
Salvador creció en un ambiente intelectual donde los libros eran el centro de la vida familiar: “Nuestra casa en el barrio La Concepción tenía dos pisos, pero, en realidad, no era una casa común, era una biblioteca con camas”.
Pero no todo es clásico en ese entorno. Están el auto de Meteoro (una miniatura exacta al de los dibujos animados) y el Batimóvil (el de la serie de televisión sobre Batman y Robin, en tiempos de la pantalla en blanco y negro). Y, claro, un computador Mac de última generación que reposa sobre un escritorio de madera moderno, casi minimalista, de diseño contemporáneo.
De aquella época recuerda sus series favoritas de TV: El Zorro, El Gran Chaparral, El Llanero Solitario, cuando era un niño estudiante del colegio católico Borja 2 (de los hermanos maristas).
Así creció, en un ambiente intelectual donde los libros eran el centro de la vida familiar: “Nuestra casa en el barrio La Concepción tenía dos pisos, pero, en realidad, no era una casa común, era una biblioteca con camas”. Había libros por todas partes, cuenta, y su padre se daba modos para ubicarlos en todos los lugares, cerrar accesos entre un ambiente y otro, inventarse libreros en los lugares más insólitos de la estancia.
Por eso, Salvador recuerda que el primer consejo que su madre le dio a quien sería su esposa, Jimena Rodríguez, bióloga de 60 años, con quien tiene tres hijos (Jimena, Jorge y Juan Diego, quienes le han dado ya tres nietos), fue que no permitiera que la casa donde vivirían se llenara de textos y publicaciones y documentos.
De alguna forma ha sido así, aunque él no puede evitar la sed que tiene por los libros, al punto que algunos los compra de forma clandestina.
Cuando vuelve al pasado, rememora, con absoluta claridad, el primer libro que su padre le regaló: la biografía del libertador Simón Bolívar.
Lo tiene como una joya. Con dedicatoria de su padre, así como otro que le regaló su abuelo materno, Emiliano J. Crespo, también con dedicatoria para su nietecito, como lo llamaba.
Delgado, de 1.83 de estatura, vestido de manera informal (una camisa negra, un pantalón tipo jean del mismo color, zapatos de calle), Íñigo Salvador camina sobre una alfombra gruesa cuyos colores combinan con una pared pintada de rojo.
En su despacho, el escritor conserva una serie de pinturas y obras vinculadas a la memoria de sus antepasados de la época de la Independencia e inicios de la República.
La vida de Íñigo Salvador también ha sido vertiginosa y cambiante. Sorpresiva, si se quiere. Como diplomático ha representado al Ecuador en las Naciones Unidas, sede de Ginebra, Suiza, donde vivió ocho años. Y la existencia le ha llevado también a vivir en Inglaterra, Italia, entre otros países europeos.
La alfombra está rodeada por un sofá cubierto de cuero, dos sillones y dos mesas de madera (una de ellas que sirve como un pequeño bar).
Su horario preferencial para escribir es durante la noche, cuando llegan los silencios de afuera y de adentro y todo el entorno entra en estado de reposo. Pero aún no encuentra un método para la creación literaria: no es fácil disciplinarse al máximo y dedicar horas de horas a tejer la trama de sus historias.
Quizás por eso fue que se demoró unos nueve años en terminar 1822, la novela de la Independencia, porque además de la profunda y minuciosa investigación que demandó la obra, estaba también la responsabilidad de su trabajo, en especial los últimos cuatro años en los que estuvo al frente de la Procuraduría General del Estado (PGE), la entidad que defiende los intereses de la nación y que exige atención prioritaria, concentración, decisiones difíciles y complejas.
Ahora que ha dejado la PGE y que se apresta a ocupar el cargo de juez del Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina, se encuentra frente al desafío de continuar y terminar su nueva novela sobre un personaje que ya le es familiar, Nuño Olmos, una suerte de detective de la época colonial que ya fue protagonista de su primera novela Miércoles Santo.
Ríe con cierta picardía cuando recuerda cómo llegó a ser abogado luego de sus estudios en la Universidad Católica de Quito.
Además de tocar el violín a nivel de principiante, le gustaba mucho dibujar y pintar acuarelas, una destreza y afición que hasta ahora practica en sus ratos de reflexión o de divertimento, y, por eso, cuando se graduó de bachiller en la Academia Militar Ecuador, decidió que seguiría Arquitectura, pero la amenaza de que podría ser acuartelado hizo que eligiera Derecho, la carrera donde ya estaban abiertas las matrículas.
La vida de Íñigo Salvador también ha sido vertiginosa y cambiante. Sorpresiva, si se quiere. Como diplomático ha representado al Ecuador en las Naciones Unidas, sede de Ginebra, Suiza, donde vivió ocho años. Y la existencia le ha llevado también a vivir en Inglaterra, Italia, entre otros países europeos. Gracias a estas experiencias, habla y escribe en inglés y maneja con solvencia el francés y el italiano.
Las lenguas tienen mucho que ver con la cultura, piensa en voz alta: “Cada idioma es un universo y te permite salir del entorno parroquiano”.
Afuera del estudio, como persistiendo en su esfuerzo por entrar, un picaflor da vueltas y vueltas en el aire mientras al fondo, a lo lejos, conmueve la altivez del volcán Antisana, compañero del escritor a las seis de la la mañana.
Está convencido de que lo mejor que puede pasarle a una persona es ser generalista, es decir, “aprendiz de muchos oficios y maestro de ninguno” (jack of all trades, master of none).
Y ahora que ha dejado la PGE reflexiona que la política, al menos la que se hace en el Ecuador, no es edificante. Intenta ser una buena persona, vuelca su amor en sus tres nietos, lee mucho, aunque desordenadamente, y concibe la vida como un regalo generoso y versátil.
Afuera del estudio, como persistiendo en su esfuerzo por entrar, el picaflor da vueltas y vueltas en el aire mientras al fondo, a lo lejos, conmueve la altivez del volcán Antisana, compañero del escritor cuando se levanta todas las mañanas a las seis y contempla el paisaje como escenario de fondo de su cotidianidad.
Acá, adentro, en la intimidad de su ambiente personal donde piensa, dialoga consigo mismo, intenta avanzar con decisión y velocidad en la escritura de su nueva novela, Íñigo Salvador se muestra como un ser humano apacible, pausado, amable, amistoso, abierto a compartir sus secretos.
Antes de terminar nuestra conversación, entre los tesoros culturales y artísticos que habitan este espacio, el escritor y abogado se dirige a una esquina del estudio y muestra una antigua espada. La desenvaina, piensa un momento mientras mira el objeto y repite una máxima ética de los antiguos combatientes: “No la saques sin motivo ni la guardes sin honor”. Una frase que, como una metáfora, es aplicable a cualquier situación de la vida.
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