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14 de Noviembre del 2016
Historias
Lectura: 25 minutos
14 de Noviembre del 2016
Rodolfo Asar

Periodista, ha colaborado en televisión y prensa. 

En el país de los muertos

Foto: Rodolfo Asar

Cementerio de Xoxocotlán, Oaxaca. 

 

Este es un breve retrato del vecino que tanto incomoda a Trump. México, un país con 120 millones habitantes asolado por el narcotráfico y por la corrupción que la penetra en todos sus estamentos. De una violencia que provoca escalofríos y una acelerada descomposición del tejido social. Un problema con raíces en la pobreza y la inequidad y una guerra contra la droga que en diez años no muestra resultados. Un futuro en el que sólo se puede avizorar más violencia y un éxodo hacia los Estados Unidos que ningún muro, por más alto que sea, logrará detener.

Tlacolula, Oaxaca

Ni el mercado del domingo es razón suficiente para evitar que una larga fila rodee la manzana donde se ubica la oficina de Western Union de este pequeño poblado indígena. Casi todas son mujeres mayores que se visten con las ropas ajadas de su etnia. Algunas salieron antes del amanecer para venir desde sus caseríos en las montañas. Vienen a cobrar las remesas que envían sus hijos desde “los United”. Son cien, doscientos dólares que se los entregarán al cambio de 16 pesos mexicanos. En cualquier otra parte se cotiza a 17,50 pesos, pero nadie se queja de esta suerte de diezmo: les da miedo que a sus hijos no les permitan enviar más dinero. Allá son trabajadores ilegales, los que Trump amenaza con expulsar y desencadenar aquí y en buena parte del país una verdadera catástrofe social.


Esperando las remesas. Tlacolula. Crédito: Rodolfo Asar

La fila avanza lentamente, y se nota la impaciencia. Porque es la tercera semana de octubre y todo México se prepara para su más importante, antigua y colorida fiesta: el Día de Muertos. Las calacas, las calaveras de colores, invaden los comercios y puestos callejeros. Las hay en papel maché, cerámica, y hasta hechas de azúcar para que los más chicos se las coman. Ni las multinacionales pueden evadirlo: el coronel Sanders y el payaso Ronald MacDonald deben compartir espacio con la Catrina, una esquelética dama de alcurnia que Diego Rivera —valga la ironía— inmortalizó en uno de sus murales.

La muerte es una muy antigua obsesión nacional y se la encuentra donde quiera que uno vaya. En el centro mismo de la capital los arqueólogos se toparon con un altar de sacrificios prehispánico repleto de cráneos apilados.

La muerte es una muy antigua obsesión nacional y se la encuentra donde quiera que uno vaya. En el centro mismo de la capital los arqueólogos se toparon con un altar de sacrificios prehispánico repleto de cráneos apilados. Los había también entre los mayas de Chichén Itzá y en otros sitios sagrados; tan comunes eran que hasta tienen un nombre propio: tzompantli.

Las ofrendas de víctimas para los dioses en los tzompantli son el origen de los altares que los mexicanos de hoy erigen en sus casas para honrar a los difuntos. Siguen colocando representaciones de cráneos, pero también adornos florales, comida, bebida, incienso de copal, retratos y crucifijos. La tradición sostiene que así se llama a los muertos para que regresen a la vida y compartan un día con sus seres queridos.

Por eso no hay tristeza, sino alegría. Y es cuando mejor se puede apreciar el carácter de su gente: tranquila, amable y hospitalaria. El rostro opuesto a la caricatura del mexicano que vende Donald Trump en sus discursos demagógicos. Pero también es real ese otro México, aterradoramente cruel y violento; ese del cual escuchamos en las noticias. Porque aquí la Muerte reina, y no sólo en sentido figurado, ni por sólo un día al año.

Típico altar para el Día de Muertos. Fotos: Rodolfo Asar

Tlaquepaque, Jalisco

Tlaquepaque es uno de esos llamados “pueblos mágicos”. Un sueño de viejas casonas multicolores transformadas en restaurantes de lujo y galerías de arte para turistas adinerados. Gringos con sus rostros igualmente restaurados, valoran con ojo experto cuadros y esculturas, o se zampan un tequila reposado de cien dólares la botella. Al atardecer, Fridas septuagenarias y rubias se pavonean por las calles empedradas con su nuevo huipil de seda.

Apenas han pasado por Guadalajara, la cercana capital de Jalisco. Llegan vuelos directos desde las ciudades más grandes de Estados Unidos, y con la ahora famosa atracción de la Fiesta de Muertos no hay dónde poner un pie. Eso, a pesar de que apenas seis meses atrás Guadalajara quedó aislada por los atentados del cártel local para protestar contra las detenciones de algunos miembros.

En el mundo idílico de Tlaquepaque hay un clima suave, buena comida, charros y mariachis. Y sobre todo tranquilidad. Aquí, el tópico del México violento suena a leyenda urbana… si no se leen las noticias.

“En Tlaquepaque, aparecieron seis personas con sus manos cortadas y sus muñones envueltos en plásticos. En su frente habían tatuado las palabras “soy ratero”. El hecho se lo atribuyó un “Grupo de Élite Antiratas”. El fiscal que lleva el caso niega que se trate de justicia por mano propia, y sostiene que se trata de un ajuste de cuentas entre células delictivas”. (El Universal, 21 de octubre)


Uno de los seis amputados en Tlaquepaque. Foto: EFE

Ciudad de México (I)

Una pequeña parte del Palacio Nacional, la sede del gobierno, está abierta al público para que uno pueda maravillarse con los murales en los que Diego Rivera contó la historia de México. El pintor se preocupó por representar a los poderosos como hombres de mirada cruel y avariciosa, un sentimiento que hoy comparte la enorme mayoría de los mexicanos. No hay encuesta en que se salve alguna institución estatal. A la cabeza de la percepción de corrupción siempre están la policía y los políticos. Hay una agobiante sensación de caos y desgobierno.

Al Palacio lo custodian por dentro soldados con equipo de combate. Pero a sólo una decena de cuadras el barrio de Tepito es zona liberada para el narco menudeo.

Al Palacio lo custodian por dentro soldados con equipo de combate. Pero a sólo una decena de cuadras el barrio de Tepito es zona liberada para el narco menudeo. Las bandas deciden quién entra y quién sale en ciertas calles de esta antigua zona obrera. Es público y notorio, pero tal vez por efecto del acostumbramiento nadie se escandaliza. En México todo tiene tal aire de normalidad y de fiesta que no parece haber motivo para sentirse inseguro.  Al extranjero no suelen molestarlo, y en un país con más de 120 millones de habitantes, hechos como estos parecen marginales.

Pero a quien pregunte le advertirán, por ejemplo, que no se mueva en autobuses para ir a la cercana Toluca porque los asaltos son frecuentes. Suena algo exagerado, exceso de celo por proteger al visitante, pero días más tarde la aparición de El Justiciero vino a confirmar lo que nos dicen. Y no, no se trata de uno de esos clásicos luchadores enmascarados.

“México busca a un ángel exterminador. No tiene nombre ni rostro ni edad. Pero todos saben lo que hizo. A las seis de la madrugada del lunes, en un autobús de línea desplegó las alas de la venganza y mató sin titubeos a cuatro asaltantes. Fue una ejecución gélida, sorda, abismal. Desde la penumbra de los asientos traseros, el hombre aguardó a que los ladrones desvalijasen al pasaje y cuando el robo ya entraba en los momentos finales se levantó y, uno a uno, los liquidó. Luego devolvió los bienes robados a sus dueños, ordenó parar el autobús y se perdió en la salvaje noche mexicana. Ningún testigo le ha delatado.” (El País, 5 de noviembre)


Titular de la edición digital de El Universal, 1 de noviembre 2016

Ciudad de Guadalajara

“Eso es lo que hay que hacer. A mí me entraron en la casa y me la vaciaron. La policía dijo que les lleve pruebas de que tenía todas esas cosas. Por mí que los maten a todos esos delincuentes.” La que habla es Elisa, una empleada del aeropuerto con la que coincidimos alrededor de un cenicero. Es que los mexicanos se sienten indefensos y desgobernados, y como los justicieros tienen apoyo popular, han comenzado a multiplicarse.

No es fácil convencerla de que la justicia por mano propia conduce de regreso a la barbarie. Apenas uno de cada cuatro mexicanos confía en la Justicia y así y todo, le va mejor que a los políticos: sólo les creen uno de cada seis. El presidente Enrique Peña Nieto tiene un 20% de popularidad y continúa a la baja. Para la sociedad, todo el sistema está cuestionado, corrompido por el narco o sólo o por la ambición de enriquecerse.

“El periódico Reforma hizo público un audio en que el presidente del Tribunal de Justicia de Jalisco pedía al jefe de Seguridad Pública liberar a dos presuntos asaltantes por solicitud de "el patrón" de los detenidos. La Universidad de Puebla coloca a México en el segundo lugar en su Índice Global de Impunidad. Apenas el 2 por ciento de los delitos es castigado” (Sinembargo.mx, 12 de octubre)

A la conversación se han unido dos compañeros de trabajo de Elisa. El más joven cuenta que meses atrás los pasajeros de un autobús lincharon a unos asaltantes. Y mientras narra los hechos agrega un rosario de insultos contra jueces, policías y políticos. El otro permanece callado. Sólo abrirá la boca para decir: “pero recuerden también lo que pasó en Ajalpan”. Elisa y el otro hombre miran al piso y asienten con la cabeza.

Un caso que demuestra los peligros de este tipo de justicia se vio en Puebla hace un año. Dos hombres iban por el municipio de Ajalpan haciendo preguntas extrañas. Los habitantes pensaron que eran secuestradores y llamaron a la policía, que los detuvo. Pero no contentos, empezó el repicar de campanas y redes sociales y se formó una turba de cientos de personas. Decididas, acudieron a la comisaria y sacaron, tras reventar la puerta, a los hermanos José Abraham y Rey David Copado Molina. Los llevaron por todo el pueblo, moliéndoles a golpes por el camino. Pusieron sus cuerpos sanguinolentos en mitad de la plaza central y les prendieron fuego. No importó que en realidad fueran trabajadores del Instituto Nacional Electoral y estuvieran preguntando: hacían una encuesta sobre el consumo de tortillas. (El Español, 22 de octubre)

Teotitlán del Valle, Oaxaca

Oaxaca es uno de los estados más grandes y más pobres de México. En el Zócalo de su capital acampan maestros que llevan meses en conflicto por una reforma educativa. Ahora agregan a sus demandas la investigación por diez muertes en un enfrentamiento con policías que,  según las autoridades, estaban desarmados.

La diversidad cultural de Oaxaca es su mayor riqueza y para el Día de Muertos llegan turistas de países muy lejanos. Es que los cementerios se llenan de flores y de familias que por la  noche acuden portando sus sillas para reunirse en las tumbas y velar a sus difuntos.  Mientras los adultos cuentan anécdotas del fallecido, los niños corren entre las cruces y los adolescentes chatean y se hacen selfies. Los más pudientes contratan mariachis. Nadie llora. 

Al otro lado de los muros, las calles son un hervidero de gente. Se han instalado enormes ferias que asemejan un parque de diversiones con sus luces de neón. Los puestos de comida no dan abasto: la muerte abre el apetito.

En los pueblos las escenas se repiten a escala menor. Al pie de las montañas, en la comunidad indígena de Teotitlán, hay una bellísima iglesia que en sus muros tiene incrustadas antiguas esculturas zapotecas. Un niño monaguillo me dice que espere porque habrá misa para un difunto. Una marcha fúnebre anuncia que el cortejo están llegando. Detrás de la banda y el modesto féretro llega un puñado de mujeres indígenas de rostros ajados.  Lloran suavemente, en silencio. El humo de copal inunda la iglesia. La misa alterna las oraciones del sacerdote con la música de la orquesta. Al pie del féretro, un perro se ha echado a dormir.


El cortejo fúnebre llega a la iglesia de Teotitlán del Valle. Foto: Rodolfo Asar

Como la ceremonia va para largo, decido visitar el cementerio del pueblo. Es la mañana del 2 de noviembre y está atiborrado de flores rojas y amarillas pero casi desierto. Carlos y Josefina, una pareja de cuarentones, han llegado a destiempo desde la capital para adornar, presurosos, la tumba del padre de ella. Amables, me saludan, y les cuento que vengo de un sepelio. Josefina me queda mirando y reflexiona: “al menos sus familiares y nosotros tenemos la suerte de saber dónde están enterrados nuestros muertos”. Y continúa cepillando la lápida.

Me he quedado helado. Ahora caigo en cuenta que al menos en México hay algo peor que la muerte: la desaparición de una persona querida. Carlos lo dice crudamente: “Es que si no tienes los huesos de tus muertos ¿a quién vas a llamar para que vuelva a la vida? ¿Con quién vas a conversar? ¿Dónde les dejarás su pancito, su tamalito, su mezcal? ¿Qué vas a festejar, de qué te vas a alegrar?”

Cada día desaparecen 15 personas. Y en el país de los muertos, nada más cruel, nada más angustiante que ignorar si alguien está vivo o muerto.

“Hacia finales del año pasado, el número oficial de desaparecidos ascendía a casi 27 mil. El informe no menciona las causas, pero la mayor parte de las denuncias se concentra en los estados del norte (Guerrero, Morelos, Sinaloa, Michoacán), en los que hace ya diez años se libra una dura guerra contra el narcotráfico. Organismos de derechos humanos sostienen que es una combinación de asesinatos cometidos por bandas rivales, pero también por policías y militares”. (Aristegui Noticias, 6 de septiembre).

Ciudad de México (II)

El Museo Nacional de Antropología de México está considerado uno de los mejores del mundo. Salas y más salas que exhiben el riquísimo pasado de las muchas culturas que habitaron su territorio a lo largo de los siglos. En uno de sus patios se reproducen los murales del templo maya de Bonampak. En una sangrienta escena: a los pies del gobernante yacen prisioneros de guerra, algunos decapitados, mientras a otros los torturan cortando sus dedos. En templos zapotecas se representan numerosos personajes castrados. Contra el enemigo, no había límite para la crueldad.

Empieza uno a preguntarse si ese atavismo no se repite hoy en los enfrentamientos entre las bandas narcos, y el de todos contra las fuerzas de seguridad. Especialmente crueles han sido las venganzas entre los cárteles de Los Zetas, Del Golfo, Los Templarios y ahora el llamado Jalisco Nueva Generación. Amputaciones, degollamientos, decapitaciones, descuartizamientos. Es el horror.

Los cadáveres que dejan a la vista como escarmiento para las bandas rivales son apenas una ínfima parte. La mayoría de los ejecutados son secuestrados, torturados y enterrados en silencio. Se estima que se denuncia menos del dos por ciento de los casos, porque las familias creen que no sirve para nada o porque desconfían de las autoridades.  En Coahuila, estado fronterizo con Texas, los familiares de las víctimas reportan dos mil desaparecidos. Mientras las autoridades hacen poco y nada, ellos los buscan con desesperación. El año pasado encontraron la fosa clandestina más grande de México.

“El Patrocinio es un ejido que por muchos años fue ocupado por Los Zetas para literalmente deshacerse de sus víctimas. En una extensión de aproximadamente dos kilómetros de largo y 80 metros de ancho se extendió el horror, ya que el canal de riego ubicado en la zona fue utilizado para verter los restos humanos que este grupo delictivo sin piedad deshizo durante años sin que ninguna autoridad se lo impidiera. En El Patrocinio, entre 2015 y 2016, se han encontrado 3 mil 500 restos humanos, 600 de ellos fueron localizados entre el 6 y 9 de octubre de este año”. (Univisión.com, 10 de octubre)


Familiar excava una fosa clandestina en El Patrocinio, Coahuila. Foto: AFP

Y han ido apareciendo fosas en Monterrey, varias en Jalisco, en Tijuana, cerca de Veracruz... Sin embargo, las muertes violentas no son patrimonio exclusivo de las bandas narcos. El método de la desaparición de personas salpica, y mucho, a las fuerzas de seguridad. A veces son responsables narcos y policías en conjunto. Las víctimas son narcos de otras bandas, pero también delincuentes comunes y activistas políticos.

“La prestigiosa organización internacional Human Rights Watch denunció que el gobierno de Enrique Peña Nieto ha estado mintiendo acerca del caso de las ejecuciones múltiples cometidas en Apatzingán y Ecuandureo, Michoacán, las cuales habrían sido asesinatos ilegales cometidos por policías federales en contra de civiles sometidos y desarmados, y no un enfrentamiento como ha venido insistiendo el gobierno mexicano". (Huellas.mx, 28 de octubre)

Guanajuato

La fama de la ciudad de Guanajuato, más que por su maravilloso entorno y su rica arquitectura, más que por su festival cervantino, le viene por sus momias. Cada fin de semana interminables batallones de turistas mexicanos pugnan por entrar a curiosear el puñado de cadáveres resecos que se exhiben en un escueto museo. Todos llevan de la mano a sus niños excitados por el espectáculo macabro que van a presenciar. Es una especie de rito de iniciación. Y es, otra vez, la banalización de la muerte.

El estado de Guanajuato se vende a sí mismo como la nueva Detroit, y parecen tener razón: algunas de las más grandes marcas de automóviles —incluyendo la Ford— han trasladado sus fábricas aquí, aprovechando la energía abundante y el bajo costo de la mano de obra.  Pero en Guanajuato casi la mitad de su población (casi tres millones de personas) vive en la pobreza. Y aunque apenas existe crimen organizado, es uno de los cinco estados más violentos del país. Y su policía está entre las más corruptas.

"El pasado viernes en la vulcanizadora ubicada en Cerro Gordo, Salamanca, su propietario y cuatro amigos, y dos menores de edad que ponían aire a las llantas de sus bicicletas fueron secuestrados por una decena de hombres armados que llegaron en camionetas. El Procurador que investiga el caso dice que algunos de los desaparecidos estaban señalados como autores de robo de combustible en poliductos. Las policías municipal, estatal y federal han negado haberlos detenido". (Proceso, 24 de agosto)

Ciudad de México (III)

Es domingo, y el Paseo de la Reforma, la avenida más elegante de esta megalópolis, está atestada de gente que se exhibe con los rostros maquillados como calaveras y catrinas. Familias que han llegado para presenciar el tradicional desfile de alebrijes gigantes, esculturas de papel que representan animales mitológicos inventados por los propios artistas.

Monstruos imaginarios, invisibles. Como el campamento que a pocas cuadras, sobre la misma avenida, han levantado los familiares de los 43 estudiantes normalistas secuestrados en Ayotzinapa, cuando retenían autobuses para ir a conmemorar una masacre estudiantil. Han pasado más de dos años y la versión oficial es ya insostenible: que los responsables fueron un grupo de policías corruptos que los entregaron a un cártel de drogas para que los asesinaran y quemaran sus cuerpos en un basurero. Expertos internacionales han demostrado que se está ocultando a otros responsables estatales, incluyendo al ejército.


Acampada de familiares de desaparecidos en Ayotzinapa. Foto: Rodolfo Asar

Desde que las protestas por lo sucedido en Ayotzinapa se hicieron masivas, han comenzado a multiplicarse las denuncias de desapariciones forzadas. Antes la gente no se atrevía. Se han formado asociaciones de familiares en casi todos los estados del país y sus denuncias van logrando algunos resultados.

“Sólo en el estado de Veracruz se ha establecido 54 casos de desapariciones con presunta responsabilidad de policías municipales y estatales. El delito de desaparición forzada no estuvo tipificado hasta junio de 2014, cuando tras presiones de organismos internacionales de derechos humanos se logró que el Congreso local lo apruebe”. (El Universal, 28 de octubre)

Hoy, una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos se encuentra en México reabriendo la investigación. Por la experiencias de lo sucedido en otros países de América Latina, la  impunidad es una puerta abierta para que la desaparición termine por convertirse en práctica habitual de las fuerzas de seguridad del Estado.

México atraviesa por una grave crisis de derechos humanos, y la perspectiva es sombría para un país azotado por el narcotráfico y atravesado por innumerables conflictos sociales. Casi la mitad de los mexicanos vive en la pobreza. Que Carlos Slim sea el hombre más rico del mundo es un dato más de la enorme desigualdad que impera. Apenas el 10 por ciento de la población acumula dos tercios de toda la riqueza.

Alguien deberá explicarle a Donald Trump que cerrar la frontera y expulsar a millones de inmigrantes mexicanos indocumentados será un bumerán que terminará por golpearle en la cara. Peor aún si desconoce el TLC, comienza a poner trabas al comercio y la exportación de capitales a México. Y a más pobreza, más violencia. La única garantía para evitar que esta tragedia siga creciendo será cooperar para que mejore la situación económica de este lado del muro. Para evitar una oleada de refugiados como las que vemos en el Mediterráneo, Trump se verá en la encrucijada de tragarse sus palabras y continuar la política de Obama.

En México, en tanto, el hartazgo que se respira por donde uno vaya y la creciente espiral de violencia pueden ser un presagio de que si no hay cambios profundos este polvorín puede estallar. Pero me dicen que en México las cosas siempre han sido así, que  la gente es resignada y se las aguanta. ¿Será que esta vez no? Porque los mexicanos no recuerdan que, antes, la Muerte haya reinado tan a sus anchas. Como dicen los familiares de desaparecidos, hoy todo México se parece a una enorme fosa clandestina.

 

 

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