
La política en favor de la independencia creció de un 25%, cuando se hizo el primer sondeo dos años atrás, al 45%, que fue el procentaje que apoyó en el referendo.
La historia del referendo en que los residentes escoceses optaron entre la independencia y la continuidad como parte del Reino Unido, semeja a la de un cuento de hadas con la real politik como marco. La idea de una Escocia independiente era tan descabellada que, cuando el referendo fue negociado hace más de dos años (el sí apenas contaba con 25% de apoyo), el Primer Ministro británico David Cameron dio el vamos sin mayores complicaciones, cortando el camino al devo max, que es como se conoce a la petición de devolución de competencias en múltiples áreas al Parlamento Escocés.
Era una movida “inteligente”. Por un lado, se garantizaba un proceso democrático –el de la elección escocesa- bajo el supuesto de un fracaso asegurado del sí, pues la norma histórica en otros intentos mostraba que la racionalidad ante las dificultades prácticas de separarse del Reino Unido había temperado los ánimos independentistas en los tres siglos de convivencia. Por otra parte, al negar la discusión sobre el devo max, el Gobierno conservador se aseguraba el control de su agenda, centrada en privatizar áreas sensibles como el sistema de salud y establecer recortes en la estructura presupuestaria. Finalmente, obligaba al laborismo, tradicional fuerza predominante en Escocia, a un roce obligado con el Partido Nacionalista Escocés (SNP en sus siglas en inglés), fragmentando a la oposición y allanando un triunfo conservador para las elecciones parlamentarias británicas de 2015.
Esta lógica no contaba con Alex Salmond, premier del Parlamento escocés y líder del Partido Nacionalista Escocés, quien decidió dar una batalla inteligente.
Esta lógica no contaba con Alex Salmond, premier del Parlamento escocés y líder del SNP, quien decidió dar una batalla inteligente, sostenida por una mezcla que arrancaba con la fuerza de la identidad escocesa, se apuntalaba en el análisis de las contradicciones de las políticas del régimen parlamentario de Westminster –y particularmente el actual gobierno conservador- y aprovechaba el sentido de oportunidad. El SNP ha ido ganando espacios, particularmente en las últimas dos décadas, partiendo por la restauración del parlamento escocés (conocido como Holyrood) que desde 1998 tiene atribuciones para determinar algunas políticas locales. Salmond, un economista especializado en temas petroleros, fue el alma del proceso de reforzamiento de la autogestión local, al punto que su partido se convirtió en la primera mayoría en las elecciones parlamentarias escocesas de 2011, alcanzando más de la mitad de los escaños. Eso afianzó el sentimiento identitario desde la perspectiva de una exitosa gestión y una efectiva autodeterminación. El paso de llamar al referendo fue visto como un gallito para ampliar la autogestión a través de la devo max.
A este proceso de reafirmación identitaria se sumó el análisis crítico de las políticas de Westminster. El Reino Unido ha mantenido una relación dual en el marco de la Unión Europea (UE), al punto de que ha reclamado más autonomía de gestión y nunca aceptó la vigencia del euro o de la política migratoria común de Schengen. Los independentistas escoceses apelaron exactamente al mismo argumento: un control propio de sus políticas frente al eje central británico, aunque declarando su interés por formar parte de la UE. Este punto se reforzaba por el prontuario de casos en que la política exterior de Westminster ha apoyado otros intentos independentistas en el globo. Finalmente, se sumaba el complejo entramado de recortes presupuestarios implementado por el gobierno conservador, que afectan al sistema de seguridad social, un tema sensible en una sociedad de talante progresista como la escocesa.
El sentido de oportunidad iba de la mano del eje que Salmond proponía para solventar la tierra prometida: los recursos de la extracción del petróleo del Mar del Norte. Una Escocia independiente era factible si se estructuraba en torno a una inteligente administración de sus rentas petroleras, que tienen un horizonte de cuatro décadas. En un marco de altos precios del petróleo, la idea de un ancla que permita financiar cualquiera fuera la forma del nuevo Estado, no sonaba tan descabellada.
La suma de estas premisas y el entusiasmo de los independentistas gatillaron un proceso silente de acumulación de adherencias que alcanzó su máximo a pocas semanas del referendo, cuando el sí apareció delante en las intenciones de voto por primera vez. Hasta entonces, la elección binaria no pasaba de ser un proceso casi anecdótico, en donde el análisis presuponía una revisión equilibrada de los pros y contras que implica cualquier tipo de separación, siempre desde la premisa de un triunfo imposible del sí. Pero cuando el escenario de una Escocia independiente tomó forma poco antes del referendo, una reacción visceral se desató en Westminster, generando un efecto en cadena en todas las fuentes de poder.
Desde el Gobierno, pasando por el sistema financiero, las grandes empresas y terminando en buena parte de la prensa, comenzaron a desmenuzar las complicaciones que una separación sin retorno implicaba: el aumento del costo de vida para Escocia (que cuenta con una proporción mayor de las asignaciones regionales), el uso de una moneda, las sedes empresariales que podían trasladarse a Inglaterra, la dificultad de implementar una política exterior y de defensa, los costos de emisión de deuda, y un largo etcétera que ponían en entredicho las ventajas voceadas por los independentistas. Estos acusaron a todos los estamentos de poder, medios incluidos, de activar una campaña para atemorizar al electorado independentista.
El problema era de legitimidad. Así como los independentistas legítimamente bogaban por separarse del Reino Unido, parecía estar implícito en el resto de la unión, sobre todo en Inglaterra y Westminster, que el achicamiento económico, físico, político y geopolítico era altamente perjudicial, al punto de que podía generar un efecto en cadena, no solo al interior del Reino Unido, sino en la misma UE, amén del debilitamiento en su posición como miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU. En consecuencia, pero siempre desde lo implícito en la acción, resultaba legítimo usar todos los mecanismos posibles para evitar la pérdida de Escocia.
En las tres semanas previas al referendo la campaña ganó en temperatura, beligerancia, debate e interés. Las dos posiciones iban cabeza a cabeza y el resultado final parecía que iba a depender de la efectividad de las campañas para movilizar a los cuatro millones de electores que, salvo las posturas duras por el sí o el no, carecían de una pertenencia químicamente pura. Además del trabajo en terreno que implicó las visitas de los líderes tres principales partidos, y la presión discursiva del stablishment, Cameron tuvo que desdecirse y prometer, como compromiso formal, apoyar la “devo max” al Parlamento escocés si la opción independentista perdía.
El resultado del día 18 finalmente dio el triunfo al no por 55% contra 45% del sí, con un impresionante 85% de participación electoral, la tasa más alta en cualquier elección británica reciente.
El resultado del día 18, que finalmente dio el triunfo al no por 55% contra 45% del sí, con un impresionante 85% de participación electoral, la tasa más alta en cualquier elección británica reciente, mostró hasta qué punto el voto estaba cruzado por diversos factores. Las mujeres –tradicionalmente más reactivas al cambio- votaron por el no, mientras los hombres lo hicieron por el sí. Las clases medias y altas se alinearon por la continuidad, atemorizadas por los posibles cambios regresivos, mientras que los más pobres apostaron por la justicia social que la campaña del sí prometía asegurarles. La campaña del no fue mucho más efectiva en movilizar a sus electores, mientras el sí tuvo tasas del 75% de participación –mucho menor al promedio total- en los que eran considerados sus bastiones electorales.
La experiencia del caso escocés genera muchos aprendizajes. Permite observar que no basta con limitar estos procesos simplemente a la esfera de los nacionalismos, que para muchos pierde sentido en las sociedades posmodernas. Esa es una madeja de un entramado más complejo, en el que la búsqueda de mayor independencia en la gestión puede ser una herramienta útil para evitar el desmantelamiento de un piso mínimo de protección social que busca el poder central. A su vez, los movimientos que bogan por la autogestión, en un contexto de crisis y de replanteamiento de las relaciones institucionales, constituyen una bocanada de frescura para repensar como se articula de mejor manera la lógica de las políticas nacionales con las locales. En ese sentido, es muy probable que la ampliación de las atribuciones locales gatille un proceso de reestructuración política de todo el Reino Unido.
Lo ocurrido también deja en evidencia los problemas de cálculo de la real politik. La “buena” decisión de Cameron de aprobar el plebiscito en lugar de una elección por el devo max, a la postre generó un problema mayúsculo que estuvo a punto de costarle la escisión del Reino Unido y su debilitamiento interno y externo, teniendo que apelar a la concesión de la ampliación de las competencias para Escocia como la carta que evitó la catástrofe. A eso se suma el efecto en cadena que algunos procesos locales pueden generar globalmente. No solo Westminster respiró aliviado. Parte importante del tinglado internacional político y económico le hizo eco a la postura del stablishment inglés ejerciendo sus propios mecanismos de coacción en aras de no desbalancear un entramado institucional global cada vez más complejo e inestable.
Otro aspecto importante es la definición de lo legítimo en una contienda. La postura independentista fue muy activa, particularmente a través de las redes sociales virtuales para vocear su mensaje, mientras que la campaña por el no recién tuvo su golpe de efecto a partir del duro despertar que fue descubrir la posibilidad cierta de una derrota. En ese sentido, operó un movimiento de todas las redes de poder, incluyendo a la mayoría de los medios, para acorralar a la campaña del sí y presionar a los votantes escoceses. ¿Hasta qué punto es legítimo que la supervivencia de los Estados sea una justificación implícita para activar mecanismos que generan desbalances claros, incluso en democracias maduras como la británica? Finalmente, la posibilidad de un nuevo referendo parece difícil, tanto por las lecciones aprendidas por Westminster para no subestimar la fuerza del nacionalismo escocés, como por un horizonte de reservas petroleras escocesas cada vez menor. Este panorama estaría implícito en la renuncia de Salmond tanto al parlamento escocés como al SNP al día siguiente de la votación, en lo que supone un adiós momentáneo a un sueño nunca antes tan cerca de haberse hecho realidad.
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