
Catorce heridos causó el bombazo en Santiago de Chile. El estruendo destapó una situación compleja para la sociedad chilena, que el Gobierno de Michelle Bachelet debe resolver.
A muchos tomó por sorpresa y aún les cuesta creerlo. Que una bomba haya explotado en Santiago de Chile, en uno de los lugares emblemáticos de la ciudad –en la entrada de la estación de metro Escuela Militar- y que el atentado haya sido el más nocivo en términos humanos y materiales desde la vuelta a la democracia, pareciera una noticia sacada de un contexto distinto, de un ambiente mucho más hostil en donde estos eventos son más probables y ocurrentes. Empero, Chile y su capital han sido objeto de varios cambios de sensación térmica, siempre al alza, a contramano de la percepción del vecindario sudamericano que hasta mediados de la década pasada veía al país como una suerte de isla de estabilidad en medio de un contexto regional bastante más voluble.
Una historia larga
La temperatura social ha ido cambiando en la medida en que la tranquilidad superficial escondía fenómenos que se han ido larvando en democracia y que están emergiendo y convergiendo con mayor fuerza y virulencia. Las dos décadas de gobierno de la coalición de centroizquierda –la Concertación- entre 1990 y 2010, implicó una suerte de proceso de democratización con pinzas que si bien avanzó en la reconstrucción del andamiaje institucional y funcional de un Estado reducido a su mínima expresión durante la dictadura, lo hizo bajo las reglas impuestas por la constitución pinochetista de 1980. Ello implicaba un cerrojo político casi inamovible que permitía la sobrerrepresentación de la derecha en el Legislativo, impidiendo modificaciones de fondo en las reglas de juego.
El lastre del intento por cambiar las reglas dio paso a jugar enteramente con ellas, legitimando un proceso de privatización de la educación, la salud, la vialidad, los recursos hídricos y un largo etcétera.
El lastre del intento por cambiar las reglas dio paso a jugar enteramente con ellas, legitimando un proceso de privatización de la educación, la salud, la vialidad, los recursos hídricos y un largo etcétera, enmarcado en el impedimento a cualquier cambio tributario de un sistema impositivo que privilegiaba a las empresas y permitía la fácil elusión de los más pudientes.
Si bien hubo en la Concertación debates internos entre quienes defendían las mejoras implementadas dentro del marco constitucional heredado, y aquellos que querían cambios acordes con una sociedad más democrática y autodeterminada -que bogaban por una postura más confrontacional con el establishment- la coalición finalmente terminó llevando al límite de sus posibilidades a un modelo en donde la gestión privada fue la panacea y, en muchos sentido, la razón de ser.
Así, se concesionaron las carreteras al punto de cobrarse un peaje en las vías de acceso a Santiago; la educación –incluyendo la pública- se convirtió en un negocio rentable a pesar de que la misma ley pinochetista impedía el lucro; los gobiernos concertacionistas promovieron un sistema de créditos universitarios que exacerbó tanto las ganancias de las universidades privadas –sin una mejora cualitativa acorde- como el endeudamiento de familias que tenían que destinar a los gastos en educación entre el 40% y 60% de sus ingresos; el sistema de pensiones se convirtió en un oligopolio muy rentable para los dueños de las Administradoras de Fondos Previsionales pero mediocre para los primeros jubilados; el control privado del acceso a las fuentes de agua junto con la necesidad de electricidad de la alta minería y la industria incentivaron la construcción indiscriminada de plantas termo e hidroeléctricas en medio de ecosistemas muy sensibles y muchas veces afectando las condiciones de vidas de las comunidades aledañas.
Y así, las gracias del modelo coparon todos los espacios, que en un mercado pequeño implicó la predominancia de monopolios u oligopolios, incluso en la provisión de servicios y bienes públicos, con no pocos casos de colusión, abuso o estafa que empezaron a acumularse en la paciencia ciudadana.
Claroscuros
La gestión del modelo ha tenido sus premios desde lo macro. Los indicadores económicos, de acceso a servicios públicos, de educación, de reducción de la pobreza, etc. mejoraron progresivamente y a todo nivel. El Chile del PIB per cápita de 2014 está más cercano a Portugal y a España, países que han visto empeorar dramáticamente sus condiciones de entorno durante la reciente crisis. No obstante aquello, Chile sigue estando lejos de los países europeos y de la OECD (de la que forma parte desde 2010) que sufrieron el embate de la última recesión. A pesar de las mejoras físicas, el problema es uno de gestión de las brechas y de inclusión.
En la medida en que el modelo se reforzó, a su vez se generó una sociedad dual cada vez más polarizada, en donde los indicadores de desigualdad son de los más altos de América Latina, la mitad de los hogares percibe un ingreso de menos de 800 dólares mensuales y es considerada de clase media, y en la que las expectativas de una mejora cualitativa de las condiciones de vida fueron contenidas gracias a la promesa de un futuro mejor cuya progresividad se alcanzaría en algún momento no definido.
Caja de Pandora
Hasta el 2006 se gestaron varios malestares relativamente silentes. La sensación de despojo frente a un sistema súper utilitarista, la necesidad de expresar la(s) insatisfacción(es) y una visión crítica respecto de las falencias del sistema habían tomado forma pero les faltaba un catalizador. En ese año, la mala implementación del nuevo sistema de transporte de Santiago (Transantiago) abrió la caja de Pandora de todas las rabias contenidas.
Lo que ocurrió con el Transantiago fue sintomático del proceso de acumulación y explosión social. Vendida como la panacea que iba a mejorar el sistema de transporte público de la urbe, su implementación resultó un caos porque en la práctica se alargaron los periodos de transporte promedio con un costo mayor, tanto en las horas de espera como en los recursos públicos destinados al nuevo sistema. El descontento popular mayúsculo significó un traspié importante para el primer gobierno de Michelle Bachelet. Las expectativas se rompieron por la fuerza de la realidad, gatillando la necesidad de levantar la voz contra Transantiago.
La llegada al poder de la derecha con Sebastián Piñera fue el pretexto justo para que las demandas se empoderaran y se manifestaran como nunca se había visto en dos décadas de democracia. Su expresión más depurada fueron los movimientos estudiantiles del 2011.
Ese mismo año, los estudiantes secundarios empezaron a tomarse los colegios como señal de protesta ante la socavación de la educación pública y el absurdo incumplimiento de una ley que prohíbe el lucro en la educación. La denominada “revolución de los pingüinos” se convirtió en un llamado de atención que terminó con modificaciones a la ley de educación que, a la postre, no apuntaban a los cambios de fondo que eran el eje central de la protesta.
Desde entonces comenzó a formarse una separación entre la demanda ciudadana y el sistema de partidos. La derrota de la Concertación en las elecciones presidenciales de 2009 fue el primer aviso: la ciudadanía endilgaba a la coalición la corresponsabilidad en el manejo del modelo y manifestaba el cansancio frente a un bipartidismo que, en la práctica, había establecido más semejanzas que diferencias en la clase política.
El poder de “la calle”
La llegada al poder de la derecha con Sebastián Piñera fue el pretexto justo para que las demandas se empoderaran y se manifestaran como nunca se había visto en dos décadas de democracia. Su expresión más depurada fueron los movimientos estudiantiles del 2011, en que tanto estudiantes universitarios como secundarios lideraron unas protestas por reformas de fondo a la educación que tuvo el respaldo del 80% de la ciudadanía. A ello siguieron movilizaciones contra la instalación de centrales hidro y termoeléctricas, contra el cruel asesinato de un joven homosexual, contra varios abusos en diferentes ámbitos y sectores, incluyendo reivindicaciones regionales. En el gobierno de Piñera, el país se convirtió en un hervidero en donde “la calle” tomó una fuerza telúrica como no lo había hecho en las dos décadas anteriores.
Bajo la lógica de recoger ese malestar, los partidos que habían creado la Concertación, pero ahora junto al Partido Comunista y otros movimientos, formaron la Nueva Mayoría, coalición que llevó a Michelle Bachelet a una segunda presidencia con el mandato de implementar tres reformas mayores: asegurar la gratuidad del acceso a una educación de calidad y el reforzamiento del sistema público, una reforma tributaria que fiscalice la elusión y permita financiar de manera permanente la transformación del sistema educacional, y un cambio político que desatara las amarras heredadas de la constitución de 1980, permitiendo una representación más acorde con el voto ciudadano. Para dar cuenta de esta propuesta, Bachelet contaba con una mayoría sin precedentes en el Legislativo que le iba a permitir la casi segura aprobación de las reformas tributaria y educativa.
El problema del eje del segundo mandato de Bachelet sigue siendo el mismo: altas expectativas junto con lenta y complicada ejecución. La impronta refundacional que parecían traer las principales reformas, por una mezcla entre orden de magnitud, complejidad e intereses tocados, amén de un contexto económico en desaceleración, ha convertido a la promesa en un camino tortuoso que necesita ser más discutido y negociado. Esto último implica la participación de todos los actores involucrados, cada uno con una demanda e interés específico.
En un ámbito de activación de las voces ciudadanas, la implementación de las reformas pareciera convertirse en una torre de Babel, con cada actor hablando un lenguaje que tiende a volver imposible el diálogo. La oposición y los grupos que se verían afectados usan un discurso que quiere activar los miedos que generan las reformas propuestas, con el objeto de que al final nada cambie. Parte de la ciudadanía que se movilizó en 2011 y es cada vez más autónoma del sistema tradicional de partidos, habla desde la voz del escepticismo y una mirada crítica a lo que ha sido el modelo, incluyendo a sus administradores.
Lo curioso de la explosión en el centro comercial que rodea a la estación de metro Escuela Militar, es que viene precedida de constantes amenazas de bombas que durante 2014 han paralizado el servicio del transporte
La Concertación/Nueva Mayoría tratando de hilvanar un idioma de reformas e inclusión que, en la práctica, tiende a atomizarse al alero de una cantidad innumerable de demandas, que incluye las que se gestan en su propio seno y son tan diversas como diversos los puntos de vista de la decena de partidos y movimientos que forman la coalición gobernante. Como resultado de los desencuentros, no es extraño que Bachelet y su gobierno hayan perdido parte importante del respaldo popular con el que iniciaron su gestión hace seis meses.
Una bomba que finalmente explotó
Lo complejo y difícil de llegar a acuerdos subió la temperatura ambiente y ello derivó en ánimos menos pacientes, más polarizados y, en algunos casos, con mucho interés en que la densidad sistémica haga un cortocircuito imposible de solucionar. En la última década, por ejemplo, se han suscitado varios incidentes de bombas de estruendo vinculados con grupos anarquistas, que han sido identificados y, en algunos casos, desmantelados. Sin embargo, hasta ahora nada hacía presumir de una capacidad significativa para llevar a cabo un hecho que muchos han calificado como terrorista.
Lo curioso de la explosión en el centro comercial que rodea a la estación de metro Escuela Militar, es que viene precedida de constantes amenazas de bombas que durante 2014 han paralizado el servicio del transporte subterráneo, al punto de que los maquinistas de los trenes han solicitado licencias médicas por estrés.
La del lunes 8 de setiembre fue la única bomba que ha explotado en el sistema de Metro. Y ha sido a la vez la más nociva, por el trauma que generó. A pasos de la Escuela Militar, lugar en donde fueron formados los mandos que encabezaron la dictadura, la explosión gatilló su estela de estupor y dolor a pocos días de recordarse el golpe de 1973. Al saldo de 14 heridos se suma el nerviosismo y la perplejidad de una sociedad que está viviendo un periodo particularmente complejo, en donde muchas demandas y voces están enfrentándose al alero de sus visiones sobre el país y su futuro.
No son pocos los que perciben un ambiente que pareciera acercarse a la efervescencia y polarización que Chile vivió en los sesentas y comienzos de los setentas. La diferencia radica en los dolorosos aprendizajes que la sociedad ha tenido que transitar durante las últimas cuatro décadas. La democracia tutelada ha permitido muchos avances pero también ha larvado varios malestares que empiezan a manifestarse de múltiples maneras. La explosión de la semana pasada no hace más que encontrar una peligrosa caja de resonancia en un entorno cada vez más inestable y denso. De cómo puedan procesarse los diferentes intereses en aras de la construcción de una sociedad más democrática y justa, es la gran tarea que desactivará la bomba cada vez menos silente de los descontentos y los desencuentros.
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