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11 de Noviembre del 2014
Historias
Lectura: 16 minutos
11 de Noviembre del 2014
Lizardo Herrera

Es PhD  por la Universidad de Pittsburgh y tiene una maestría en estudios de la cultura en la Universidad Andina Simón Bolívar y una licenciatura en historia en la PUCE. Es profesor en Whittier College, California, Estados Unidos. 

Los Borgia y los crímenes en México

Foto: cuestionatelotodo.blogspot.com

Las protestas en México por los 43 estudiantes secundarios del Estado de Guerrero continuan, a pesar de que el Gobierno aseguró que habían sido asesinados e incinerados.

 

Si Alejandro VI o Césare Borgia no dudaban en torturar, asesinar a traición o mandar al patíbulo a cualquiera que pusiera en riesgo su poder soberano; en Guerrero, las autoridades, policías, militares y narcos mexicanos hacen lo mismo. Ante sus ojos, los normalistas no son más que “revoltosos”, es decir, gente que cuestiona o pone en riesgo su imperio y, por lo tanto, no queda otra opción que desaparecerlos.

La serie de televisión, Borgia, escrita por Tom Fontana y producida por Canal+, narra la historia del papado y la familia Borgia a finales del siglo XV e inicios del XVI. Sus protagonistas son Rodrigo (el Papa Alejandro VI), Césare y Lucrezia Borgia, todos ellos dueños de una inteligencia y habilidad política extraordinarias para su época. Alejandro desea consolidar un Imperio Borgia; Césare unificar Italia y Lucrezia, atrapada entre los sueños de grandeza de su padre y su hermano, busca salir lo menos afectada posible en un contexto que la ha convertido en una ficha del poder.

En Borgia, no vemos escenas místicas ni piadosas, más bien un ambiente en extremo lujurioso y sangriento en donde diferentes facciones luchan encarnizadamente por hacerse del poder. Es el tiempo del Renacimiento, esto es, de la emergencia de la soberanía moderna y la crisis del orden trascendental medieval. Rodrigo es consciente de ello. Sabe que su imperio no se debe a la voluntad divina, sino a su inteligencia política. Desde su punto de vista, la clave de su poder está en negociar correctamente. Si considera que es necesario recurrir al asesinato político, lo hará con decisión y sin remordimiento, pues lo importante es eliminar a quienes lo resistan o amenacen.

Césare es más radical. Es el mejor estratega militar de su tiempo. Al igual que el Papa, está al tanto de que en los asuntos políticos, Dios no tiene injerencia alguna. Desde la perspectiva de Césare, la soberanía es un asunto de guerra. Aceptó convertirse en cardenal a regañadientes porque era la voluntad de su padre; sin embargo, ante las constantes conspiraciones o revueltas en contra de Alejandro VI, renunció a su posición eclesiástica para tomar las riendas de los ejércitos vaticanos. Como líder militar no sólo garantizó el papado de su padre, sino que se convirtió en el verdadero soberano al destronar a sus competidores italianos y poner bajo su mando las ciudades de los Estados Pontificios.

A pesar de sus sinceros sentimientos religiosos, Lucrezia también es consciente de que la política es el arte de la negociación o de la guerra y, en este arte, la sensualidad juega un papel fundamental. El cuerpo, en su caso, no es sólo la superficie en donde Alejandro o Césare inscriben su poder por medio de la tortura, el asesinato, el terror o la guerra, sino también la superficie del deseo. El cuerpo, de este modo, se convierte en una llave hacia el poder y, si se la usa correctamente, trae consigo un amplio margen de maniobra y mucha influencia política.

La soberanía, para el príncipe Césare Borgia, no sigue las máximas de la ética o la moralidad, sino las de la violencia. Es esa conexión entre política y guerra aquello que le permite a Césare saber a ciencia cierta que en la Italia de su tiempo habría una producción de cadáveres en masa.

Rodrigo y Césare siempre obraron en función de la razón de Estado; pero Césare llegó más lejos que su padre debido a que se dio cuenta de que la fuente de la legitimidad no estaba en los argumentos teológicos, sino en el pueblo. No obstante y aunque se preocupó del bienestar de sus súbditos o de sus soldados, esto no significa que Césare haya sido un político idealista ni bien intencionado, sino todo lo contrario. Él fue un príncipe temerario dispuesto a hacer cualquier cosa para acrecentar/consolidar su poder. En una de las escenas, le entrega el cuerpo mutilado de uno de sus enemigos al gran Leonardo da Vinci para que el genio renacentista realice sus experimentos y sus dibujos. Leonardo le agradece emocionado asegurándole que no va a desaprovechar la oportunidad. Césare le responde que no debe preocuparse, pues muchos más muertos están en camino. La soberanía para el príncipe Borgia no sigue las máximas de la ética o la moralidad, sino las de la violencia. Es esa conexión entre política y guerra aquello que le permite a Césare saber a ciencia cierta que en la Italia de su tiempo habría una producción de cadáveres en masa.

La serie de televisión, de esta manera, deja constancia de que la emergencia de la modernidad no significó una posibilidad de emancipación política sino, por el contrario, la expansión del terror y de la muerte. La razón de Estado tanto en Alejandro VI como en Césare se independiza de las razones teológicas y la política se orienta exclusivamente hacia la consecución/consolidación del poder encerrándose sobre sí misma. Alejando VI sabe que en los asuntos de la Iglesia, las disquisiciones religiosas son secundarias. Sus negocios, la venta de cardenalatos, la coronación de determinados reyes, los matrimonios de su hija, las alianzas que forma, nada tienen que ver con la doctrina, sino con la garantía y la expansión de su poder. Césare, por otra parte, se ve a sí mismo como el soberano, es decir, como quien ejerce el poder. Su noción de pueblo, como hemos visto, está atada a la guerra y, por ende, se transforma en una máquina de terror que inunda de muertos los campos y las ciudades italianas.

En la actualidad, las noticias dolorosas en Ayotzinapa y el municipio de Iguala en el Estado de Guerrero, México, indican que las prácticas de la soberanía política del tiempo de los Borgia siguen vigentes. En Iguala, entre el 26 y 27 de septiembre, la policía municipal disparó contra estudiantes desarmados y capturó a 43 normalistas de la Escuela Normal Raúl Isidro Burgos, una de las más pobres del país, por orden del alcalde José Luis Abarca, para luego entregarlos a grupos del crimen organizado. Todo esto ocurrió muy cerca de un destacamento de militares, quienes a pesar de la balacera no hicieron nada para evitar el secuestro y se presentaron al lugar de los hechos después de tres horas. Entre los detenidos por el crimen contra los normalistas hay quienes afirman que su captura fue por “revoltosos”, pues se trataba de jóvenes militantes involucrados en diversas formas de protesta social y organización política.

La violencia política en Ayotzinapa, Iguala o Guerrero, evidencia que la soberanía en la región no es una cuestión de legalidad ni de principios éticos, sino que el soberano es quien tiene la capacidad para detener o decidir sobre la vida o la muerte de la gente. Las autoridades, la policía y los militares se alían con el crimen organizado con el propósito de desaparecer a un grupo de 43 estudiantes. Si Alejandro VI o Césare Borgia no dudaban en torturar, asesinar a traición o mandar al patíbulo a cualquiera que pusiera en riesgo su poder soberano; en Guerrero, las autoridades, policías, militares y narcos mexicanos hacen lo mismo. Ante sus ojos, los normalistas no son más que “revoltosos”, es decir, gente que cuestiona o pone en riesgo su imperio y, por lo tanto, no queda otra opción que desaparecerlos.

El documental de Gerardo Tort, La guerrilla y la esperanza: Lucio Cabañas (2005), reconstruye la historia de la guerra sucia en el Estado de Guerrero en los años 70. En México, después de la masacre del 68 en Tlatelolco, muchas de la organizaciones de izquierda se regaron por el interior del país decidiéndose por la lucha armada para defenderse y continuar su lucha. La guerrilla de Lucio Cabañas nace en este contexto. Cabañas fue un líder político que fundó el partido de los pobres y se levantó en armas, pues entendía que por la vía pacífica su comunidad no había conseguido nada, sino sólo la respuesta violenta del Estado que asesinaba a varios de sus miembros. Sin embargo, después del levantamiento guerrillero, la respuesta estatal y del ejército fue aún más desproporcionada. No sólo se dirigió a neutralizar o dar de baja a los combatientes, sino que también se implementó un acoso sistemático en contra de las comunidades de donde provenían los guerrilleros sin importar si éstas formaban parte o no de la insurgencia. Para derrotar a la guerrilla, el ejército recurrió a tácticas violentas típicas de la guerra sucia entre las que se destacan detenciones ilegales, torturas, desapariciones forzadas, paramilitarismo, entre muchas otras.

Cabañas al igual que los 43 estudiantes desaparecidos estudió en una de las escuelas normales y fue maestro en las zonas rurales de Guerrero. En el documental de Tort, el escritor Carlos Montemayor señala que estas escuelas fueron parte del programa de gobierno de Lázaro Cárdenas y se han caracterizado por su activa militancia de izquierda (marxista leninista). Según Montemayor, las tasas de la violencia política en el Estado Guerrero históricamente han sido más altas que en el resto del país desde los tiempos de Emiliano Zapata. De acuerdo con este escritor, es frecuente que existan levantamientos cada 25 años en Guerrero, pues los hijos o nietos de los combatientes derrotados vuelven a organizarse y reclamar sus derechos.

Está claro que en Guerrero, México, el Estado y los narcos han establecido una alianza que hace muy difícil distinguir el uno del otro.

Los normalistas desparecidos provienen de una fuerte tradición militante que cuestiona varias de las políticas del gobierno de Enrique Peña Nieto como la reforma educativa o energética. Su desaparición, primero, deja ver que las prácticas de la guerra sucia continúan en México, pues el acoso, las detenciones arbitrarias o el asesinato político siguen vigentes; segundo, significa un duro cuestionamiento a la tesis de que el Estado estaba derrotando narco y pacificando el país. Está claro que en Guerrero, el Estado y los narcos han establecido una alianza que hace muy difícil distinguir el uno del otro. Y lo más grave es que no solo son los 43 estudiantes los desaparecidos, sino han salido a la luz pública fosas comunes en donde reposan muchos más cadáveres de personas no identificadas evidenciando que México ha sido y sigue siendo un país sumamente violento.

Alejandro VI y Césare Borgia eran maestros en el manejo de la imagen. El Papa promovía milagros u otro tipo de devociones con el simple propósito de incrementar las riquezas del Vaticano. En cambio, en asuntos de guerra, Césare protegía su imagen como protector del pueblo, sabía que si se ganaba su cariño, afirmaba su poder; pero no tenía reparo alguno en usar gases tóxicos para matar poblaciones enteras si lo consideraba necesario. Sacrificar a sus amigos o mutilar públicamente a quienes tildaba de tiranos o traidores tampoco significaba problema alguno, si a cambio de esto consolidada o ganaba más poder Es por esto que la violencia para Césare, a más de ser el vehículo fundamental para imponer o expandir su imperio, era una cuestión de imagen ya sea para exhibir de su poder o para promover su imagen personal.

En México, la estrategia de las autoridades federales y del gobierno hasta ahora sido desconocer la responsabilidad del Estado presentando la desaparición de los 43 estudiantes como una acción del crimen organizado y la corrupción de las autoridades locales. Al igual que en tiempo de los Borgias, la política también es un asunto de imagen. Por un lado, el presidente Enrique Peña Nieto se muestra como un estadista moderno; es decir, un gran negociador que ha logrado sacar adelante reformas para “el progreso” del país. Por otro, en la lucha contra el narco, ha capturado a capos como el Chapo Guzmán o Vicente Carrillo Fuentes, entre otros, construyendo la imagen de México como un país seguro para la inversión extranjera.

Sin embargo, la desaparición de los 43 normalistas a manos de la policía y la ineficacia de las autoridades mexicanas para resolver el caso muestran que en el México de los últimos años se vive en el reino del terror. En tiempo de los Borgia, la idea del progreso o modernidad no impidió la masacre de miles de habitantes de las ciudades o campos italianos; en la actualidad mexicana, la lucha contra el narco o la pacificación de México no puede ocultar que entre el 2006 y el 2012, más 102 000 personas murieron y en los dos años del gobierno de Peña Nieto, ya son más de 23 000 los caídos.

Las últimas noticias que ha dado la Procuraduría General de la Republica sobre los normalistas informan que fueron torturados y asesinados por tres individuos que han confesado ser los autores del crimen. Sin embargo, los padres de los jóvenes no aceptan la versión de las autoridades. Desde su punto vista, el procurador desea cerrar el caso con la muerte de sus hijos. Los padres piden que las investigaciones continúen hasta las últimas consecuencias, es decir, hasta que aparezcan sus hijos. Si los Borgia hacían de la política un espectáculo y prometían hipócritamente investigaciones sobre los asesinatos que cometían; en el México contemporáneo, todo indica que las autoridades desean proteger la imagen del gobierno y cerrar lo más rápido posible un caso que ha dañado su credibilidad.

Lo que los padres de los estudiantes y el resto de los mexicanos piden es el fin de esa estructura perversa en donde las personas se transforman en fichas del poder y los cuerpos de seres humanos, en especial si son pobres, son torturados, mutilados o arrojados a los basureros, fosas comunes u otros lugares inmundos. Piden llevar las investigaciones hasta sus últimas consecuencias no sólo por respeto a los 43 normalistas y sus familiares, sino como un gesto de apoyo y solidaridad con el resto de las víctimas de la violencia, cuyos casos ni siquiera han sido abiertos. El objetivo fundamental no es proteger la imagen de México como una nación segura ni la de quienes detentan el poder, sino de poner fin a una máquina de terror que sigue torturando, mutilando, asesinando o desapareciendo impunemente a miles de seres humanos.

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