

Fotomontaje: PlanV
Lea en la primera parte: El salvataje del siglo. Lea la segunda parte: El via crucis empieza el Miércoles de Ceniza.
Los lunes se convirtieron para los ecuatorianos en días de terror. Tras los descansos de fin de semana, desde el primer lunes de marzo, empezó una serie de sobresaltos que coincidían con el primer día laborable de la semana.
La última semana de febrero y la primera de marzo, los bancos soportaron retiros masivos de dinero a raíz del intenso rumor de una probable incautación de divisas. Las autoridades económicas hicieron desmentidos públicos, pero la desconfianza de los agentes económicos en el gobierno pesó más: percibieron un riesgo mayor y sacaron el dinero de los bancos.
Entre el sábado 6 y domingo 7 de marzo de 1999, una serie de reuniones de las autoridades del gobierno (en realidad tres personas: Mahuad, Armijos y Egas Peña, Súper de Bancos) con algunos banqueros, ajenas al conjunto de ecuatorianos, determinaron el inicio de una cadena de decisiones por parte del régimen, que habrían de llevarlo al fracaso: otro de los principales bancos de la Costa, el Banco del Progreso, estaba a punto de cerrar sus puertas. Con 720 mil clientes, el banco ocupaba el primer lugar en la captación de inversiones gracias a que pagaba los mayores intereses en el mercado.
La tarde y noche del domingo 7 de marzo, el Presidente, su Ministra de Finanzas y el Superintendente de Bancos se habían reunido con diversos analistas y banqueros para resolver la situación de este banco. Las reuniones fueron en Palacio, solo la elite sabía que algo estaba pasando, otros altos funcionarios ya sabían lo que se cocinaba y por tanto tomaban medidas...
La versión oficial, y aceptada sin chistar, era que "no se podía dejar quebrar otro banco de esa magnitud, porque caería todo el sistema financiero". Estas consultas incluyeron a los líderes políticos del PSC y por instancias de los dirigentes empresariales de la Costa, también se realizaron consultas con funcionarios de la Fundación Mediterránea, que dirigía entonces el ministro de Economía y gurú económico argentino, Domingo Cavallo.
A las cinco de la madrugada del lunes, las autoridades mencionadas resolvieron, sin más, la aplicación de un feriado bancario nacional. Por ese solo día, lunes 8 de marzo, los bancos no abrirían sus puertas.
La medida, sin precedentes en la historia nacional, sorprendió a la población y, curiosamente, a la propia Asociación de Bancos Privados y al Directorio y Presidente del Banco Central.
La versión oficial señaló que se había tomado esta medida temporal ‘para impedir la fuga de divisas y su impacto en el precio del dólar. Pero, la medida coincidió con el inminente colapso del Banco del Progreso, que había solicitado al BC un crédito de 1.000 millones de dólares y su ingreso a la Agencia de Garantía de Depósitos para un posterior proceso de saneamiento en las mismas condiciones favorables para Filanbanco.
La falta de información y explicación de las autoridades sobre el feriado bancario pesaron en el ánimo de los depositantes. La paralización fue casi total incluso bajo la consideración de que muchas personas realizaban sus gestiones de inicios de semana para cubrir cheques y hasta para comprar alimentos. La mayoría de desesperados ciudadanos acudió a los dispensadores automáticos de dinero, que aún funcionaban en varios bancos. Pero, entonces, la Superintendencia de Bancos conminó por escrito a varios banqueros a cerrar los cajeros, bajo la pena de cárcel.
USD 1000 millones de crédito y el ingreso a la AGD había solicitado el banco del progreso.
Antonio Acosta, gerente del Banco de Pichincha, el más grande de la Sierra y uno de los mayores del país, respondió a la autoridad de control que estaba dispuesto a ir preso pero que no podía dejar de servir a sus clientes. Cuando el gerente del Pichincha recibió la autorización de su Directorio para alimentar con dinero a sus cajeros, varias patrullas policiales impidieron la salida de los furgones de las oficinas matrices del Banco, ubicadas en el centro de Quito. La justificación policial fue la existencia de informaciones donde se aseguraba que ese banco estaba sacando dinero en sus camiones hacia Colombia.
Esta fue parte de la serie de rumores y contra informaciones que circularon en todos los niveles de la sociedad ecuatoriana. El comercio cerró sus puertas y el transporte público y privado disminuyó en un 50%. Sobre el ánimo de la gente pesó también la inminencia de una convocatoria a un paro nacional hecha por los sindicatos, programado previamente para los días miércoles y jueves de esa semana.
La esperanza de que el feriado bancario duraría solo ese lunes se esfumó cuando un escueto comunicado de la Superintendencia anunciaba su prolongación para el día siguiente. Sin la posibilidad de dinero efectivo, la gente empezó a desesperarse. En la ciudad costera de Portoviejo, 300 kilómetros al occidente de Quito, las manifestaciones de protesta derivaron en saqueos a tiendas y restaurantes. El vandalismo causó un muerto en esa ciudad y la violencia amenazaba con trasladarse a Guayaquil, el más populoso e industrial puerto ecuatoriano, ubicado a 460 kilómetros al sur oriente de la capital. A su vez, los indígenas de la norteña provincia de Imbabura cerraron el acceso desde el norte a la capital de la República y varias asociaciones de transporte de pasajeros declararon el inicio de paralizaciones.Mientras tanto, las protestas por el inconsulto cierre de los bancos no se hicieron esperar. El presidente de la Asociación de Bancos Privados, Carlos Larreátegui, reclamó al gobierno por la medida que a su criterio ponía en el mismo saco de la desconfianza ciudadana a bancos que no estaban en crisis. Léase: por salvar al Banco del Progreso, de propiedad de Fernando Aspiazu, se había sacrificado la credibilidad de los restantes bancos.
El cierre del Banco del Progreso, de capitales guayaquleños, fue la parte culminante del colapso bancario que vivió el país entre 1998 y 1999. Foto: Archivo El Comercio
La intervención de Larreátegui reveló también una ruptura, que habría de ser determinante, entre los representantes de la banca. En su protesta, los banqueros fueron más allá: enviaron una carta al Presidente, firmada por cuatro bancos de la Costa y otros cuatro de la Sierra, conminándole a transparentar la situación de la banca al revelar al público los nombres de los bancos que habían quebrado o estaban en graves dificultades.
Una reunión urgente del Consejo de Seguridad Nacional advirtió a los observadores políticos y al periodismo de la real preocupación del gobierno sobre la realización de la inminente huelga sindical, que amenazaba con convertirse en una protesta masiva y violenta. Aprovechando la circunstancia, el régimen decretó el Estado de Movilización Nacional, con la consiguiente disminución de los derechos ciudadanos, y agregó al paquete dos días de feriado laboral obligatorio.
En el fragor de los comunicados, la Superintendencia de Bancos anunció que el cierre de las entidades financieras continuaría hasta el jueves de esa semana. Los efectos inmediatos, además de los que problematizaban al ciudadano común fueron: la paralización de las bolsas de valores y de las aduanas y el incremento del mercado negro del dólar. Legiones de cambistas improvisados aprovecharon la coyuntura para ganar unos sucres con la especulación de baja (y alta) monta.
A pesar de las vacaciones forzadas, el paro nacional movilizó a todo el país, en dos jornadas de protestas pacíficas, caracterizadas por una fuerte y constante represión de la fuerza pública y paralización general. Un día antes, las organizaciones indígenas habían iniciado el cierre de carreteras de la serranía ecuatoriana y las que conectan la Sierra con la Costa. A la par, iniciaron el boicot a las principales plazas de los mercados indígenas y populares.
os efectos inmediatos, además de los que problematizaban al ciudadano común fueron: la paralización de las bolsas de valores y de las aduanas y el incremento del mercado negro del dólar.
Los taxistas también son buena gente
Para el segundo día de protestas las manifestaciones disminuían a la par que aumentaban las expectativas sobre la presentación del Presidente la noche del jueves 11 de marzo. Sería el fin, o al menos eso se pensaba, de la permanente sensación de incertidumbre general y la ola de rumores que carcomieron la conciencia colectiva durante las horas previas. El país no daba más.
Pero ese día, un hecho de profunda significación enlutó aún más el espíritu nacional: en Baltimore, Estados Unidos, Oswaldo Guayasamín, el pintor más universal del Ecuador, murió de un ataque al corazón, a los 79 años. Amigo personal de Jamil Mahuad, el pintor había volcado los esfuerzos de sus últimos años a culminar un edificio-museo que bautizó como Capilla del Hombre, una versión modernista y laica de lo que era la Capilla Sixtina. Durante el entierro, en la casa del maestro, los centenares de acompañantes vieron a un Mahuad desolado llegó a la ceremonia sin mayores preámbulos, y, como si se tratara de un Presidente en franca y deprimente retirada, ensayó algunas palabras para honrar a su amigo, y lloró.
Quienes lo vieron en ese trance comentaron que más por su amigo Guayasamín, parecía que el Presidente derramaba lágrimas por la situación nacional. Pero estaban equivocados. Precisamente recordando a Oswaldo Guayasamín fue como Mahuad inició su tan esperada intervención de esa noche en una nueva aparición frente al país. Luego de reconocer "supuestos errores" de su gobierno, llamó a sus gobernados a luchar contra la hiperinflación y la pobreza. Entonces, las medidas anunciadas por el Presidente fueron como un golpe directo al mentón de una colectividad, ya de por sí llena de malos presagios: notificó el envío de varios proyectos urgentes al Congreso, entre los que estaba el aumento del Impuesto al Valor Agregado, IVA, del 10 al 15%. Y, para garantizar su aprobación puso una condición: hasta que el proyecto fuera aprobado el precio de la gasolina extra, la de mayor consumo nacional, se in¬crementaría de 8 756 a 23 250 sucres, un aumento del
170%. La gasolina súper, de 13 540 a 28 074. Y el diesel pasaría de 6 560 a 9 670.
Oswalgo Guayasamín murió a los 79 años el 11 de marzo de 1999, en plena crisis social y económica.
Fue una cura de burro para la crisis, con la cual el Presidente obligaba a tres millones de ecuatorianos a prestar su dinero para que no quebrara el sistema bancario.
Nada mencionó el Presidente sobre cuánto bajarían esos precios, si es que el Congreso aceptaba el chantaje. La gente miraba en la televisión la imagen de un mandatario enajenado, y no podía creer lo que escuchaba. Parecía un cuento. Pero, del golpe al mentón todavía faltaba pasar a la puñalada por la espalda: cuando el país esperaba por lo menos un anuncio en firme del Presidente sobre el saneamiento del sistema financiero y el fin del feriado bancario, lo que Mahuad informó a la gente, que había sido víctima de las quiebras bancarias, fue su decisión de otorgar aún más protección a los bancos que estaban en problemas. Las palabras que siguieron a continuación resonarán en la historia del Ecuador:
"He consultado con un grupo de banqueros y hemos resuelto qué es lo mejor para todos. Para evitar el retiro masivo de fondos, la mitad del dinero de los clientes de los bancos, depositados en cuentas de ahorros y corrientes, quedará congelado durante un año desde un mínimo de dos millones de sucres (200 dólares al cambio de la época) para cuentas corrientes y cinco millones (500) para las de ahorros". Además, dispuso la incautación total para los depósitos en dólares y las inversiones en sucres y dólares.
Fue una cura de burro para la crisis, con la cual el Presidente obligaba a tres millones de ecuatorianos a prestar su dinero para que no quebrara el sistema bancario. Como premio consuelo ofreció que se haría una auditoría internacional para conocer qué bancos estaban bien y cuáles mal.
Lo demás fueron anuncios de leyes urgentes en materia tributaria, de modernización y de educación, así como la eliminación de nueve empresas del Estado. Pero ante el efecto que causaron sus palabras, nadie oyó el resto. Todos y cada uno de los habitantes de este país escuchaba y miraba estupefacto cómo el gobierno, que fuera elegido para velar por el bien público, le metía la mano al bolsillo, a sus cuentas privadas y le disparaba un cañonazo inflacionario con un precio de la gasolina que nunca alguien habría imaginado ni en las peores condiciones de guerra o de desastre nacional. Si sumábamos a eso la devaluación histórica del sucre hasta ese momento, la mesa estaba servida.
Como si fuera poco, cuatro de los cinco miembros del Directorio del Banco Central, con su presidente Luis Jácome a la cabeza, renunciaron a sus cargos por discrepar con la forma de manejo gubernamental de la crisis bancaria. Denunciaron también presiones políticas del presidente del Congreso, Juan José Pons, para favorecer las decisiones del organismo estatal sobre la situación del Banco de Progreso.
Frente a ese panorama, durante la mañana siguiente a las medidas tomadas, parecía que una nube anestésica de incredulidad se había posado sobre el Ecuador. Los precios subieron al doble, los bancos seguían cerrados y abrirían el lunes siguiente y si a alguien le quedaba simpatía por el Presidente no se atrevería a manifestarla, al menos en público. El rechazo a las medidas fue general, pero mientras los políticos sé regodeaban en el ejercicio de su eterna retórica, gracias al espacio siempre abierto de los medios informativos, ese fin de semana siete mil taxistas preparaban en secreto lo que luego se llamaría la Revolución Amarilla, cuya fuerza, apoyada por lá gente con expresiones de júbilo, estaría a punto de tumbar al gobierno.
USD 2 millones de sucres en adelante fue el valor que se congeló en las cuentas bancarias y de ahorros de todos los ecuatorianos.
Resultaba paradójico que el rechazo al gobierno haya unido a transeúntes y taxistas. La "clase del volante", como se llaman a sí mismos, no era apreciada por el pueblo, gracias a su comportamiento siempre díscolo y grosero frente a las leyes y a la comunidad. Sin embargo, cuando ese lunes 16 de marzo -otro lunes- centenares de miles de habitantes de las ciudades se vieron obligados a caminar kilómetros para llegar a sus trabajos, esa relación de conflicto casi se convirtió en aprecio.
Las medidas bancarias y económicas desataron las protestas de todos los ecuatorianos.
Aparentemente fue demasiado fácil. A pesar del estado de excepción, los taxistas tuvieron todo el tiempo del mundo para agruparse en sus respectivas cooperativas y durante la madrugada del domingo cerrar el tránsito en las calles aledañas a la ubicación geográfica de sus respectivas sedes. Ese lunes, todos sus vehículos amarillos atravesaban todas las calles y cruces de avenidas de todas las ciudades del país. Los pedidos del taxismo fueron los de la gente común: derogación del precio de la gasolina y sucretización de sus deudas. Al menos dos mil taxistas habían adquirido sus vehículos gracias a créditos bancarios en cuotas mensuales en dólares, que ya no podrían seguir pagando ni por el precio del dólar ni por el escandaloso nuevo precio de la gasolina. Simplemente se habían quedado sin negocio.
Ese día, el ambiente en los salones del Palacio de Gobierno era de guerra interna. Un ejército de asesores y ministros rodeaban al Presidente, que analizaba la situación. Mahuad, a quien en las crisis gustaba de consultar a personas de extrema confianza, llamó al celular de su amigo Benjamín Ortíz —según relató a varios— y pidió que fuera ese instante a Palacio. Ortiz, hasta hacia muy poco tiempo director del capitalino e influyente diario HOY, vivía en el valle de Los Chillos, ubicado 15 kilómetros al sur oriente de Quito, y no podía llegar a la ciudad por el bloqueo de los taxistas. El Presidente envió un vehículo policial de su escolta personal, los policías recostaron al periodista en el asiento posterior y taparon con una manta: pasaron las barricadas diciendo que llevaban un hombre infartado.
En su relato, Ortiz afirmó que recordaba vívidamente la primera imagen que vio al entrar en el despacho presidencial: como un profesor concentrado en su cátedra, el Presidente realizaba anotaciones en un pizarrón blanco de tiza líquida, en el que se dibujaban y borraban frenéticamente números, cuadros y esquemas. Su asesor más cercano y secretario de la Presidencia, Jaime Durán —considerado por algunos la “eminencia gris del régimen”— desde su asiento, como un alumno aplicado concentraba todas las ideas que se vertían desde los analistas presentes, sin permitir que alguien se saliera del rumbo implantado por él.
Y también recordaba la intensa imagen de una ministra Armijos, quien con computadora en mano buscaba salidas al presupuesto para complacer a los huelguistas y alimentaba de datos al Presidente. Ella no había dormido dos días, pero ahí estaba, sosteniendo a un grupo de hombres asustados.
A la par de los taxistas, los indios mantenían el bloqueo de las carreteras. Sus demandas eran más audaces: además de la derogatoria de las medidas pedían la renuncia del Presidente Mahuad. Y mientras su pedido no fuera escuchado irían dejando sin alimentos a las ciudades: centenares de camiones cargados con frutas, papas, plátano y otros víveres permanecían en las carreteras, con las mercancías dañadas. En las plantaciones agrícolas los productores debieron regalar sus productos o venderlos a precio de costo para evitar pérdidas. La insolidaridad y la desesperación hizo que muchos ganaderos echaran a los ríos miles de litros de leche.
A este panorama se sumaban los paros de los maestros y de los profesionales de la salud, que no cobraban sus salarios desde principios de año. Para completar el panorama social, en una cadena de radio y televisión, Jaime Nebot, la noche del lunes anunció —ahora sí— su oportuna ruptura con el gobierno, en una intervención en la cual trató ofensivamente al primer mandatario.
La oposición de centroizquierda también radicalizó sus críticas y ni que decir que no había en el horizonte ni siquiera el perfil de un probable acuerdo político para aprobar en el Congreso el paquete anunciado por el régimen. Los líderes de la centroizquierda se sumaron a la protesta, y el propio partido de gobierno permaneció en silencio. El Presidente estaba más solo que nunca. Bueno, no tanto, algunos banqueros lo apoyaban...
Ya se empezaron a escuchar públicamente, en los medios, voces de los más diversos sectores que pedían la salida de Mahuad. La expectativa continuó porque ese mismo día los bancos abrieron sus puertas. Y, aunque se esperaba una avalancha de clientes retirando su dinero, casi no hubo movimiento bancario. La total paralización dejó las calles desoladas, los comercios cerrados. El frenazo a la economía había sido todo un éxito. El escenario era de un bloqueo político y cinco paros nacionales. La paralización, total.
En los círculos políticos y en el Congreso se habló entonces de buscar un recambio presidencial, mientras que, simultáneamente, en los salones de Carondelet se perfilaba la posibilidad de que el Presidente encabezara una dictadura civil con el respaldo de las Fuerzas Armadas para dar salida a la crisis.
El entonces embajador de los Estados Unidos en Quito, Leslie Alexander, aseguró días más tarde que efectivamente estuvo a punto de romperse el orden constitucional, aunque no especificó quién o quiénes eran los golpistas. Por si acaso, el presidente de EE.UU., William Clinton, envió un comunicado a Mahuad en el cual "alentaba sus esfuerzos para llegar a un consenso con el fin de dar salidas a su crisis".
El Departamento de Estado aclaró a la clase política ecuatoriana que los procedimientos constitucionales y el seguimiento de las leyes son fundamentales en cualquier democracia, y advirtió de su parte que "los Estados Unidos estarían observando de cerca estos hechos para asegurar que se unan a estos principios". La vía golpista, por lo pronto, estaba cerrada.
Para la noche del miércoles 17 de marzo, los choferes de buses de pasajeros se habían sumado a los taxistas, y los transportistas pesados ayudaron a los indios a bloquear las carreteras. Aunque se pedía a gritos la salida de Mahuad del poder, el reclamo que unió efectivamente a todos fue la derogatoria inmediata de las medidas tomadas. Lo único que se movía en el país era los precios de los productos: prácticamente se triplicaron. Ni siquiera los militares y policías, llamados a hacer efectivo el estado de movilización, movieron un dedo para terminar con los paros y los bloqueos. Pero en el Congreso se buscaba desesperadamente un acuerdo político por iniciativa de los partidos de centroizquierda. ¿Lo lograrían?
PRÓXIMA ENTREGA: SALEN LOS CRESPONES NEGROS
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