
Fotomontaje: PlanV
“Aquí estamos, siempre estuvimos aquí, pero nunca nos vieron”
Este es el segundo de varios análisis sobre el paro de octubre. Lea la PRIMERA PARTE, TERCERA PARTE, CUARTA PARTE, QUINTA PARTE
Imaginemos a una joven de 20 años, del barrio San Roque de la ciudad de Quito, que participó en las protestas de octubre. No pudo ingresar a la universidad, no tiene trabajo ni ingresos, vive con sus padres y su mundo inmediato de representación es su cuarto y su barrio. Pero esta joven tiene un smartphone, está conectada todo el tiempo al Internet. Sus imágenes del mundo están sumergidas en la globalización. Es una joven globalizada que vive en un mundo precarizado.
¿Y el joven indígena de 18 años que no acabó el colegio, que al menos consiguió un trabajo de albañil en la ciudad de Guayaquil? Va a la ciudad para, en largas y extenuantes jornadas, construir un edificio de lujo. Al mediodía juega fútbol, se divierte con sus compañeros y come algo. Sabe muy bien que necesitaría diez vidas para lograr adquirir un departamento como el que está edificando. Ni siquiera lo sueña. Luego, cuando puede, regresa a la casa de sus padres en el campo, a una actividad agrícola que ya no permite la supervivencia de la familia. Este joven tiene su foto en Facebook y la cambia cada cierto tiempo en su smartphone de última generación, que adquirió dedicando una buena parte de sus ingresos de albañil. Así de importante es para él.
Al mirar los vídeos de las movilizaciones, se puede apreciar que las personas que estaban al frente de los hechos más duros y violentos, de ataque en unos casos y de resistencia en otros, eran jóvenes, principalmente hombres, adolescentes y menores de 30 años. La gran mayoría de ellos, jóvenes de escasos recursos de barrios urbano-marginales, jóvenes del campo, indígenas y campesinos. Una nueva generación que encarnó una identidad y un liderazgo diferentes y desconocidos para el Ecuador.
Fue la irrupción de un nuevo actor, que hizo su presentación triunfal más allá de los intereses políticos inmediatos, más allá de organizaciones sociales indígenas, campesinas o sindicales. Un actor que desbordó toda expectativa de contención y dirección política. Fue, quizás, el actor, en camino de constituirse en sujeto político, que encarnó al gigante de mil cabezas. Habitantes del nuevo mundo global que viven en comunidades y barrios, inmersos en la globalización simbólica y, sin embargo, excluidos de las conquistas de la modernidad. Un sujeto social que carece de representación política.
Las personas que estaban al frente de los hechos más duros y violentos, de ataque en unos casos y de resistencia en otros, eran jóvenes, principalmente hombres, adolescentes y menores de 30 años.
El nuevo actor que irrumpe en octubre, los jóvenes de escasos recursos del campo y la ciudad, nacieron en su mayoría luego del año 1990. Y sí, cuando se hablaba de un millennial no imaginábamos a un joven indígena, o a un metalero, nos imaginábamos a un estudiante del Colegio Tomás Moro, o de la Universidad San Francisco, de la UEES o de la PUCE. ¿El millennial indígena es invisible ante la sociedad?
Estos jóvenes del campo y la ciudad están expuestos en todo instante a las maravillas del mundo simbólico de consumo, de realización de todos los sueños, del amor platónico, de los viajes de placer a los lugares más bellos, viven en la representación global del capitalismo postindustrial, en la era de la sociedad del conocimiento, pero su vida material y cotidiana no tiene la más mínima expectativa de realización y no tiene relación alguna con ese mundo soñado que no sea una pantalla. Viven en la marginalidad real sin un horizonte de futuro deseable y sin certidumbres. Esta realidad material contrasta con el fetiche simbólico de la globalización percibida desde el Internet, un mundo enorme, de consumo, de placer y de riqueza. En su teléfono inteligente, frente a sus ojos y en sus manos, tienen un recordatorio constante de aquello que desean pero no pueden tener, un recordatorio permanente de todo lo que no son y no podrán ser. Una recurrencia obsesiva de la desilusión.
¿Podría decirse que gracias al Internet y a la globalización ahora los jóvenes tienen una percepción más cercana respecto de la injusticia en la que viven? Es decir, si todos los días miras en la pantalla, en esta ventana al mundo, a personas de tu misma edad que disfrutan un postre en un restaurante de lujo en cualquier país, la compra de zapatos de marca, el paseo en un descapotable y la fiesta donde hay jóvenes hermosos que disfrutan de una exuberancia hedonista, entonces es probable que en el fondo siempre te estés comparando, acumulando desencanto, frustración, ira y dolor, frente a todo lo que no tienes, de frente a todo lo que no eres. Porque eso hemos aprendido: somos en función de lo que tenemos.
Estos millones de jóvenes en el Ecuador (y en el mundo) tienen una sed enorme por el sentido, por llenar de significación unas vidas tomadas por la desesperanza. Sea de manera espontánea y sin proyecto político, o sea por la vía del relato épico revolucionario, estos jóvenes pueden ver en la acción violenta una forma de redención y de cambio frente a un mundo que les ha negado todo. Solamente tienen la fuerza de sus cuerpos y el aire de sus pulmones para manifestar su presencia. Si a estos jóvenes se les presenta la posibilidad de ser héroes de un proyecto de transformación radical, entonces se verán redimidos y podrán reemplazar su vida sin sentido, por un futuro pleno, futuro en el que se sentirán protagonistas, hacedores de otro mundo, héroes. Pero, incluso, y éste puede ser el escenario más complejo, sin un proyecto de transformación, este nuevo actor puede entregarse a la violencia contra un sistema que, piensan, los hace miserables, pudiendo llegar al extremo de poner en juego su propia vida.
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