A pesar de todas las transgresiones políticas y legales del correísmo, es poco probable que el país salga de su dinámica en el mediano plazo.
A fines de mayo del año en curso, debería culminar una de las etapas más complejas de la historia nacional. Una etapa en la que los actuales gobernantes lo han tenido todo como para, al menos, sentar las bases de un modelo de desarrollo compatible, de acuerdo con la Constitución aprobada en el año 2008, con la construcción de “una nueva forma de convivencia ciudadana, en diversidad y armonía con la naturaleza, para alcanzar el buen vivir, el sumak kawsay”. Lo han tenido todo, de manera legítima e ilegítima: una nueva Constitución, a la que, cuando la aprobaron, ensalzaron gozosos, haciendo suya la decisión de construir “una sociedad que respeta, en todas sus dimensiones, la dignidad de las personas y las colectividades”, así como “un país democrático, comprometido con la integración latinoamericana –sueño de Bolívar y Alfaro-, la paz y la solidaridad con todos los pueblos de la tierra”; cuantiosos recursos financieros, provenientes de una irrepetible bonanza petrolera y de abundantes recaudaciones de impuestos; un apoyo popular inédito; y, por supuesto, mucho tiempo.
En cada ocasión que han querido, han hecho abuso del poder político a ellos confiado, quebrantando las leyes y la Constitución, o imponiendo normas a su antojo.
Además, en cada ocasión que han querido, han hecho abuso del poder político a ellos confiado, quebrantando las leyes y la Constitución, o imponiendo normas a su antojo. Con justificación o no, han recurrido asiduamente a los estados de excepción e impúdicamente han constreñido el ejercicio de libertades y derechos. Adicionalmente, con el afán de enaltecer personajes y acciones, legales o no, han maltratado a la ciudadanía con una incesante, atosigante y falaz propaganda, valiéndose de todos los medios y procedimientos a su alcance. De esta manera, han pretendido posicionar la imagen de un gobierno sin igual.
Sin embargo, objetivamente, el balance final del Correísmo (nombre propio de la mal llamada “revolución ciudadana”), no se ajustará a esa imagen. Queda pendiente un análisis riguroso de lo positivo (que debería haber) y lo negativo de esta larga y costosa (en todos las dimensiones, no solo económica) experiencia. Por ahora, a manera de ilustración, baste con decir que la tan encomiada obra pública merece serios reparos, en relación con su utilidad (hay vías y aeropuertos con bajísima utilización, hospitales mal equipados y carentes de personal médico y paramédico, escuelas inadecuadas, etc.) y, sobre todo, con la pulcritud con la que debieron elaborarse y aplicarse los presupuestos. La corrupción, aupada por decisiones y gestiones casi siempre opacas, parece haber estado presente en todas las realizaciones, desde la más pequeña a la más grande. Probablemente los estruendosos casos de Petroecuador y Odebrecht tengan tras sí una repulsiva cola ¡Por algo hay tanto nerviosismo en el palacio de Carondelet!
Pasarán muchos años y aflicciones, antes de que se puedan remediar los daños y laceraciones causados al ejercicio de libertades y derechos, así como a la dignidad y estima de muchos ciudadanos, por obra y gracia de un primer mandatario (de ego fatuo), reacio a comportarse como tal; los resentimientos, sembrados desde arriba, que han dividido a los ecuatorianos; los deterioros de su institucionalidad democrática; las fisuras infligidas a la sociedad civil organizada; las deformaciones de la justicia (¡qué males se han hecho a personas y organizaciones, con la utilización de la justicia como instrumento de retaliación política!); las aberraciones en materia de política internacional, etc. etc. El legado del correísmo, construido durante la cínicamente llamada “década ganada”, estará indeleble e inevitablemente marcado por el repudio y la frustración.
El legado del correísmo, construido durante la cínicamente llamada “década ganada”, estará indeleble e inevitablemente marcado por el repudio y la frustración.
A estas alturas de la historia, una mirada a ese legado debería bastar para desechar toda posibilidad de que el correísmo se prolongue un día más allá del 24 de mayo. Lamentablemente, no será así. De ahí que, Correa y sus acólitos, aún pretendan dejar un sucesor que no solamente les cubra las espaldas sino que les permita ir por más. Pugnan por un candidato cuya supuesta bonhomía han convertido en su mejor carta de presentación, mientras ocultan rasgos y hechos que contradicen la buena imagen que tratan de vender. Un candidato que socarronamente procura no dar la cara abiertamente, que rehúye el darse a conocer, porque ello supondría ventilar sus complicidades con el régimen y sus debilidades como funcionario público y ciudadano. Chocan los manidos argumentos con los que se ha negado a debatir, los que dejan traslucir su temor a dilucidar los cuestionamientos que espera recibir. Entretanto ha demostrado que no puede y no podrá zafarse del yugo que le han impuesto.
Si la lógica funcionara el día de las elecciones, el correísmo debería sufrir su más grande derrota, como expresión del castigo que mucha gente espera propinarle; esto muy a pesar de lo que dicen las encuestas, las que, por cierto, tienen mala reputación, en lo que a su certeza se refiere.
Si las elecciones y los escrutinios son transparentes ¡cómo deben ser!, ese día habrá sorpresas, una de las cuales podría ser, precisamente, esa gran derrota. Esta conjetura nace de la observación, efectuada en diversos ámbitos, del hastío y franco rechazo que provocan Correa y su grey. Pero hay razones más que suficientes para dudar de la transparencia electoral. A los partidos políticos y a sus adherentes, a toda la ciudadanía en definitiva, corresponde prevenir y evitar cualquier intento de alterar la legítima expresión popular.
En verdad, era poco realista esperar que la oposición política al correísmo no se dividiera ante la inminencia de las elecciones. De seguro, esta no será la última oportunidad en la que el electorado deba escoger entre toda una pléyade de candidatos. A pesar de que menos de la mitad de ellos tiene opción de resultar electo, no es dable anticipar resultados. Valen, empero, algunas anotaciones en relación con lo que podría acontecer en el escenario electoral.
No hay una nítida diferenciación entre las propuestas de izquierda y de derecha; en parte esto se debe a las ambigüedades propias del correísmo (una extraña mixtura de “izquierda” y “derecha”, de reminiscencias de los años sesenta y dogmas neoliberales), reflejadas en sus políticas, de signos contradictorios.
No hay una nítida diferenciación entre las propuestas de izquierda y de derecha; en parte esto se debe a las ambigüedades propias del correísmo (una extraña mixtura de “izquierda” y “derecha”, de reminiscencias de los años sesenta y dogmas neoliberales), reflejadas en sus políticas, de signos contradictorios; aparte está el efecto interno de las redefiniciones que se han producido en el mundo, en el marco de la omnipresente globalización, las que podrían variar por la llegada de Donald Trump a la presidencia de los EEUU. Por lo demás, la profunda crisis causada por las improvisaciones y los yerros del correísmo, la cual no es solo financiera, aboca a todos los actores a la búsqueda de soluciones pragmáticas más que ideológicas.
Pero, manteniendo las viejas convenciones y sin olvidar los matices, es visible que la derecha se presenta dividida entre la que sería la expresión de una vieja oligarquía costeña y la representación de una elite “renovadora”. Esta última, corriendo tras Guillermo Lasso, parece segura de ir por delante de la otra, que sostiene la candidatura de Cynthia Viteri. Por algo ella ha concentrado sus ataques en aquel, que imperturbable clama por el triunfo, quizá confiando en el intenso trabajo político que ha efectuado por años, a lo largo y ancho del país.
Del centro para la izquierda, la confusión la pone el correísmo, que siempre ha pretendido estar de este lado, pese a que su líder, más allá de un discurso “radical”, de boca y fronteras para afuera, no ha podido ocultar sus arraigadas convicciones conservadoras. Dada la debacle en que termina su gobierno es plausible pensar que muchos de sus seguidores se inclinarán por varios candidatos, menos por Moreno, especialmente por Paco Moncayo, quien capitalizaría el voto mayoritario de la tendencia de centro-izquierda, lo que podría colocarlo en una posición propicia para llegar a la Presidencia. Desde luego, habrá lugar para el asombro, de tintes positivos o negativos.
Los otros cuatro candidatos no irán muy lejos. Sin embargo, también podría haber sorpresas en su ubicación final.
La elección de asambleístas, en gran medida, seguirá el curso que marquen los candidatos presidenciales. Tampoco caben las apuestas fuertes en esta lid, aunque es previsible que muchos candidatos correístas se queden en el camino. Es previsible una futura Asamblea fragmentada, cuya actuación concertada dependerá de los movimientos que realicen los nuevos gobernantes, en función de objetivos de interés general. Lo deseable es no tener una Asamblea manifiesta y descaradamente sumisa como la actual, presta a legislar de acuerdo con las disposiciones del Presidente, y renuente a fiscalizar, por más apremios que hayan existido al respecto.
El correísmo no concluirá el 24 de mayo. En efecto, el nuevo Presidente, inclusive si fuera Moreno, estará obligado a enfrentar desafíos muy grandes para legitimar su gobierno, más allá del resultado electoral favorable, y para sacar al país de la crisis, colocándolo en una ruta de recuperación económica, reinstitucionalización democrática y conciliación social. Esto exigirá lidiar, de una u otra manera con la herencia del correísmo. En el caso de Moreno para continuar la “obra revolucionaria”, sin disponer de medios parecidos a los dispuestos por su antecesor (cuya sombra se dejará notar) y, en el caso de ser otro el elegido, para llevar a la práctica las propuestas de cambio, hechas con mayor o menor énfasis por los hoy candidatos opositores.
El correísmo no concluirá el 24 de mayo. En efecto, el nuevo Presidente, inclusive si fuera Moreno, estará obligado a enfrentar desafíos muy grandes para legitimar su gobierno.
Ese cambio supone, en primer lugar, por todo lo dicho por ellos, superar el correísmo mientras se encara la crisis económica y financiera. Tarea harto difícil, porque luego de diez años de mandato de Correa, que paladinamente se erigió en jefe de todas las funciones del Estado, queda, como parte del legado, la huella de las intervenciones realizadas en esas funciones, en la sociedad y en el mercado. Huella que, entre otras cosas, está inscrita en un enorme paquete de leyes promulgadas en el transcurso de ese mandato, muchas de las cuales tienen candado, pues con razón o sin ella, tienen el carácter de orgánicas ¿Que harán frente a esto los triunfadores que no sean correístas? No se trata de demoler el edificio de la Asamblea, sino de bregar con un andamiaje legal, estructurado según los designios “revolucionarios”. ¿Vendrá una consulta popular sobre reformas constitucionales o una nueva Asamblea Constituyente? ¿Se buscará otra vez refundar el país? Muchas lluvias caerán antes de que esas u otras opciones se viabilicen.
Por todo ello, el panorama pos electoral luce incierto. No para todos, eso sí. Los poderosos grupos económicos (del comercio y la banca, principalmente) que, en la década ganada, han sido abiertamente favorecidos por el correismo, directa o indirectamente (según propia confesión del líder “revolucionario), ejercerán sin empacho su poder (fáctico suelen decir los correístas), cualquiera que sea el nuevo gobierno. Para amplios grupos de la clase media o de las clases populares, de la ciudad y el campo, la incertidumbre será aciaga compañera por años. Estos grupos también deberán soportar los peores efectos de las políticas de ajuste que llegarán sin falta.
Con todo eso sufrirá la siempre débil democracia, llevada por el correísmo a los límites de una precaria sobrevivencia.
[RELA CIONA DAS]
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