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2 de Mayo del 2016
Historias
Lectura: 21 minutos
2 de Mayo del 2016
Rodolfo Asar

Periodista, ha colaborado en televisión y prensa. 

Canoa: ángeles con rastas y tatuajes

Fotos: Rodolfo Asar

Sobre los restos de Canoa, un grupo de voluntarios ha organizado el campamento más eficaz.

 

Y están Jorge con sus ideas filosóficas, y El Negro, con sus brazos tatuados. Y la Agus, que organizó la bodega. Y el Javi, que todo lo soluciona. Y Diego, el paramédico. Y Johan, el Gordo, un colombiano que se quedó a vivir en Canoa y conoce a todo el mundo. Y Juan Pablo, el acelerado. Y los Hobbits, esos infatigables amish de caras rojas castigadas por el sol que no hablan ni media palabra en español y que por las noches repasan sus biblias. Y está el Robert, que peleó y convenció a sus papás para quedarse más días con el todoterreno que ellos necesitaban para trabajar. Y los sacrificados brigadistas de los 4x4...

“A mí me parece que hoy es jueves… oiga amigo, ¿usted sabe qué día es hoy?”. Es viernes y la confusión de Jaime Zambrano es la misma que sufren todos los habitantes de Canoa. Además de medio pueblo, el terremoto quebró también su rutina. “Es que ahora todos los días parecen iguales”, se justifica Jaime. “Por ejemplo, uno sabía que era domingo porque se veía poco movimiento por la calle. Y los lunes venían a dejarme las bielas en la tienda”.

Han pasado seis días desde que la tierra se estremeció, y en apenas cincuenta segundos cambió brutalmente la vida de los canoenses y de millares de personas de Manabí y Esmeraldas.

Por la calle principal pasa una caravana de cuatro carros que llevan el logotipo de la Defensoría del Pueblo. La gente los mira con el ceño fruncido. No traen ayuda, sólo andan inspeccionando. “Otros vienen para tomarse la foto”, dice un hombre canoso que está sacando una puerta de entre los escombros.

A cuadra y media de allí, en el colegio Efraín Cedeño, un heterogéneo grupo de voluntarios descarga un enorme camión que llegó desde la capital durante la madrugada. Forman una cadena humana en la que colaboran raperos llenos de tatuajes, aniñados con gafas Ray Ban, una docena de conscriptos, pescadores locales y media docena de sudorosos amish recién llegados del lejano Ohio.

Al otro lado del colegio, en lo que fuera una cancha de fútbol,  hay un trabajo incesante de camiones y maquinaria que desde la madrugada hasta la medianoche rellenan y aplanan el terreno donde se instalará un albergue para sesenta familias.

Lo que parecen inacabables kits de comida y galones de agua, pasan de mano en mano y se almacenan en las aulas que son ahora la sede del campamento dirigido por los voluntarios.  Es el único en esta zona que ha logrado sobrevivir a las presiones políticas con una impresionante demostración de eficiencia.

Al otro lado del colegio, en lo que fuera una cancha de fútbol,  hay un trabajo incesante de camiones y maquinaria que desde la madrugada hasta la medianoche rellenan y aplanan el terreno donde se instalará un albergue para sesenta familias. Es el sueño de Sebastián Guerrero, más conocido como “El Ternero”, un tipo alto y flaco, peinado con largas rastas. Los prejuicios pueden hacer que lo veamos como otro hippie que vende pulseras, pero estamos ante un extraordinario organizador y un negociador de paciencia infinita.

La organización de la que forma parte se llama Comparte Ecuador, y además de un equipo de veterinarios colombianos, en el campamento se ha formado la brigada 4x4: conductores y vehículos venidos desde Quito para llevar ayuda a los innumerables caseríos donde no han podido llegar ni los camiones militares ni el gobierno.


El campamento está listo. El trabajo de los voluntarios ha sido vital en Canoa y ayudó mucho en Jama.

Voluntarios todoterreno

Hoy se intenta coordinar con los militares que instalan su propio campamento a pocas cuadras del colegio.  Cuando ya se ha logrado acordar con un oficial del Ejército ir a tres comunidades alejadas, una muy joven funcionaria del MIES  exige que cada vehículo de los voluntarios lleve censistas, médicos y funcionarios del Ministerio de la Política. Se le explica que si hiciéramos eso se podría llevar apenas la mitad de la ayuda para personas que la necesitan con urgencia. Pero no entiende razones: “si no llevan a esas personas no pueden ir a entregar la ayuda”, dice. El tiempo apremia y la respuesta de los voluntarios será… ignorarla y seguir.

Después de cargar los vehículos hasta el tope, hay que averiguar a los vecinos cómo alcanzar los sitios más pequeños y alejados: casi una semana después de la catástrofe no han llegado mapas detallados del IGM. La respuesta de ellos es: “están disponibles en nuestra web”. Pero en las zonas afectadas, el internet ha colapsado casi por completo.

Muyuyal es el primer destino. Ha llegado una delegación del gobierno que logró censar a menos de la mitad de las familias. Es que en todas estas zonas rurales las casas están dispersas y hace falta mucho tiempo para eso. La solución de la funcionaria a cargo: que la gente abandone las pocas pertenencias que está cuidando, salga de su casa y vaya a pie a censarse, y luego sí, entregarle la ayuda que necesitan desesperadamente. El presidente de la comunidad no ha sido convocado. Los voluntarios consultan a la gente reunida en la escuelita sobre un líder confiable, y con ellos de testigos se deja la ayuda para el total de familias que se estiman a ojo. Si reciben algo más de lo que necesitan para tres o cuatro días, poco importa: hay comida suficiente y nadie sabe cuándo se restablecerá la cadena económica entre los pueblos y el campo.


La ayuda llega a Muyuyal, donde las casas están muy dispersas.

No hay tiempo para más porque quedan otros sitios difíciles a los que llegar por la tarde. El viaje al caserío de El Cabo es digno de Ripley. Hay que llevar hasta la playa una primera ayuda que recibirán seis familias que viven en una aislada caleta. Hay que pasar por el camino de una hacienda y conseguir encontrar a la persona que tiene la llave del candado…

Puerto Cabuyal en cambio, está relativamente cerca. Pero es un puñado de kilómetros sembrado de trampas: un camino lodoso, estrecho y plagado de deslaves. En algunas partes la tierra se ha quebrado y levantado. El Land Cruiser rezonga y chirría pero lo cabalga un jinete experto.  “Kike” Carreño, además de ser uno de los dirigentes más capaces del campamento, compite en rallys como el de Dakar.

Con sólo un freno útil, el carro aguanta hasta que desembocamos en la playa.  Por la arena mojada, a mano izquierda se llega hasta donde un grupo de familias que se refugia entre cañas de bambú cubiertas de plástico negro. Parte del techo de la escuelita se ha caído. Don Octavio, el dirigente del caserío, nos explica angustiado que se han quedado sin agua: se han derrumbado las vertientes de las que se abastecían. “Los vecinos de más adentro -dice- nos han traído algunos galones, pero ellos no están mucho mejor que nosotros. Aquí se sienten fuertes los remezones. La gente prefiere dormir en la playa, pero también tenemos miedo de que pueda llegar un tsunami”.

Por esa misma razón es que aún no se atreven a salir a pescar. Aunque tampoco les serviría de mucho porque los pueblos donde ellos vendían están paralizados.

El campamento

Los viernes, la calle del malecón de Canoa era una fiesta. Los pequeños bares se veían abarrotados de turistas aprovechando la happy hour de mojitos. Ahora, entre la fina bruma y la llovizna, la calle está desolada. Apenas un par de perros olfatea entre los escombros. Apenas hay sombras que conversan en voz baja en los chozones que quedaron en pie. Y en alguna esquina el aire todavía huele a muerte.

En las mañanas, la poca gente que no ha huido para refugiarse en el campo deambula buscando materiales para construir sus refugios. Hay mucha maquinaria despejando las calles, pero los canoenses siguen agobiados, en shock. Todos han perdido a alguien conocido en una tragedia que se esfuerzan por comprender. Sentados en las veredas, con la mirada perdida, saludan al forastero con una sonrisa dulce y triste.

En el campamento de los voluntarios se percibe una especie de electricidad. Jóvenes enlodados y apurados entran y salen. La actividad no se detiene desde la madrugada hasta la medianoche.

En el campamento de los voluntarios, en cambio, se percibe una especie de electricidad. Jóvenes enlodados y apurados entran y salen. La actividad no se detiene desde la madrugada hasta la medianoche. Se descargan camiones, se organizan convoyes con ayuda, se arman y desarman carpas; los veterinarios atienden perros, gatos y hasta un pavo;  algunos salen a repartir almuerzos por las carreteras, otros hacen inventarios, atienden familias que llegan a buscar víveres, lonas, medicamentos… Despliegan una energía que parece inagotable, y a pesar de que todos son jóvenes nadie se explica cómo aguantan sin quebrarse. “Será porque vemos que nuestra incomodidad es nada al lado de lo que sufre la gente de aquí”, razona "El Negro" mientras revuelve la bodega en busca de un esquivo paquete de azúcar.

Es que apenas desayunan un chocolate con un par de panes de molde, almuerzan y meriendan siempre lo mismo: una funda con arroz, fréjoles y atún (o sardinas) que llegan desde San Vicente, donde otros voluntarios cocinan para casi un millar de damnificados. Dormir en las carpas que trajeron es una tortura: de noche transpiran, y día por medio amanecen empapados por la lluvia que se filtra. Y cuando tienen tiempo van a ducharse en el segundo piso de un hotel, en un cuarto agrietado donde deben esquivar descalzos los vidrios rotos. O esperar hasta muy tarde para tener algo de intimidad y bañarse a baldazos entre los escombros del colegio-campamento.

Ser voluntario

Pero ellos hacen que las cosas funcionen. El albergue que acondicionan trabajando en conjunto con el Comité de Operaciones de Emergencia, COE, avanza a toda velocidad. “El Ternero” resuelve tres o cuatro temas al mismo tiempo: mientras revisa un plano computarizado del albergue, consigue diésel para las máquinas, delega a un voluntario que organice un convoy, habla en inglés con un turista sudafricano que se quedó para ayudar. Con su aspecto, resulta extraño verlo conversar con un coronel, o con la ministra Paola Pabón.  Precisamente ella, se atribuyó en un tuit todo el trabajo, pero la reacción en las redes sociales la obligó a corregir diciendo que se trataba de un “trabajo coordinado”.


Los polémicos tuits de Paola Pabón. Aún en su rectificación, no dejó de salir en la foto (con sombrero blanco).

La capacidad desplegada por los voluntarios les ha hecho imprescindibles, al menos por ahora. A tal punto se han ganado el respeto de las autoridades, que les pidieron asesoramiento para mejorar la mala gestión que había en Jama.

Y están Jorge con sus ideas filosóficas, y El Negro, con sus brazos tatuados. Y la Agus, que organizó la bodega. Y el Javi, que todo lo soluciona. Y Diego, el paramédico. Y Johan, el Gordo, un colombiano que se quedó a vivir en Canoa y conoce a todo el mundo. Y Juan Pablo, el acelerado. Y los Hobbits, esos infatigables amish de caras rojas castigadas por el sol que no hablan ni media palabra en español y que por las noches repasan sus biblias. Y está el Robert, que peleó y convenció a sus papás para quedarse más días con el todoterreno que ellos necesitaban para trabajar. Y los sacrificados brigadistas de los 4x4 que llegaron en sus carros y pagaron la gasolina y se metieron por caminos inverosímiles para llevar comida y consuelo. Para todos ellos –y los muchos que me olvido- sólo tengo respeto y admiración. Estas chicas y muchachos son parte de la reserva moral que aún atesora el Ecuador.

Breve epílogo

Y pasó que de repente. A los diez días exactos del terremoto, Canoa comenzó a despertarse de una especie de sueño zombi. La primera señal llegó con la música que tímidamente salía de una casa. Se rompió el silencio. Y las calles se poblaron de gente regresando para recuperar sus cosas de entre los escombros y reparar lo que se pudiera. Otros llegan con sus familias para levantar un refugio temporal en el campamento que colinda con el cementerio del pueblo. En la playa, un grupo de pescadores achicaba el agua de las lluvias que había inundado sus botes abandonados.

En el atardecer, una niña juega con su perro y se persiguen por la playa. Se me ocurre que lo está haciendo a propósito, para dejar en claro que la vida es más fuerte, y que siempre termina por ganar. Siempre.

  Entrevistas  

"Los voluntarios y los militares
han hecho un esfuerzo enorme".

Enrique “Kike” Carreño, 27 años, estudia Publicidad en la UDLA. Diez años de voluntariado.


Kike, de camiseta amarilla, es uno de los coordinadores del campamento.

¿Qué es Comparte Ecuador?

Nace con el mismo terremoto, con los voluntarios que ya habíamos trabajado juntos en Un Techo para Mi País. Apenas nos dimos cuenta de la magnitud del desastre empezamos a activar a la gente y escogimos un nombre para identificarnos como una organización de voluntarios de la sociedad civil. Hicimos una primera reunión para dividirnos coordinaciones: construcción de infraestructura, ayuda externa, brigadas 4x4, comunicaciones, coordinación desde Quito, transporte de ayuda, etc. Luego conseguimos que nos presten el coliseo del colegio Benalcázar,  de Quito, y varios camiones y por medio de las redes sociales comenzamos a reclutar voluntarios dispuestos a venir aquí.

¿Cómo consiguieron instalar este campamento?

Cuando llegamos a Canoa todo el mundo corría para todos lados, todavía intentando sacar a la gente, era muy poco lo que se había organizado. El colegio donde ahora está el campamento ya estaba ocupado por militares, pero conversando con ellos nos lo reasignaron. Claro que al inicio tenían desconfianza de que fuéramos unos improvisados, pero cuando explicamos los planes que teníamos se dieron cuenta de que nuestra experiencia era valiosa y podía ser aprovechada.

¿Cómo se dividen las tareas con Sebas?

Bueno, él sabe más de diseño estructural, está más enfocado en la construcción del albergue. Yo me relaciono más con la gente de Canoa y sus necesidades y con la organización de los voluntarios. Los dos somos frescos, nos complementamos bien.

¿Cuánta ayuda han logrado repartir hasta ahora?

Los voluntarios de Quito hicieron un trabajo enorme: son ya más de cien toneladas las que descargamos de los camiones.  No sólo recolectando la ayuda, sino también empacando kits que a cada familia le duran tres o cuatro días. Eso tiene una enorme ventaja: permite cargar carros pequeños para llevar a caseríos aislados. Los militares han hecho aquí un esfuerzo grande, pero sus provisiones llegaron a granel y no tenían fundas más pequeñas para empacarlas. Nosotros les entregamos una parte de nuestros kits a cambio de materiales que necesitábamos para construir el albergue. Con ellos coordinamos muy bien.

"Hay que mantener un sentimiento de comunidad".

Sebastián “El Ternero” Guerrero, 27 años, título en Administración de empresas de la USFQ. Diez años de voluntariado.


Sebastián Guerrero, "El Ternero", de camiseta azul y rastas, junto a Kike. De espaldas, la ministra Pabón.

¿Cómo aprendiste a organizar?

Mi primera escuela fue Un techo para mi país, hace ocho años. Ahí aprendí cómo organizar hasta 150 personas para construir grupos de casas. En los veranos viajaba a Estados Unidos a trabajar en un enorme parque de diversiones  con la tarea de entretener a grupos de visitantes. Esa dinámica me sirvió de mucho porque luego emprendí un viaje de tres años por países como la India. En la región de Varkala organizaba gente para entregar ayuda humanitaria a gente de la calle. En Sri Lanka aprendí a diseñar eco-aldeas y a hacer impermeabilización de suelos, que es básico para construir un sitio donde los refugiados puedan vivir.

¿Y de qué vives?

Bueno, me paso entre tres y seis meses en Estados Unidos, trabajando en ese parque de diversiones. Y parte de ese dinero lo ahorro para luego hacer voluntariado en cualquier parte del mundo donde me pidan que vaya. Ahora llevo siete meses en Ecuador y hago diseños de permacultura, es decir, asentamientos humanos ecológicamente sostenibles.

¿Qué problemas tuvieron en su relación con el gobierno?

Al comienzo las autoridades que llegaron no tenían conocimiento de cómo reaccionar con un estado de emergencia y relacionarse con las comunidades. Nosotros eso sí lo teníamos claro. Primero encontrar un sitio donde ubicar a los damnificados, impermeabilizar el suelo, construir una infraestructura que no te cause focos de enfermedad… Nada de eso lo veía el gobierno al principio. Se limitaban a un esquema burocrático de ayuda inmediata: simplemente querían hacer un refugio temporal, una especie de acampada de fin de semana con carpas pequeñas. Y sin un sistema que dé una buena vida a las personas que se quedaron sin su casa, estarían obligadas a irse del pueblo. Nosotros lo veíamos más hacia delante, porque en este albergue vivirá gente por varios meses. Por suerte logramos convencerlos de que esto era necesario hacerse, aunque tomara más tiempo y recursos.

¿El gobierno les pidió asesoramiento para otros lugares?

Sí. Luego de unos días, cuando vieron que esto avanzaba bien, la ministra Pabón nos dijo que necesitaba ayuda en Jama. Me fui allá y  vi que había poca gente que supiera qué hacer: apenas dos personas estaban encargadas de más de un centenar. Eso era incontrolable. Les expliqué cómo organizarse en la ayuda para restablecer a la comunidad, los roles de cada persona en la organización interna, la gestión de riesgos. Y también que debían trabajar con la mirada puesta en darles a los damnificados un albergue, no un campamento precario. Faltaba esa mirada de mantener un sentimiento de comunidad también en Jama. Que no se disuelva por la tragedia.

¿Qué tendrá el albergue de Canoa?

Hablamos de una comunidad de unas 300 personas,  basada en un sistema de eco-aldea o pueblo de transición, donde el albergado es también voluntario para trabajar en el albergue. Más adelante haremos pequeños restaurantes y un mercadillo y los excedentes se repartirán entre todos. Habrá áreas comunales: un comedor, una guardería, huertos, un mercadillo de frutas y pescado, un taller para ancianos, baños completos.

¿Qué futuro le espera?

Hay dos posibilidades: la primera es que la gente se vaya de a poco y el albergue desaparezca, y la otra que el sistema sea exitoso y vayan transformando esto en una comunidad permanente. Ellos son los que van a decidirlo con el tiempo.

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