
PhD en Historia por Oxford, rector de la Universidad Andina Simón Bolívar, político socialista.

Foto: El Universo
Hugo Quintana, presidente de la Corte Suprema de Justicia del 2004, cuando es expulsado del edificio sede.
Por muchos años, el mecanismo de elección de la Corte Suprema de Justicia fue objeto de graves reparos, puesto que se hacía por “cuotas políticas” de las fuerzas que lograban mayoría parlamentaria. La designación de sus magistrados la hacía el Congreso a período fijo y estaba sujeta a la negociación, en la cual no siempre pesaban los méritos de los candidatos más que la lealtad que podían garantizar a quienes manejaban el poder político.
Desde el retorno al régimen constitucional, en 1979, esta “politización” de la Corte Suprema y de la Función Judicial fue evidente. Gracias a una creciente cuota parlamentaria, el Partido Social Cristiano, manejado por su líder absoluto Ing. León Febres Cordero, lograron una alta cuota en la integración de la Corte. Especialmente buscaron copar las dos salas penales del organismo, lo cual les permitía controlar las causas que se seguían contra sus adversarios políticos. Esta realidad era pública y notoria en la última década del siglo XX.
Es justo reconocer que, aún con este “vicio de origen”, las sucesivas legislaturas nombraron como magistrados de la Corte a destacados juristas que ejercieron su función con solvencia, autonomía y decoro. También se debe recordar que en muchos casos, algunas de las fuerzas políticas que los patrocinaron no interfirieron en su ejercicio. Pero el “manejo” de la justicia por el Partido Social Cristiano, y más concretamente por Febres Cordero, se agudizó. Los magistrados que le debían su nombramiento, e incluso algunos que no le debían, aún cuando fueran profesionales solventes y reconocidos, estaban dispuestos a cumplir con sus consignas el momento en que se debía tomar tal o cual decisión.
El “manejo” de la justicia por el Partido Social Cristiano, y más concretamente por León Febres Cordero, se agudizó. Los magistrados que le debían su nombramiento, e incluso algunos que no le debían, estaban dispuestos a cumplir con sus consignas.
Esta situación tuvo repercusiones en la opinión pública y se planteó en varias ocasiones una reforma judicial a fondo que incluyera una nueva forma de designación de la Corte Suprema. Inclusive este asunto fue objeto de una “consulta popular”. En el Congreso de 1997 cursó un proyecto de reforma constitucional que tenía, entre otros, el objetivo de garantizar la “independencia” de la Corte Suprema. Para ello se adoptó un mecanismo que eliminaría en el futuro la elección de los magistrados por el Congreso, estableciendo un sistema de “cooptación”, es decir, de eliminación del período fijo y elección por el propio organismo cuando se produjera una vacante.
Parecía que se había logrado una solución, pero el Congreso resolvió elegir “por esa sola vez” a los treinta y un magistrados que integrarían la Corte que luego se renovaría por cooptación. Una vez más operarían las cuotas políticas y con ello, la mayoría obtenida en esa legislatura se perpetuaría, ya que los magistrados resultaban inamovibles. Para enfrentar esta realidad, el Congreso estableció un riguroso mecanismo de selección a base del funcionamiento de una comisión especial calificadora, que examinó los méritos de los candidatos y presentó un informe con un listado de personas idóneas para ser designadas. De esta forma se consiguió limitar las presiones políticas y se logró una nómina de profesionales solventes para integrar la Corte. Se reconoció entonces que en esa lista estaban personas que se contaban entre los juristas más calificados del país.
Cuando la elección se produjo en el Congreso, una veintena de los presentados por la comisión que estaba a cargo de la calificación fueron designados. Sin embargo, para completar el número de 31, se eligió también a un grupo de personas impuestas a última hora por las negociaciones políticas, que en su mayoría respondían a los propuestos por la bancada socialcristiana. En la nueva Corte Suprema quedó designado un significativo grupo de magistrados de alta calidad profesional, que cumplieron sus funciones con solvencia. Pero desde el principio, sin embargo, se patentizó una división entre el sector que podríamos denominar independiente, y el que respondía a la influencia de Febres Cordero. Sus fuerzas estaban equilibradas y eso se patentizó en sus elecciones internas y en varias decisiones.
La Constitución de 1998
Al cabo de una aguda crisis política en medio de la cual fue destituido el presidente Abdalá Bucaram, se hizo cargo del poder el presidente interino Fabián Alarcón quien, por mandato de una consulta popular, convocó a una nueva Asamblea Constituyente, que funcionó entre diciembre de 1997 y junio de 1998. En ese organismo obtuvo mayoría una alianza de derecha integrada por el Partido Socialcristiano, la Democracia Popular y el Frente Radical Alfarista. Se convocó y funcionó en el marco del régimen de derecho, pero, una vez instalada, se autodefinió como “constituyente” con todos los poderes, aunque no los ejerció, limitándose a redactar la Constitución. En realidad, no expidió una nueva Constitución, sino una reforma integral y codificada a la de 1978, que entró en vigencia el 10 de agosto de 1998. Estuvo abierta a la presencia de delegaciones de sectores organizados del país, que presentaron demandas, sobre todo en lo relativo a los derechos. Sin embargo, aunque muchas de esas demandas fueron atendidas en la parte dogmática, en la parte orgánica primaron las posturas de la derecha, que tuvo mayoría en el organismo.
Con mayoría de derecha, la Asamblea Constituyente de 1998 redactó un texto bastante organizado y claro. Pero con un retroceso en cuestiones fundamentales.
Con mayoría de derecha, la Asamblea redactó un texto bastante organizado y claro. Pero con un retroceso en cuestiones fundamentales. Cambió lo dispuesto en la Constitución de 1978, implantando una relación estado-economía de corte privatizador y limitó la representación política. Eliminó disposiciones que establecían el control del Estado sobre los principales recursos naturales y servicios. De otro lado, reconoció la diversidad del país, los derechos indígenas y negros, de las mujeres, niños y otros sectores sociales; amplió la ciudadanía a todos los ecuatorianos; reformó el Congreso, la aprobación del presupuesto del estado, educación y seguridad social. Pero algunos temas quedaron pendientes. La cuestión del régimen seccional y las autonomías quedó irresoluta. La Asamblea no resolvió la reforma de los tribunales (Supremo Electoral y Constitucional) que no pudieron ser transformados en cortes de Derecho. Los partidos de la mayoría no tuvieron voluntad política de hacerlo, ya que perderían el control sobre esos organismos.
En lo que se refiere a la Función Judicial, no se hicieron cambios significativos. Se mantuvo la forma de integración de la Corte establecida en la reciente reforma constitucional, con la cooptación decidida en cada caso con al menos los dos tercios de los votos como sistema de remplazo, dejando a la Ley los procedimientos concretos. En realidad, ni se presentó en la Asamblea un mecanismo mejor de integración, ni en ella hubo la mayoría necesaria para intentar aprobar un sistema alternativo. En una disposición transitoria de la Constitución se determinó cuándo serían nominados los altos funcionarios que debían ser electos por el Congreso, pero no se hizo referencia a los magistrados de la Corte Suprema, quienes, de acuerdo con lo dispuesto por la propia Constitución mantendrían su designación vitalicia, con sus remplazos sujetos a cooptación. Como representante que fui a la Asamblea, puedo afirmar que lo que quedó escrito en el texto constitucional correspondió a la voluntad ampliamente mayoritaria de los legisladores de entonces.
Crisis e inestabilidad
La Constitución de 1998 fue constantemente violada y no se emitió la legislación complementaria dispuesta. Su vigencia naufragó con la aguda crisis desatada a finales de siglo. Cuando en 1979 había comenzado la etapa de vigencia constitucional, el auge económico de esa década había pasado. Los recursos petroleros y el endeudamiento no detuvieron la recesión que se desató a inicio de los ochenta, y se mantuvo y agravó hasta el nuevo siglo. En un marco de globalización, los ochenta fueron para América Latina años de caída de precios de sus productos de exportación, alta inflación, e incremento del desempleo, baja de inversiones y elevación de la deuda externa. Los gobiernos, influenciados por el neoliberalismo, aplicaron medidas de ajuste económico, con grandes costos sociales. Ecuador no fue una excepción.
A fines de los noventa se canalizaba alrededor del 40% del presupuesto para el pago de deuda pública. Se liberó las importaciones y se dio grandes ventajas cambiarias a los exportadores. Adicionalmente se impuso una creciente tendencia a desregular la economía, dejando cada vez más áreas en manos del capital privado. Dentro del marco de las políticas del FMI se ensayaron varias modalidades de ajuste. Sus efectos en la economía popular fueron graves. El efecto más duradero de la crisis y las políticas de ajuste fue el descenso de los niveles de vida. Los precios se elevaron en proporciones inéditas, mientras el nivel de las remuneraciones se mantuvo muy debajo de esas cifras. La inflación y la baja de ingresos reales lanzaron a mayor número de ecuatorianos a la miseria y el desempleo. Pese a los sacrificios realizados, la crisis no pudo ser doblegada. Pero mientras el descenso del nivel de vida afectó a la mayoría, se consolidaron grupos monopólicos poderosos, articulados en la banca y el comercio. Todos estos fueron antecedentes del estallido de la crisis más grande del país en más de un siglo.
Mientras el descenso del nivel de vida afectó a la mayoría, se consolidaron grupos monopólicos poderosos, articulados en la banca y el comercio. Todos estos fueron antecedentes del estallido de la crisis más grande del país en más de un siglo.
En las elecciones que siguieron a la aprobación de la Constitución, triunfó Jamil Mahuad, candidato del partido Democracia Popular. Desde el inicio de su mandato en 1988, Mahuad tomó nuevas medidas de ajuste y corte privatizador. Se agudizó la crisis económica. El gobierno dejó crecer los conflictos y sacrificó a la mayoría nacional para proteger los intereses de los banqueros que financiaron su campaña. Decretó un feriado bancario y una congelación de depósitos, afectando a cientos de miles de personas. Frente al descontrol económico y una inflación que llegó a más de 20.000 sucres por dólar, para evitar su caída, por presión de poderosos intereses decretó la “dolarización” de la economía nacional, sin estudios técnicos, ni preparación. Se levantó una vigorosa reacción. El presidente intentó la dictadura, pero los mandos militares también tenían planes dictatoriales. Con el apoyo de una movilización indígena y oficiales medios, depusieron a Mahuad el 21 de enero del 2000. Se proclamó una “junta” y luego un triunvirato, que duró unas horas. Luego se posesionó del mando el Vicepresidente Gustavo Noboa Bejarano.
Noboa propuso una política de apaciguamiento. Mantuvo la dolarización, se esforzó por bajar la inflación y realizó varias reformas presupuestarias y fiscales. En las presidenciales del 2002 ganó el coronel Lucio Gutiérrez, líder del golpe de enero del 2000, con apoyo de su propio partido (PSP), y dos fuerzas de izquierda, el Movimiento Pachacutik y el Movimiento Popular Democrático.
Desde su inicio, el gobierno dio un giro y se identificó con las políticas norteamericanas de Bush y apoyó al “Plan Colombia” del gobierno del vecino país. En pocos meses se alió al Partido Social Cristiano. El MPD y Pachacutik salieron del gobierno. En una favorable coyuntura económica por la elevación de los ingresos públicos, Gutiérrez aplicó políticas clientelares y promovió la división popular e indígena. A fines de 2004 su gobierno volvió a cambiar de rumbo. Aliado al PRE y al PRIAN de su adversario Álvaro Noboa, enfrentó a Febres Cordero y el PSC, cuyo predominio en el Congreso, Corte Suprema y otros organismos fue desmantelado mediante decisiones de una mayoría parlamentaria forjada para apoyar al gobierno y promover el retorno del líder del PRE, Abdalá Bucaram, quien había sido enjuiciado por actos de corrupción y estaba autoexilado en Panamá.
El impasse en la Corte Suprema
Los inestabilidad política y la crisis afectaron a todo el sistema. Y, desde luego, como nunca antes en la historia del país, a la Corte Suprema de Justicia, que se vio envuelta en varios de los más agudos conflictos de poder de esos años. Como ya lo mencioné, el Partido Social Cristiano, y especialmente Febres Cordero, su líder, mantuvieron fuerte influencia en la Corte, como en otros organismos del Estado. Esa influencia o intromisión se dio, sobre todo, cuando se debían tomar decisiones judiciales que tenían conexión con la política. La más controvertidas fueron las referidas a los procesos entablados contra los adversarios políticos de Febres Cordero, especialmente Abdalá Bucaram.
En estas circunstancias, el mecanismo de cooptación de nuevos magistrados de la Corte Suprema no pudo funcionar. Dada la composición del organismo, no era posible llegar a la mayoría de dos tercios para las nuevas designaciones. Especialmente los reemplazos en las salas penales se empantanaron. Cuando a inicios del año 2005 se debían llenar tres vacantes, dos de ellas en las salas penales, la situación interna de la Corte se agudizó.
Para entonces ya el gobierno de Lucio Gutiérrez había forjado una nueva mayoría en el Congreso orquestada por el PRE y comenzó a hablarse de la reorganización de la Corte Suprema. Ante esta eventualidad, en los medios de comunicación y en los círculos políticos, se trató de lograr que se superara el impasse interno de la Corte con la designación de las personas que ocuparían las vacantes. Como diputado, participé en conversaciones que apuntaban a ese objetivo. Pero me consta que, pese a que hubo un gran esfuerzo de parte de los magistrados de la Corte para llegar a acuerdos, la postura inflexible de Febres Cordero que exigía se coopte a dos personas de su agrado para las salas penales, impidió que se superara la situación.
Los conflictos políticos se agudizaron cuando el Congreso resolvió reorganizar el Tribunal Constitucional. A este respecto, aunque algunas personas han equiparado esa decisión a la ulterior destitución de la Corte Suprema, se debe anotar una sustancial diferencia. El Tribunal era, según la Constitución, un organismo cuyos miembros debían ser nombrados por el Congreso, que también tenía la atribución de removerlos con un procedimiento reglado. La designación que, tiempo atrás, el mismo Congreso había hecho de los miembros del Tribunal Constitucional adoleció de serias fallas. Por ello, tenía sustento legal que el organismo nominador hubiera procedido a designar nuevamente, esta vez con el procedimiento correcto, a sus integrantes.
La destitución de la Corte
El 8 de diciembre del 2004, el Congreso Nacional emitió una resolución en la que cesaba a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia y nombraba nuevos miembros de ese organismo. El diputado Luis Villacís, del MPD, presentó la moción, con la lista de las personas que serían designadas para la nueva Corte. Se dio un largo y violento debate, en el se impugnó desde la legalidad de la convocatoria a la sesión y se debatió la capacidad legal que el Congreso para proceder a la destitución. Pero, al fin, la moción fue aprobada. Para el momento de la votación, hay que anotarlo, la lista de candidatos a la nueva Corte no era la misma. Habían cambiado algunos nombres.
Quienes estuvieron a favor de la resolución argumentaron que el Congreso tenía atribución para designar magistrados de la Corte Suprema, en virtud de la disposición transitoria vigésima quinta de la Constitución vigente, y que se debía combatir la “politización” de ese alto organismo. Quienes nos opusimos a semejante medida sostuvimos que el Congreso no tenía atribución constitucional para injerir en otra función del Estado, menos para destituir y nombrar a los miembros de la Corte. La disposición transitoria vigésima quinta no aplicaba, ni siquiera mencionaba, a los magistrados de la Corte. La resolución violaba groseramente varias normas constitucionales, principalmente los artículos 119, 199 y 202 de la Carta Fundamental.
Además, hay que considerar que si se trataba de superar la “politización” de la Corte, se había elegido la forma más inadecuada para hacerlo, puesto que la lista de nuevos magistrados se había hecho sobre la base de cuotas políticas de los partidos y personas que conformaban la mayoría, sin que en este caso ni siquiera mediara, como se había logrado en la designación anterior, que hubiera un examen público de los candidatos y un procedimiento de estudio de sus calificaciones como profesionales del Derecho. No hubo intención de superar la ingerencia política en la Corte Suprema, sino el objetivo de remplazar la de Febres Cordero por la de otros sectores políticos.
Durante los diálogos parlamentarios de esa noche, se ofrecía puestos en la Corte a cambio de votos. Esto me consta. Y también me consta que se hablaba del compromiso de la nueva Corte de desmantelar los juicos entablados contra Abdalá Bucaram para permitir su retorno al país y a la vida política, cosa que, en efecto sucedió. La prueba de mi afirmación fue la acción de la nueva Corte apenas se instaló.
Durante los diálogos parlamentarios de esa noche, se ofrecía puestos en la Corte a cambio de votos. Esto me consta.
Para lograr los votos necesarios para la resolución del 8 de diciembre, la administración del coronel Gutiérrez contribuyó con todos sus legisladores del PSP y con aquellos “independientes” que había logrado atraer a su ámbito mediante los diversos recursos que los gobiernos tienen. El PRE, por su parte, contó con todos sus legisladores, inclusive el diputado Marco Proaño Maya, que en un principio había estado indeciso. Por su parte, el PRIAN, en cuyas filas militaba el presidente del Congreso Omar Quintana, también integró la mayoría y tomó todas las medidas que permitieron que la resolución se aprobara.
Es importante tener claro que la decisión se tomó con una mayoría absoluta de los diputados que, de acuerdo a las normas parlamentarias, podían mantener el quórum para deliberar y votar sin necesidad de la presencia de quienes nos opusimos a la destitución de la Corte Suprema. Varios legisladores, entre ellos los tres socialistas (Segundo Serrano, Guadalupe Larrriva y Enrique Ayala Mora) nos mantuvimos en la cámara combatiendo la resolución para que quedara constancia de que desde el primer momento la violación constitucional y el atropello fueron denunciados y resistidos. Las actas de la sesión fundamentarán esta afirmación.
Caída y reemplazo de la "Pichicorte"
Pese a que desde el primer momento hubo resistencia por la cesación de la Corte y la designación de la nueva, los magistrados destituidos tuvieron que abandonar sus funciones y se instalaron los nuevos integrantes. El Dr. Ramón Rodríguez Noboa, que fue nombrado Presidente, tuvo la candidez de declarar en una entrevista ante un canal nacional de televisión que había aceptado la designación ante la gentil propuesta del presidente Gutiérrez. Ante semejante prueba pública de la participación del gobierno, tuvo que renunciar y se hizo cargo el subrogante, Dr. Gustavo Castro Dager, personaje muy cercano a Abdalá Bucaram, quien logró en poco tiempo ser sobreseído de los cargos que existían en su contra, y regresar al país en medio de un espectacular acto mediático. El sobrenombre del Dr. Castro provocó que, rápidamente, el organismo que presidía pasara a ser popularmente denominado “Pichicorte”.
Las acciones de la nueva Corte, que provocaron constantes actos de protesta, dejaron patente la intencionalidad de su elección y agudizaron el deterioro del gobierno ante la opinión pública, que rechazaba el retorno de Bucaram. Se comenzó a hablar de un posible remplazo de la “Pichicorte”, también por resolución del Congreso. La mayoría de la prensa y los partidos que habían dominado la acción parlamentaria por años, como el PSC y la ID, plantearon que “por esta vez” esa designación se hiciera mediante cuotas políticas de las fuerzas que votarían en el Congreso.
Ante ello, las bancadas del Partido Socialista y la Democracia Popular planteamos que la designación se hiciera por concurso público. Nos negamos a aceptar que, aunque fuera “por esa sola vez” se utilizara el mecanismo viciado. El concurso era el procedimiento que mayor garantía daba para evitar el manipuleo de la Corte por los políticos. Como esto no convenía a Febres Cordero y los socialcristianos, que intentaban volver a “secuestrar” a la Corte, nos sometieron a una feroz campaña de presiones y desinformación, de la cual fuimos objeto principalmente el diputado Ramiro Rivera de la DP y yo. Y hasta lograron que en ciertos círculos se pensara que estábamos defendiendo la continuidad de la “Pichicorte”.
Este debate se daba en medio de una aceleración del deterioro del gobierno de Gutiérrez llegó a tener consecuencias violentas. Se dieron varios atentados contra opositores al régimen. El 5 de marzo de 2005, en una avenida de los alrededores de Quito, sufrí un ataque en que desconocidos dispararon cuatro balas sobre el vehículo en que me movilizaba y lograron que tuviera un accidente de tránsito, lo cual me llevó al hospital y a una complicada recuperación. Eso, desde luego, no me hizo cambiar de opinión y me mantuve en la tesis de la elección previo concurso.
Llegó un momento en que, bajo presión popular, la Corte Suprema espúrea tuvo que renunciar. La Función Judicial quedó descabezada por largo tiempo. Al inicio del 2005 Gutiérrez enfrentó creciente oposición. Un alzamiento masivo de Quito empujó a las Fuerzas Armadas a desconocer al gobierno y al Congreso a destituir al Presidente, remplazado el 20 de abril por el Vicepresidente Alfredo Palacio.
Se discutió entonces en el Congreso la Ley con que se reinstaló la Corte Suprema. Para entonces, felizmente, ya la tesis de su designación por concurso se había impuesto. Los beneficiarios del método de cuotas ya no pudieron sostenerlo y quienes habíamos impulsado la nueva alternativa pudimos constatar que funcionó el procedimiento propuesto. Al cabo de un largo proceso de selección, una nueva Corte Suprema de Justicia fue designada y entró en funciones.
Conclusiones
Luego de este breve testimonio de lo que me consta sucedió en el país, y más particularmente en el Congreso Nacional y la Corte Suprema de Justicia, caben unas breves conclusiones, que me permito formular:
1. En las últimas décadas del siglo XX se agudizó en el país lo que dio en llamarse “politización” de la Función Judicial, especialmente de la Corte Suprema de Justicia, elegida por “cuotas” de fuerzas políticas en el Congreso. El Partido Social Cristiano y su líder León Febres Cordero lograron así significativa influencia en el organismo y sus decisiones.
2. Esta situación no cambió sustancialmente con la reforma constitucional que estableció la elección de los magistrados por cooptación. La injerencia política se mantuvo. La directa intervención de Febres Cordero, quien quería consolidar su manejo sobre decisiones penales, impidió la aplicación efectiva del procedimiento. Quedó pendiente una radical reforma judicial.
3. Esa reforma era, y sigue siendo, necesaria, pero no podía producirse con resoluciones inconstitucionales, reeditando el mecanismo de reparto de “cuotas” y atropellando groseramente a la Corte Suprema. Por ello, la decisión del Congreso Nacional del 8 de diciembre del 2004, palmariamente inconstitucional e ilegal, fue motivada por intereses políticos. No podía fundamentarse ni en la disposición constitucional invocada, ni en la necesidad de eliminar la manipulación política, porque se adoptó con esa misma intención. La resolución se aprobó con el fin de “tomarse” la Corte mediante un nuevo reparto de “cuotas”, y entregarla al control de gobierno de entonces y de Abdalá Bucaram.
4. El Congreso Nacional no era el organismo nominador de la Corte Suprema, ni tenía atribución alguna para destituirla o reorganizarla, menos en una sesión ilegal, en que se tomó una resolución claramente inconstitucional, mediante procedimientos arbitrarios. El tener mayoría no da el derecho de violar las normas, menos la fundamental del Estado.
5. El hecho que se produjo es tanto más grave, cuanto que los magistrados destituidos con un procedimiento sumario y legalmente inexistente, no tuvieron opción de defenderse de las acusaciones que les hicieron quienes resolvieron su arbitrario remplazo.
6. La decisión del Congreso que destituyó a la Corte Suprema de Justicia y nombró una nueva, debe contarse como una de las agresiones más graves que han sufrido el sistema jurídico y la democracia en el país. No porque estuviera antecedido de una suerte de “secuestro” de ese alto organismo por oscuros intereses políticos caudillistas, el acto fue menos grave. En realidad, solo profundizó la situación anterior y llevó al país a la inédita realidad de vivir sin Corte Suprema por alrededor de un año, con la consiguiente paralización de la administración de justicia y el perjuicio de gran cantidad de ciudadanos.
Quito, miércoles 30 de enero de 2013
[RELA CIONA DAS]




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