

Para los ecuatorianos el castigo corporal a los niños no solo es normal, sino necesario para ser unas personas de bien y por lo tanto lo asimilan como una práctica valiosa para su vida. Entre los castigos más recurrentes están los correazos, las nalgadas, los jalones de oreja, los baños de agua fría. Los menos frecuentes, en cambio, son los roces con ortiga, los azotes con cabestros o varas, las patadas. En Ecuador, usar esas formas de violencia constituye la mejor manera de criarlos. Así lo revela el estudio académico “Crecer con violencia: los castigos corporales dentro del hogar”, de los investigadores Alexandra Serrano, Daniela Castro y Mario Merlo, lanzado por el Centro de Publicaciones de la Pontificia Universidad Católica el viernes pasado.
En 208 páginas, los autores profundizan este tema y van más allá de las encuestas. Es una investigación sobre todo cualitativa que busca explicar por qué el castigo es una opción no solo recurrente en la crianza de los niños, sino necesaria, según los padres. Para ello entrevistaron a profundidad a 114 personas de Quito, Guayaquil y Puyo entre 2016 y 2017. La muestra incluyó adultos, hombres y mujeres profesionales, entre 20 y 59 años de edad, residentes en las zonas urbanas de las tres ciudades, de clase media y media alta.
De los 114 entrevistados, solo 11 personas -8 mujeres y 3 hombres- afirmaron a los investigadores que nunca recibieron castigos corporales en su infancia y adolescencia. Además, encontraron que el castigo corporal es “un fenómeno que se ha mantenido más o menos invariable durante varias generaciones”. La violencia contra los menores ocurre sobre todo en sus hogares y en las escuelas, los lugares que se suponen deben ser los más seguros. “En este contexto, los castigos corporales constituyen una expresión de la amplia gama de manifestaciones de la violencia que se vive cotidianamente en nuestra sociedad”, explican.
Pero ese estudio halló que la incidencia de castigos corporales es mucho mayor a lo registrado en otras investigaciones con muestras más amplias y basadas en encuestas. Se refieren a la Encuesta de Niñez y Adolescencia en el marco de la Intergeneracionalidad (ENAI) de 2015. Con en esos datos, el Observatorio Social del Ecuador concluyó que entre el 31% y el 35% de los niños, niñas y adolescentes de la Costa, Amazonía y Sierra han recibido castigo físico. También se conoció que tanto en el área urbana y rural entre tres y cuatro de cada diez menores reciben golpes cuando cometen alguna falta. No se encontraron mayores diferencias por género: hombres y mujeres han sido castigados por igual. Los niños que registran más maltratos tienen entre 5 y 11 años. Los más pequeños son los más golpeados tanto por padres como por profesores. Los docentes que trabajan en el campo, dice el estudio del 2015, golpea más a los niños que aquellos que están en las ciudades. Por etnia, los menores afrodescendientes son los que más sufren.
Ahora, el nuevo estudio revela que esas cifras se han quedado cortas. El 90.3% de ellas dijo haber pasado por situaciones de uso del castigo físico. Pero, además, como señalan los autores, las entrevistas también permitieron identificar que las personas no consideran que hayan vivido un castigo corporal, aunque es evidente, según su relato, que pasado por ello. Citan como ejemplo el testimonio de un hombre de 50 años que dijo no haber sido castigado: “bueno al ser yo el último de los hijos entre 5 hermanos, siempre al último como que se le tiene un trato especial, al menos en el tema de que recibe más cariño y más atención, y realmente no recuerdo, salvo alguna vez alguna travesura he de haber hecho que mi mami tuvo que bañarme en agua fría, me corrí toda la casa y no dejaba que me atrapen”.
6 de cada 10 niños del mundo (unos 1.000 millones) de 2 a 14 años de edad sufren de manera periódica castigos físicos a manos de sus cuidadores, según Unicef (2014).
La investigación devela además que los niños a lo largo de su vida terminan asumiendo a los castigos como una “parte valiosa de su experiencia vital”. De hecho, de los 90 entrevistados, 64 valoraron de forma positiva la experiencia de haber sido castigados. El dolor, el temor u otros sentimientos que les produjeron esos maltratos quedan como parte de su infancia y creen que esas situaciones impactaron en su formación adulta. Así lo refleja este testimonio de una persona de 34 años: “Bueno yo creo que eso a uno le ayudó en cierta forma a ser un poquito más empático en las personas que uno le rodean eso por un lado, por otro lado, ser una persona un poquito más respetuosa con respecto a la vida de la otra persona, y a sus pertenencias y a sus tipos de cosas”.
También es ilustrativo este fragmento de una entrevista, cuando el participante dice que las palabras son más violentas que los golpes:
Entrevistador: “¿Qué nivel de efectividad cree usted que tuvieron estos métodos que utilizaron sus padres?”
Participante: “Yo creo que si sirvieron, sobre todo los correazos.”
Entrevistador: “¿Por qué esos sirvieron más que los otros?”
Participante: “Porque era un correazo, generaba un resentimiento. Pero en cambio las habladas creo que eran más ofensivas y no funcionaban. Los correazos me dieron disciplina, bueno ambos pero los correazos más.”
El estudio dice que los entrevistados vincularon su formación como adultos correctos y positivos con los castigos recibidos en la infancia. “En otras palabras, atribuyen a que sus mayores los hayan golpeado y/o bañado en agua fría para reprimir su mal comportamiento, el que en su adultez se hayan convertido en personas mejores. Luego, para ellos, los castigos corporales recibidos fueron algo bueno, un verdadero regalo entregado para su bien”, concluyen.
41% de niños ecuatorianos fueron disciplinados con castigos, según cifras del 2010. En América Latina el porcentaje llegó al 50%.
Padres, dueños de sus hijos
Los autores buscan dar respuestas a esta violencia y el porqué de su arraigo en la sociedad ecuatoriana. Una de esas explicaciones las ha encontrado en las representaciones, aquellas construcciones sociales que justifican una práctica. Y una de ellas es la figura del padre como propietario de sus niños, incluso como los únicos que pueden castigarlos. En las entrevistas, en general, las personas dijeron que no están a favor que un tercero los maltrate, que es un derecho solo de los progenitores.
También se cree que los niños están en la imposibilidad de comprender y razonar con ellos. En ese sentido, tanto la única forma en la que se puede corregir su conducta es a través del golpe. Los autores sostienen que esa sería una de las razones por la que los más pequeños es el grupo más castigado. Al 2015, padres y madres castigaron más a los niños entre 5 y 11 años. La cifra llegó al 42%, el doble de lo registrado en los niños entre 12 y 17 años (19%), según la ENAI.
El temor, el miedo y la desconfianza es el aprendizaje que promueven estas prácticas, dice el estudio. Es sorprendente leer los testimonios de cómo los castigos que han sido extremos o han causado mucho dolor físico y hasta humillación son asimilados como acciones “por su bien” y minimizan las afectaciones. Este es uno de los relatos recogidos en la investigación: “No tengo ningún trauma o decir ¡uy mis papás me pegaban y no lo quiero recordar! o algún trauma de ser introvertida, no tengo ningún trauma nada de eso, es más casi ni me acuerdo de las situaciones por las que me hablaban, yo digo eran situaciones en que yo desobedecía o yo no hacía caso a mi mamá, de eso si me acuerdo porque hasta ahora lo hago, pero de ahí ningún efecto negativo, ninguno. Más bien yo estoy agradecida con mis papás porque de una u otra manera ellos querían que sea una mujer de bien y no lo hicieron tampoco al extremo porque yo he visto que hay situaciones en los que he visto que pierden sus límites y no deberían hacerlo, pero en mi caso no hay ningún efecto negativo, más bien yo estoy agradecida con mis padres me corrigieron e hicieron que las cosas estén bien y estoy contenta con eso”.
El divorcio con los derechos humanos
En Ecuador el castigo corporal está prohibido en los entornos educativos y su uso es ilegal en centros de privación de libertad, sin embargo, no está prohibido al interior de los hogares como práctica de crianza, dice la investigación. Tanto en el Examen Periódico Universal (EPU) del 2012 y 2017 se recomendó al Ecuador que introdujera legislación para prohibir los castigos corporales en todos los ámbitos, incluida la familia, la escuela y todos los lugares de privación de libertad. Asimismo, el Comité de los Derechos del Niño pidió manifestó su preocupación en el 2010 por la falta de prohibición explícita de esos castigos en el hogar “y sigan siendo una forma de disciplina culturalmente aceptada en la familia y en otros ámbitos, como las escuelas y otros lugares de atención a los niños”. Ese mismo año, el Comité contra la Tortura urgió al Ecuador prohíba expresamente el castigo corporal de niños en el hogar.
En la actualidad se discuten las reformas al Código de la Niñez y Adolescencia y dentro ellas hay el planteamiento de incluir la prohibición de castigos corporales dentro del hogar.
Sin embargo, los autores hacen una fuerte crítica al discurso de los derechos humanos sobre este tema. “Estamos ante una situación en la que el discurso de los derechos humanos está divorciado de lo que una mayoría de la población concibe y realiza como lo correcto. Quizá por ello, los esfuerzos provenientes de los expertos y de los organismos internacionales por lograr que los estados adopten políticas para perseguir la práctica de castigar físicamente a los niños en cualquier ámbito, no demuestran ser exitosos. Dicha práctica se mantiene como altamente aceptada e incluso valorada socialmente”.
Para los investigadores, este divorcio se refleja en que los expertos de los organismos internacionales de derechos humanos, por lo general, académicos de élites sociales de los países del norte, “saben” cómo deben criarse a los niños y consideran a los castigos como tratos degradantes. Es decir, para los observadores internacional, se han violado los derechos de los niños y merecen una reparación integral. Pero la perspectiva de los padres es otra, quienes han asimilado como normal a los castigos, considerándolos beneficiosos y por lo tanto replican la práctica en sus propios hijos. Por eso los autores se preguntan si la prohibición de los castigos en los hogares erradicará esa práctica social. Y responden: “Seguro que no, pero puede contribuir a restar legitimidad social a la práctica, en la medida en que el estado esté dispuesto a exigir coercitivamente su cumplimiento”.
Por otro lado, en el informe del primer debate del Proyecto de Ley Orgánica para una niñez y adolescencia libre de castigos y penas degradantes se plantea que esas prácticas están normalizadas y que “expresan formas culturales y socialmente legitimadas de corrección y educación primordialmente por parte de madre, padre y adultos con responsabilidad de cuidado, protección y educación”. Si existe ese consenso, los autores apuntan que al “prohibirlos implica generar una ‘anormalidad’, una medida ilegítima social y culturalmente. En consecuencia, difícilmente una prohibición legal será suficiente para erradicar una práctica social y culturalmente legitimada y normalizada”.
Los golpes, los baños de agua fría y los correazos -asegura la investigación- son ampliamente valorados como símbolos de crecimiento personal, corrección y valores sociales. “Estamos frente a una problemática compleja, que involucra niveles de violencia estructural, violencia simbólica y violencia directa”. De ahí que, para erradicarlos, sugieren una “política afectiva” que lleve a descalificar esas prácticas hasta asignarles un nuevo contenido simbólico en la sociedad ecuatoriana.
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