

El auto de Google que se conduce solo, Google Car, es un prototipo del gigante de internet que se maneja de modo autónomo gracias a conecciones satelitales.
Si no ha oído hablar aún del Internet de las cosas, vaya aceitando su imaginación para pensar todas las cosas que podrían cambiar cuando los objetos puedan “conversar” con nosotros. Una mañana cualquiera usted sale a trotar. Lleva en su muñeca una banda con sensores o un reloj inteligente. Todos sus signos vitales están siendo monitoreados: desde su ritmo cardíaco hasta la composición química de su transpiración. Los datos se transmiten a su teléfono y se almacenan en la nube. Su médico los recibe al instante. Si hay algo fuera de lo común, le programará una consulta. No hará falta ir al laboratorio: el inodoro también ha estado analizando diariamente todos sus desechos.
A la hora del desayuno, el sensor de la sartén avisará que los huevos revueltos están a punto, y el plato le indicará cuántas calorías está por consumir. Todos los aparatos de la cocina entonarán un simpático coro para recordarle que su colesterol sigue elevado y hay que comer más verduras.
A la hora del desayuno, el sensor de la sartén avisará que los huevos revueltos están a punto, y el plato le indicará cuántas calorías está por consumir. Todos los aparatos de la cocina entonarán un simpático coro para recordarle que su colesterol sigue elevado y hay que comer más verduras. Tras la humorada, la refrigeradora enviará al teléfono un recordatorio de que se acabó la leche y la alacena se quejará de que la lata de palmitos caduca en un mes.
Apenas montarse en el carro el retrovisor detectará en sus pupilas cuál es su estado de ánimo, y le enviará una orden a la radio para que programe la música más adecuada: “viernes, bachata”. Otro sensor detectará que queda poca gasolina en el tanque y el automóvil irá directo a recargar. Por su cuenta, porque cada vez serán menos los que permitan ser conducidos. Redes de sensores incrustados en el asfalto los irán guiando, calculando velocidades y detectando peatones para evitar choques.
Las multinacionales alistan la batalla
Aún suena a ciencia ficción, pero todo va en esa dirección. Y muy rápido. El auto sin conductor que hace dos años parecía un juguete de Google, ha desatado una competencia desenfrenada en la que participan Ford, Mercedes Benz y otros gigantes de la industria. El gobierno de Obama ha destinado USD cuatro mil millones para proyectos piloto, y Google pondrá a corto plazo al menos 2.500 vehículos autónomos en las calles.
Hace poco más de un mes, entre la agobiante cantidad de información de la red, una escueta noticia anunciaba que la multinacional Sony había pagado 212 millones de dólares por Altair, una pequeña empresa israelí. El motivo para tan enorme cifra es que Altair ha desarrollado un sistema que permite conectar diversos aparatos entre sí mediante LTE, la tecnología que utilizan los smartphones, con alta velocidad y menos consumo de energía que el bluetooth.
Los grandes conglomerados económicos se posicionan en la carrera por dominar la infraestructura básica del fabuloso negocio del Internet de las Cosas (IoT por su siglas en inglés). Ericsson, Nokia, Sony, Huawei, Vodafone, Samsung e Intel intentan pegar primero para imponer su propia tecnología en la detección, soporte y transmisión de datos. Los fabricantes de smartphones ya han lanzado aplicaciones para controlar los objetos: la de Apple se llama HomeKit, y la de Android, Brillo.
Posibilidades infinitas
A la IoT se la califica ya como una nueva revolución industrial y se hará posible por el abaratamiento de los procesadores y de los sensores que recogen información, por la expansión del internet y el aumento en la velocidad de la transmisión de datos.
Si cambiar las cocinas a gas por las de inducción significa un enorme negocio en Ecuador, imaginen reemplazar a escala mundial todos los aparatos domésticos por modelos “inteligentes”. En el año 2009 había tantos aparatos conectados a internet como personas en el mundo, y para el 2020 se estima que serán 50 mil millones conectados y generando datos. Seis aparatos por cada habitante. Y no sólo objetos: también la salud y el crecimiento de plantas y animales podrán ser monitoreados, algo que ya existe a muy pequeña escala.
Hay un proyecto en curso que no le vendría mal a Guayaquil: instalar en las alcantarillas sensores que avisan cuando están taponadas.
Más avanzados están los procesos industriales y los sistemas urbanos basados en el IoT: control de semáforos, vías de tren, contaminación ambiental, alumbrado público y cámaras.
Hay un proyecto en curso que no le vendría mal a Guayaquil: instalar en las alcantarillas sensores que avisan cuando están taponadas. Microchips pueden alertar sobre señales de fatiga de material en un puente o una represa.
En fin, las posibilidades son infinitas porque todos los aparatos se irán conectando entre sí y con las personas en una red mundial. Una especie de Facebook elevado a la enésima potencia.
Amazon Echo es un altavoz de manos libres que se puede controlar con la voz. Echo se conecta al servicio de voz Alexa, para reproducir música, proporcionar información, noticias, resultados deportivos, el clima, y mucho más, al instante. Todo lo que tiene que hacer es preguntar.
La privacidad, primera víctima
Y habrá, claro, todo tipo de consecuencias indeseadas. No porque se trate de “aparatos inteligentes”, como se los suele vender. No es que el acondicionador de aire se podrá declarar en huelga o la tostadora darnos una puñalada por la espalda.
Hablamos por ejemplo de la pérdida absoluta de la privacidad. Porque los aparatos recopilarán e intercambiarán información sobre nosotros: gustos, horarios, estadísticas de consumo, etc. Seremos tan predecibles que las empresas se anticiparán a nuestros deseos. En algún momento será imposible que alguien no sepa dónde estamos, qué hacemos, con quién, y hasta qué comimos. Los objetos que nos rodean sabrán más de nosotros que la vecina chismosa y la Senain, juntos. Los usuarios tendremos que librar una batalla por el derecho a decidir qué datos queremos compartir.
Los objetos que nos rodean sabrán más de nosotros que la vecina chismosa y la Senain, juntos. Los usuarios tendremos que librar una batalla por el derecho a decidir qué datos queremos compartir.
El otro grave peligro es la seguridad. Por más encriptados que puedan estar los códigos, alguien podría tomar el control de nuestros aparatos y hacernos la vida imposible. Porque nuestra creciente dependencia de la comodidad que nos proporcionarán los aparatos nos tornará cada vez más vulnerables a estos ataques, incluso a fallos tan normales como un simple corte de luz.
Y finalmente, otro dilema: si el internet está permitiendo democratizar progresivamente la información y el conocimiento, ¿el Internet de las Cosas ayudará en algo a acortar las enormes brechas sociales? Difícil, porque para interconectar objetos, primero hay que contar con la posibilidad de tener esos objetos, ¿no?
[RELA CIONA DAS]



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