
Foto: Hoydigital
Aunque con estilos distintos, los mandatarios entrante y saliente de Uruguay ejemplifican una forma de gobernar basada en la tolerancia, el diálogo y la estabilidad política.
Llegar a Montevideo el 30 de noviembre, justo cuando el balotaje formalizaba al nuevo presidente uruguayo, parecía una invitación a una jornada entretenida. Error. La lluvia que acompañó las elecciones iba acorde con la historia de ese día, definida desde la primera vuelta. El margen de victoria de Tabaré Vázquez sobre Lacalle era la única incógnita, y su valor iba a aproximar a qué tanto se había fortalecido/debilitado el Frente Amplio, en el poder desde 2005, frente a los partidos tradicionales.
Ese margen también iba a dar algunas pautas. La principal era hasta qué punto Vázquez tomaba la posta de Mujica, aupado por la popularidad de “el Pepe”. Era exactamente lo contrario de lo que había ocurrido en 2004 y 2009. Antes de llegar al poder, muchos endilgaban a Tabaré, un médico con experiencia como intendente de Montevideo, como el ícono que lograría -con una imagen más centrista, autónoma y moderada- llevar a la coalición de izquierda al poder de manera inédita en un país que tradicionalmente había votado por los dos grandes partidos (Colorados y Blancos), que se movían en el eje de una centro derecha de fuerte raigambre estatal.
La frenteamplista era un propuesta nacida de y para una clase media que había tomado una posición de izquierda crítica al sistema, cuyos líderes fueron encarcelados y reprimidos durante la dictadura, pero que no había logrado tener experiencia en las tareas de gobierno.
Desde que el Frente Amplio llegó al gobierno fue visto como un outsider de paso transitorio, con mal pronóstico de supervivencia porque venía precedido de un ánimo combativo que retrotraía al discurso de la izquierda de los setentas. De hecho, la frenteamplista era un propuesta nacida de y para una clase media que había tomado una posición de izquierda crítica al sistema, cuyos líderes fueron encarcelados y reprimidos durante la dictadura, pero que no había logrado tener experiencia en las tareas de gobierno ni logrado calar en un electorado bastante reacio a las apuestas más radicales.
Fue por eso que Vázquez aparecía como un candidato ideal pero a la vez irrepetible, que podía asegurar una dinámica equilibrada, atractiva para el votante promedio. El temor del Frente Amplio –y la apuesta de la oposición- era que la transición pos primer mandato de Tabaré iba, más temprano que tarde, a fracasar víctima de la historia electoral más larga y de una dinámica gubernamental sin autorregulación.
Mujica cambió radicalmente este presagio. Gracias a la combinación entre pragmatismo, sentido de Estado y una apuesta a la pervivencia de su coalición más allá de los personalismos, logró consolidar al Frente Amplio para que pasara de ser un proyecto entroncado en la clase media de izquierda (y mayor de cuarenta años) a ser un fenómeno de fuerte raigambre popular y cada vez más joven, que le arrebató parte de la base electoral a los partidos tradicionales. Lo que más caló fue la identidad Presidente-pueblo. Como mucha gente pobre o de clase media-baja uruguaya lo define: “Pepe es de los nuestros”. No es márquetin, es un hecho constatable. Como lo dijo el escritor Juan José Millas, en un reportaje para El País de España en marzo de este año, en referencia a la vivienda del Presidente charrúa, “se ha dicho de ella que es una casa modesta. Falso. Es pobre”.
A contramano de lo que supone hacer política en el continente, “El Pepe” practica lo que predica. Desde su discurso campechano, que destila a manos llenas pachorra y sabiduría, pero por sobre todo desde un ejemplo de vida austera (o propiamente pobre), una práctica gubernamental en que juntó inclusión social con estabilidad económica y una puesta en escena sin revanchismos ni persecuciones, Mujica hizo de su mandato un referente que trasciende el ámbito político y se convierte en uno ético y moral, no solo a nivel local sino regional y global. Tanto, que incluso una revista de perfil liberal como The Economist consideró a la experiencia uruguaya –y en particular a su Presidente- como un ejemplo mundial a seguir en 2013.
Cuando a las 8:30 pm del día del balotaje los resultados daban por ganador a Tabaré Vázquez con 14 puntos porcentuales –la mayor diferencia de las tres elecciones ganadas por el Frente Amplio-, los simpatizantes de la coalición se abalanzaron a la avenida 18 de julio, principal arteria montevideana, para festejar un triunfo histórico: Vázquez era el tercer presidente uruguayo que se reelegía, lo hacía con un margen impensado que en buena parte se debía al arraigo obtenido por la coalición bajo Mujica y se daba vuelta al estigma de que la izquierda no podía gobernar sólidamente en el país. Había gente de todas las edades y estratos sociales celebrando la historia re-escrita. No había indicios de acarreo de celebrantes. Se olía a pocos metros del eje de los festejos la estela de la cannabis. Se cerraba la fiesta con una tranquilidad pasmosa, al son de la melodía de campaña que invitaba a no dejar de soñar.
A contramano de lo que supone hacer política en el continente, “El Pepe” practica lo que predica. El caso de Uruguay es único por su estabilidad y continuidad de políticas públicas.
¿Un caso único?
Para muchos, el uruguayo es un caso único. No bastarían las explicaciones acerca del tamaño de la población (3 millones), la cercanía entre sus líderes y la autocontención a la hora de hacer política, lo que, en principio, facilitaría los acuerdos y la estabilidad de las políticas públicas. Los contraejemplos (Paraguay por tamaño, Argentina como referente cercano, Chile como otro caso regional excepcional) permiten apreciar las diferencias que hacen de la uruguaya una sociedad particular. Pequeña en población como Paraguay, la sociedad uruguaya no adolece del nivel de corrupción y debilidad institucional guaraní.
Aparte de ser bicampeones mundiales de fútbol y de compartir el gusto por el mate, el tango, el dulce de leche y la excelencia de su carne vacuna, la clase dirigente charrúa está a años luz de la fagocitaria elite (política, empresarial y sindical) argentina. A pesar de que Chile y Uruguay se asemejan por ser fuertes y estables institucional y políticamente, el extremo modelo capitalista chileno heredado de la dictadura generó un parte aguas en las consideraciones prácticas que ahora hacen –y enfrentan- sus sociedades.
Uruguay es un mundo aparte al que se le acusa de cierto inmovilismo y poco interés por las apuestas radicales. Basta con leer las novelas o cuentos de Onetti para darse una idea de aquello, nunca tan graficado como en el nombre de la más tradicional y famosa cadena de restoranes charrúa: la Pasiva. Empero, con la llegada del Frente Amplio al poder, desde 2005 se generaron cambios importantes aunque siguiendo la impronta uruguaya, lo que significó respetar la institucionalidad, no reemplazándola sino ajustando sus énfasis para mejorarla.
La crisis que empezó en 1998 significó que el país alcanzara las mayores tasas de desempleo, pobreza e inequidad de su historia a comienzos de la década pasada y de ahí la necesidad de darle un giro de tuerca al enfoque de política social y económica, que fue el mandato popular que recibió el Frente Amplio. El país vivió el mismo boom que el resto de la región experimentó en el precio de sus principales productos de exportación, cuyo despegue coincidió con el primer gobierno de la coalición de izquierda. Eso implicó que, por un lado, la dinámica económica aupara una recuperación fuerte y sostenida, permitiendo dirigir los esfuerzos de reducción de pobreza a través de transferencias condicionadas e incorporando una reforma tributaria (2007) que amplió la base imponible.
El esfuerzo redistributivo de la acción estatal directa –sin distorsionar al sector privado en un entorno de recuperación económica- fue complementada con la reactivación de los Consejos de Salarios, una institución que permite la negociación de los salarios a nivel de sectores económicos y categorías ocupacionales. Establecidos en 1943, los Consejos fueron reutilizados cuando el país volvió a la democracia en 1985, pero la aplicación de políticas económicas liberales congeló tanto el llamado a los Consejos salariales como el aumento del salario mínimo desde 1992. Los dos mecanismos fueron reactivados en 2005, lo que significó, en la práctica, mejorar la base salarial (el salario mínimo) e incorporar un mecanismo de negociación colectiva que cubre a prácticamente la totalidad de los asalariados del país.
Los Consejos de Salarios fueron institucionalizados de manera permanente a través de una nueva ley durante el primero gobierno de Vázquez y su implementación ha sido extendida incluso a grupos que históricamente han carecido de la capacidad de negociar salarios y condiciones laborales, como el servicio doméstico y los asalariados rurales.
Esta lógica se repite en toda la institucionalidad: hay participación de representantes de diversos sectores, con igual capacidad de voz y de voto.
A contramano de lo que muchos suponían cuando se discutió la re-implementación de los Consejos, a pesar de lo difícil que significa negociar el piso salarial a nivel de sectores y subsectores económicos, el ejercicio ha significado que entre los empleadores y trabajadores ha habido acuerdo en 85% de las mesas de negociación, mejorando la distribución del ingreso en el mercado laboral y facilitando el diálogo social entre empresas y trabajadores. Muchos estudios signan a la reutilización de los Consejos de Salarios como un mecanismo exitoso en tanto se redistribuyó el ingreso dentro de la escala salarial, usando criterios de productividad en las negociaciones, haciéndolas sostenibles en el tiempo y permitiendo a la vez alcanzar las tasas de desempleo más bajas en los últimos 30 años gracias a un contexto económico favorable.
Este ejemplo es muy decidor. El Gobierno promovió la negociación pero fueron las partes las que acordaron los términos de la misma. Esta lógica se repite en toda la institucionalidad: hay participación de representantes de diversos sectores, con igual capacidad de voz y de voto. Incluso en las instituciones públicas autónomas, la conformación respeta la pluralidad y en todas las instancias hay participación de la oposición (partidos y líderes empresariales no afines al Gobierno).
Pero hay más: Uruguay, tanto en el Gobierno de Tabaré Vázquez, como en el de José Mujica, no ha cerrado ni acorralado ningún medio de comunicación. Tampoco ha apremiado ilegítimamente a la oposición, ya sea desde las Cortes o con la acción directa o indirecta de los órganos del Gobierno, ni de los medios públicos de comunicación. Los cambios de enfoque de política pública han sido efectivos, se han implementado a través del diálogo pero con la inteligencia de irlos afinando conforme el mismo gobierno sentía que el ciclo de precios altos de los commodities está llegando a su fin.
La prueba de fuego
Esto último pareciera ser el gran desafío que enfrentará Tabaré Vázquez en su segundo mandato. A diferencia de su primer Gobierno, que coincidió con un entorno económico superavitario que le permitió reforzar el diseño y el eje de sus políticas públicas, lo que viene desde 2015 será un periodo de desaceleración económica y de tensión para varias de las políticas implementadas.
De hecho, la demanda ciudadana cambió radicalmente. Mientras en 2004 el combate a la pobreza y la desigualdad eran los temas más importantes para la opinión pública, en 2014 ocupan el tercer lugar detrás del aumento de la delincuencia y un requerimiento social por mejorar la educación.
Este último aspecto es la gran apuesta del Presidente electo. Su eje de campaña giró hacia el inicio de una reforma educativa profunda que permita al Uruguay aprovechar y maximizar una infraestructura de servicios en expansión (el país es un importante exportador de software).
A ello se sumó un esfuerzo consciente por morigerar las expectativas sociales, considerando al diálogo de todos los sectores como un ancla que permitirá racionalizar las demandas de cada grupo de interés. Mujica ya lo había adelantado, pero Vázquez lo reafirmó: el nuevo entorno es más restrictivo y se necesita el apoyo de todos los sectores para capearlo. Las dinámicas ya no pueden ser tan expansivas. El Gobierno será el primero en internalizar esa realidad pero el eje de reducción de desigualdades seguirá siendo el norte.
En ese sentido, dinámicas como la experimentada con la re-implementación del Consejo de Salarios pueden verse afectadas por un entorno adverso que dificulte alcanzar acuerdos o incluso sentarse a negociar salarios. Es en este campo en donde el nuevo Gobierno –así como ya empezó a sugerir su predecesor- apostará fuerte por el diálogo, los paños fríos y la racionalización de las expectativas. Si algo sobra a los uruguayos, y lo ha demostrado el Frente Amplio en la última década, es moderación, asertividad y buen juicio para conseguir sus objetivos. Tres elementos que siempre serán dignos ejemplos a seguir, para cualquier Gobierno. Sea del signo que sea.
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