Foto: Presidencia de la República
El presidente cuestionó finalmente la puesta en escena y la conducción del debate, y dijo que completaría sus tesis y el plan para salir de la crisis en el Enlace Ciudadano.
El Debate fue una obra de teatro y una obra tiene personajes que siempre representan algo. La puesta en escena empezó desde el set, la decoración con libros y estudiantes (que también eran parte del decorado) y en el centro de la escena un profesor (...vean queridos jóvenes), que con afán pedagógico iba a enseñar a los díscolos colegas economistas las verdades, razones y cifras del momento político del país. La obra teatral, con el personaje central, para quien se armó este papel, puso al personaje Rafael Correa representando el presente y el futuro, al académico con dominio del tema, al incontrastable que defendería sus posturas con vehemencia. La escena de la entrega de su tesis de doctorado a Alberto Dahik es la señal de que ese era precisamente el objetivo: miren Dahik y otros, mi autoridad está sustentada en mi conocimiento, refrendado en un PhD. La falacia de autoridad como política de Estado ha sido aplicada constante y coherentemente. Así que no era suficiente la autoridad que como Jefe de Estado representa, sino la autoridad académica que podía debatir los temas con la solvencia necesaria.
El personaje principal, doctor en Economía y poderoso jefe de Estado, el profesor magistral, el caudillo benevolente, además, que permite que los malos (horror) tengan la oportunidad de hablar. Este personaje, que la ficción totalitaria correísta ha construido como adalid y hacedor de la perfección, del progreso, del milagro ecuatoriano, tenía la fórmula para enfrentar y resolver la crisis. Cualquier crisis (confíen en mí, sé cómo hacerlo, etcétera). Este personaje principal tenía, además, sus refuerzos, los cuales actuaron pocas líneas, pero de modo contundente, para dar la idea de un equipo, o mejor dicho, de que el líder, esa insigne autoridad económica y política, tiene gente a su lado con buen manejo de cifras oficialmente verdaderas y con un discurso que no sustentaba sino que, como buenos rematadores taurinos, daba los puyazos donde tenían que dar.
Del otro lado de esta representación, estaban los personajes escogidos por el director de la obra. Alberto Dahik y Mauricio Pozo, economistas, representaron el pasado, el modelo neoliberal, sin matices.
Del otro lado de esta representación, estaban los personajes escogidos por el director de la obra. Alberto Dahik y Mauricio Pozo, economistas, representaron el pasado, el modelo neoliberal, sin matices. Ellos, los personajes identificados como “economistas críticos” tenían el papel de mostrar lo equivocado que estaba el magistral profesor que condude el país hacia las ilusiones de modernidad y estabilidad. Muchos espectadores de esta representación dirían luego que lo lograron, otros dijeron que respetaron el libreto y el papel que les había sido asignado: así, también apareció como que el director de la obra, al escoger a estos personajes y no a otros (como Alberto Acosta o Pablo Dávalos o Katiuska King) estaba mostrando, para la galería, que estos representaban al pasado al cual se tiene prohibido volver. Pasado que ocho años después sigue siendo culpable de la crisis, así como de la dolarización, del feriado bancario, del desempleo… En contraste, el doctor en Economía, tiene las recetas que evitarán que volvamos a ese pasado, causante de todos los males de la república. Una obra dramática, diríamos que apropiada para esta época, para enfrentar el modelo agotado con el modelo exitoso actual y la única posibilidad del futuro. Y aunque los observadores aplaudieron luego la vehemencia en la actuación de los dos personajes (no se dejaron avasallar, respondieron con claridad y valentía…), no se salieron del papel a ellos asignado: la representación de la larga noche neoliberal, del pasado, ethos que esta obra reivindicó como un mal necesario para resucitar el imaginario, la ilusión movilizadora de que frente al modelo fracasado estaba el líder de la izquierda, estaba vigente la coherencia y las buenas prácticas de la economía que nos llevarán a superar –nuevamente- este desafío externo al inalienable milagro ecuatoriano.
El personaje que, representando a un economista opositor y socialdemócrata, quedó suelto o tal vez llevó a confusión a los espectadores fue el de Ramiro González. Dura tarea para este personaje que durante siete años, en obras de teatro anteriores, no solo que no criticó decisión alguna del gran líder, sino que no escatimó ocasión para aplaudir hechos como la demanda y juicios a diario El Universo, o callar y mirar para otro lado sobre otros asuntos que ahora cuestiona. Ese papel tan duro, de simular ahora una oposición, cobró su factura en el escenario: nervioso, a ratos incoherente, se enzarzó en una pelea con el moderador y con el protagonista, hizo acusaciones graves (los Isaías pagaron tu campaña) y recibió sus dardos correspondientes (hiciste un partido político desde el IESS). Sin embargo, a su favor queda que fue gracias a su experticia de político canchero que pudo recomponer su papel, pero quedó flotando la duda entre los espectadores: si se trataba, en este caso, de un sainete, de un fingimiento o de qué. Luego habría de decir, continuando con su papel en otros escenarios, que el debate fue una emboscada, siguiendo el libreto de victimizarse, cuando siendo parte del gobierno nada dijo sobre las víctimas del poder. Duro papel, sin embargo, que resolvió con solvencia conforme devino la obra y el personaje central se salió un tanto del libreto. ¿Qué papel representó este economista en esta obra? Tal vez en otro escenario y en otro momento, lo sabremos.
Finalmente queda por evaluar la actuación del moderador. No se entiende, en realidad, las acerbas críticas al papel por él representado. Él representó, con gran credibilidad además, a ese nuevo tipo de periodista que propone el director; un tipo de periodista que está lejos del imaginario (cosas del pasado ya) de ponderación, respeto al criterio diverso, apegado a principios éticos (anticuado ya) y de la no manipulación de los hechos para justificar una ideología o para ser instrumento de una operación de propaganda política cualquiera. Un periodismo responsable, vamos. Nada más se puede decir de este papel: salvo que, desafortunadamente, un árbitro vendido, lo sabemos por el fútbol, puede deslucir cualquier victoria, aunque esta se diera por goleada. Un árbitro parcializado se gana la antipatía de los contrarios y la reprobación –silenciosa- de los fanáticos; pero al final no ayuda, hace daño. Es más, a pesar de su extraordinaria actuación, recibiría también quejas del actor principal, que lo acusó de no dejarle lucirse lo suficiente.
El papel asignado al moderador consistía en ayudar al protagonista a ganar el debate con el viejo truco de estorbar la actuación de los personajes contrarios.
Sin embargo, es permitido pensar que el de moderador imparcial no era el papel asignado por el director del espectáculo. Sino el de fingir de moderador pero actuar como parte del equipo de los buenos. En ese sentido, su tarea en el escenario, creemos, era causar desconcierto, molestias y ruido en el equipo de los malos, los del pasado. Como así lo hizo magistralmente: opinó de modo impertinente, interrumpió, irrespetó, estorbó, puso zancadillas verbales y gestuales a los enemigos simbólicos y mostró adecuada y silenciosa reverencia ante los exabruptos y faltas técnicas del protagonista. Más claro, su papel consistía en ayudar al protagonista a ganar el debate con el viejo truco de estorbar la actuación de los rivales. Lo hizo bien. Como decíamos, fue el que mejor se apegó a su papel, debido seguramente a su profesionalismo y persistencia en el arte de la sumisión.
Cabe aquí una nota al margen y una reflexión sobre el papel del moderador en este tipo de obras. Debe considerarse que su papel se inserta magistralmente en la racionalidad actual. Ese nuevo ethos, esa nueva ética del poder, exige desechar los viejos conceptos de igualdad de oportunidad o de proporcionalidad en tanto esté en juego el prestigio del líder y del personaje principal en este caso. Así como esta racionalidad deja claro, en palabras y en actos, que la vieja y caduca teoría de la democracia burguesa de separación de poderes está muerta y enterrada, así debe quedar claro que la racionalidad del libreto de una obra como es El Debate, exige comprender que al enemigo, o su representación, no se le puede permitir el lucimiento ni el protagonismo asignado al personaje principal.
Esa comprensión es fundamental: los personajes que representan al pasado son enemigos, por tanto no era posible otorgarles el privilegio de la proporción. La sabidiuría popular avala esta racionalidad con el viejo dicho: autoridad que no abusa pierde prestigio. Si se entiende claramente el papel asignado al protagonista, el director y autor de la obra no pueden permitir que haya sombra de duda sobre las palabras del Primerísimo Primer Actor, ni que caiga en error, ni que reconozca alguna falta o la más pequeña equivocación. Al contrario, lo moderno y racional, en esta época de cambio, es que el protagonista abuse de su tiempo, de su condición, se burle, agreda, estigmatice y haga gala de su calidad de macho alfa en todas aquellas otras actuaciones que permitan demostrar quien tiene la razón (y la fuerza) dentro y fuera del escenario. Al actor protagonista todo le está permitido, no tiene límites, por algo es el actor más poderoso del país, el dueño de la escena; si no qué chiste tuviera tener el poder. Así que puede hacer lo que le venga en gana, porque al final la historia (del teatro) lo absolvera. Todo lo demás, insito, es una simulación (incluso el nombre de la obra, El Debate) para permitir el lucimiento del primer actor. Esa racionalidad debe ser comprendida para analizar futuras obras.
Finalmente, esta crítica teatral no estaría completa si no se piensa en los espectadores. No los que estaban ahí, en vivo, en calidad de alumnos aplicados y silenciosos y como parte del decorado, sino en los espectadores televisivos. Desafortunadamente para el director de la obra, los datos del raiting de ese programa no superó en Guayaquil el 6% en un canal, y el 3% en los otros dos que trasmitieron en directo el show. Estos porcentajes pueden compararse con dos programas que estaba trasmitiéndose a la misma hora: En Carne Propia, que tuvo el 17% de raiting y Combate, con el 11% y La Voz Ecuador con algo menos. Eso pudiera ser una molestia si no se conociera, como ya ha venido ocurriendo, que el director de esta obra llamada El Debate, no tuviera como recurso adicional un arsenal mediático, para que aquellos despistados y/o antipatriotas que prefieron la crónica roja y los cuerpos semidesnudos se enteren, y les quede claro, quién ganó el debate y valoren la soberbia actuación del protagonista y las ridiculeces expresadas por los malos de la obra. Eso ha sido parte del manual de estos ocho años, lo cual ha dado nuevas e inusitadas perspectivas al teatro televisado de la política.
Las obras de teatro son una representación, empezábamos diciendo. Los actores simulan personajes determinados por el autor y aunque no se ciñan necesariamente a unos parlamentos, lo esencial es que, digan lo que digan, no se salgan del papel a ellos asignado. Tras mirar la obra llamada El Debate, podemos entender el mensaje que quisieron enviar al público el director y el autor: el actor principal no es el culpable de la situación que vive el Ecuador; y que no son las decisiones de este personaje y su elenco -siempre serán los otros- las que están llevando al futuro del país por el caño, de la mano del despilfarro, la corrupción y el endeudamiento. Con esta obra, el director ha hecho esfuerzos por silenciar los factores críticos a las gestiones del personaje principal, invertir el eje de la responsabilidad de la crisis -no solo económica, sino social, ética e institucional- ecuatoriana y convencer al público de que el culpable es el pasado y que el protagonista sigue siendo un titán capaz de cambiar la realidad con solo la magia de sus palabras.
Ahora, hay que hacer notar a los amables lectores de esta crítica teatral, que la obra El Debate no es sino parte de la gran maquinaria de simulaciones con las que el formidable equipo de producción propagandística y mediática, de la compañía de teatro llamada Revolución Ciudadana, ha controlado la escena desde ya casi diez años. Al decir que El Debate es una pieza más de este juego de fingimientos, estamos seguros que de que vendrán otras obras de la misma naturaleza y calidad, tantas más como la crisis y la realidad lo requieran. Cabe destacar una vez más la calidad actoral del protagonista de la obra. No solo que en cada actuación destaca su profesionalismo y se notan sus empeños por lograr la excelencia histriónica, sino que, como ocurrió en esta vez con El Debate, es capaz de señalar las limitaciones del director y las fallas de la puesta en escena, al hacer notar que el papel asignado al moderador no permitió al personaje protagonista lucirse en la medida de sus amplias posibilidades actorales. Por eso, el primer actor ha anunciado que continuarán sus presentaciones en solitario, en esas piezas teatrales menos escenificadas pero más tecnológicas, llamadas Sabatinas por el público conocedor. De El Debate, sabemos, ya no habrá más funciones por el riesgo intrínseco que este formato contempla, pero estamos ansiosos, como críticos que somos, por conocer qué otras piezas magistrales saldrán del cerebro siempre imaginativo del autor.
[RELA CIONA DAS]
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