
La mala hora
Volver a Canoa en estas circunstancias trágicas fue como vivir una suerte de déjà vu. Las escenas se parecían demasiado a las del terremoto de agosto de 1998. Con la diferencia de que, por entonces, el pueblo era mucho más pequeño y la muerte pasó de largo.
Esta vez, en Canoa se perdieron 36 vidas y un centenar de familias se quedaron sin hogar. Hoteles y restaurantes se destruyeron o sufrieron daños graves. Una semana después del sismo del 16 de abril, la gente continuaba refugiada en campamentos improvisados en las orillas de los caminos. Aún estupefacta, regresaba por las mañanas para escarbar entre los escombros con la mirada extraviada, dolida.
Uno podría haber jurado que el tiempo se había detenido si no fuese porque, en ciertas esquinas, máquinas enormes quebraban el silencio demoliendo edificios resquebrajados.
Y así, un día sucedía al otro, casi calcado. El mismo sol por la mañana, los temblores por la tarde, la lluvia por la noche. Hasta que el día décimo después de que la tierra se encabritara, algo cambió. Se demoró un poco más que Lázaro, pero, repentinamente, Canoa volvió a la vida. Los primeros síntomas aparecieron en la playa: una música saliendo tímidamente de un patio; un grupo de pescadores achicando el agua de sus botes. Luego, las calles vieron pasar adultos, niños y viejos armados con palas y martillos. Desalojando lo irrecuperable. Reparando lo que se pudiera salvar. En el atardecer, una niña jugaba a esquivar las olas con su amigo peludo. Era el regreso de la vida.
A la deriva.
Y aún sonríen.
Y el mar.
Demolición.
La retina y la lente se van repletos de sonrisas tristes, de gestos solidarios y de una voluntad infinita por reconstruir un paraíso al que ellos no piensan renunciar. Y con esto, la certeza de que Canoa renacerá más linda y más fuerte que nunca. A imagen y semejanza de su gente.
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