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El Presidente de la República camina por uno de los patios de la nueva cárcel de Latacunga. Correa inspecciónó el centro de detención.
La imponente estructura se levantó a un costo de 70 millones de dólares, según la versión oficial. Los familiares cuestionan, sin embargo, el trato a sus parientes presos.
Rafael Correa recibe las explicaciones de contratistas y funcionarios sobre la maqueta de la obra.
El 28 de junio, familiares de los internos del C. R. de Cotopaxi colocaron cintas adhesivas para asegurar los casilleros con sus pertenencias.
La mujer camina apresurada hacia los casilleros. Busca uno libre para dejar sus pertenencias. Algunos están cerrados con llave. Forcejea. Los descarta y continúa con la búsqueda. Un cajón vacío es un alivio para guardar su bolso y todo aquello que no le está permitido ingresar al nuevo Centro de Rehabilitación Social (CRS) de Cotopaxi para visitar a su esposo. Cordones, aretes, relojes, ligas de cabello, zapatos de taco no pasarán.
Los familiares sellaron los casilleros para evitar robos. De los funcionarios, ninguno quiso hacerse responsable.
Pero es un alivio a medias. Nadie se responsabiliza de sus objetos. Un mensaje impreso en una hoja de papel y pegado en cada columna de la sala de espera lo aclara. No tiene opción si quiere ver a su esposo. Con la advertencia, la mujer y el resto de visitas aseguran sus casilleros con cinta adhesiva. Es el último sábado de junio. Tan sólo un mes antes, el personal del lugar vigilaba los casilleros y entregaba las pertenencias a los familiares tras revisar que el número de turno sea el mismo colocado en los casilleros.
El anuncio lo dice todo: en un centro de reclusión, donde el Estado debe garantizar al menos la seguridad de los familiares y sus pertenencias, la Dirección "no se hace responsable".
Ahora, las visitantes pegan dos, tres hasta ocho pedazos de cinta para reforzar la seguridad. Algunas de ellas escriben su nombre y el número de turno sobre el adhesivo para ubicar su casillero fácilmente. La mujer también pone el suyo: “Eli”. Y abandona sus cosas durante la hora y media que dura la visita.
La imponente estructura del Centro de Rehabilitación Social de Cotopaxi se observa desde la Panamericana. Es la más reciente edificación penitenciara inaugurada en el país. El 21 de febrero de este año abrió sus puertas a los primeros 351 internos que fueron trasladados del expenal García Moreno de Quito, la cárcel más antigua del Ecuador. Después de tres traslados más (dos de Quito y uno de Latacunga), el centro ha llegado a la mitad de su capacidad. Está hecho para un total de 4800 presos.
70
millones de dólares fue la versión oficial del costo de la nueva cárcel de Latacunga.
La estructura ocupa la superficie de más de diez estadios Casa Blanca. A aquella, el Gobierno ha destinado cerca de 70 millones de dólares, como parte del nuevo Modelo de Gestión Penitenciaria. Aun así el CRS no estuvo terminado para cuando llegaron los primeros presos, el 21 de febrero, dos días antes de las elecciones seccionales en las cuales el alcalde oficialista de Quito, Augusto Barrera, se jugaba su reelección. Ese mismo día, el ministro del Interior, José Serrano, tuiteaba: “Historia de inseguridad y postergacion de derecha ecuatoriana, otro golpe.mortal, Quito libra su Centro Historico (sic)”.
Los familiares y los reclusos consideraron que fueron usados “como instrumentos de campaña política” para obtener “votos de última hora” a favor de Barrera, quien había ofrecido regenerar la zona donde estaba el expenal García Moreno, ubicado en el centro de Quito. Lo expresaron en una carta abierta al ministro Serrano, el 10 de marzo. Barrera finalmente perdió la Alcaldía.
El relato de los primeros días del traslado está documentado en una acción de protección que presentaron tres integrantes de la Asociación Provincial de Personas Adultas en Conflicto con la Ley y que pidieron no ser transferidos hasta que las obras en el CRS estén terminadas:
“La alimentación es insuficiente”; “los baños se encuentran a la intemperie”; “el agua es insuficiente”; “permanecen 20 horas encerrados en un celda”; “la iluminación eléctrica es casi nula”; “no cuentan con información de prensa televisiva, escrita o radial”; “no existe el ingreso de ministros religiosos y de cultos”; “se encuentran suspendidos los trámites para rebajas de penas”; “se proporcionó un uniforme color naranja (…) que es utilizado en las cárceles internacionales por los sentenciados a muerte”.
Un niño, hijo de un interno, de vuelta a Quito en uno de los buses que dispuso Justicia para el traslado de los familiares desde el expenal de Quito. Tiene un muñeco hecho por su padre quien está recluido en el CR de Cotopaxi.
Hacia dentro, la vida de los internos se conoce a cuentagotas. Se encuentran en celdas que pueden albergar hasta cinco personas, las cuales miden 15 metros cuadrados, según datos oficiales. Las autoridades entregaron a cada uno colchones, implementos de limpieza, cobijas y uniformes. En los primeros días del traslado, familiares denunciaron 20 horas de encierro. En mayo, uno de ellos con una barba muy abundante contaba, durante una visita familiar, que el tiempo de patio era de tres horas. Les prometieron ampliar este tiempo si dejaban de insultar al cocinero que llegaba a entregarles los alimentos. A junio, y ya con menos barba, el mismo interno narró que los que se encuentran en mínima seguridad salían al patio tanto en la mañana como en la tarde. Sin ninguna actividad y aficionado a la lectura, el hombre se quejó de la falta de libros para pasar el tiempo. A mediados de mayo, le entregaron el periódico oficial El Ciudadano que pasó releyendo. En la misma visita, un recluso confesaba que al no tener algo que hacer piensa sólo en comer. Ese mismo día, varios internos salían con juguetes para sus hijos. Dijeron que los habían hecho de papel y del plumón de sus almohadas.
Pero el primer traslado reveló, además de que los presos fueron llevados a una cárcel inconclusa, el trato hacia otro actor: sus familias. En el mismo documento, los solicitantes denunciaron el cacheo manual en las partes íntimas de las visitantes y la reducción del número de horas de visita: de 24 horas a la semana a una hora y media. Esto viola su derecho a la protección de la familia, dijeron.
En la audiencia, los abogados en representación del Ministerio de Justicia y de la Procuraduría alegaron que los demandantes desconocían la realidad de la nueva cárcel y que el traslado buscaba aliviar el hacinamiento del expenal. Que no hay tal violación a sus derechos. Además de que la infraestructura del CRS estaba avanzada en un 85%. Sobre las familias coincidieron: “existe un régimen de visitas organizado”. La acción de protección fue negada.
Eli se quedó con su cédula, el turno y la ropa que lleva puesta. Cambió sus zapatos de taco por unas sandalias y guardó sus aretes, reloj y anillo en su bolso antes de que lo dejara en el casillero. El último sábado de junio cumplía su octava visita desde que su esposo fuera trasladado en el segundo grupo, el 30 de abril, desde el expenal García Moreno de Quito al nuevo centro penitenciario. Ocho visitas son 12 horas de conversación y unas 16 horas de viaje de Quito a Latacunga, ida y vuelta. Otrora quedaron las 24 horas a la semana, repartidas en tres días, para su visita.
Con el tiempo en el expenal se convirtió en la visita de algunos internos que no tienen familia. Allí, cuando ella llegaba, todos se juntaban y les contaba noticias de sus ciudades y del fútbol.
Es también tiempo suficiente para conocer el protocolo de visitas de la nueva cárcel. Y adaptarse a sus cambios. Mayo: fila para tomar un turno de la máquina, fila para dejar las pertenencias en los casilleros, fila para ingresar a los filtros de seguridad. Junio: ni fila ni seguridad en los casilleros y tampoco para la máquina de los turnos, que aquel último sábado del mes no funcionó por falta de luz, según dijo un custodio del lugar. Metros atrás, las máquinas detectoras de metal y los escáneres operaban con normalidad.
Eli suele ir con rímel en las pestañas y los labios coloreados de un tono rojizo. Controla su ensortijado cabello con unos cuantos “invisibles”. Es quiteña, pero de raíces africanas. De sus antepasados sacó su figura robusta que contrasta con su pequeña sonrisa. Extrovertida. Su carácter le ha permitido ganarse el afecto de los compañeros de su esposo desde que visitaba el expenal hace ya cinco años.
Con el tiempo en el expenal se convirtió en la visita de algunos internos que no tienen familia. Allí, cuando ella llegaba, todos se juntaban y les contaba noticias de sus ciudades y del fútbol. Ahora, en cada visita, la mujer sólo ve a su esposo porque cada preso tiene derecho a que lo visiten dos personas por semana y por una hora y media, en un horario establecido por el Ministerio de Justicia. Por eso prefiere ir acompañada, con su hija o amigos, para que pidan por los internos que están solos. “Para que no se sientan abandonados”.
La sala de visitas es amplia y con decenas de mesas y sillas de plástico. Todo es blanco. A ella ingresan los presos por la puerta lateral y tiñen el lugar de naranja con sus uniformes. Es la puerta de la espera. Las visitas la rodean hasta que aparezca su familiar. Pero hay encuentros que demoran más. El último sábado de junio, por ejemplo, se dio la siguiente escena: Un grupo de mujeres pidió a un funcionario que buscara a sus allegados pronto. “Se acaba la hora y media”. El hombre entregó una pequeña hoja de cuaderno para que apunten los nombres de sus familiares. Las mujeres devolvieron la hoja llena y el funcionario desapareció por la puerta lateral. En unos minutos entraron los internos faltantes. Pero no todos. “Queremos visita, queremos visita”, gritaron las mujeres.
Pero a Eli la recibe siempre un eufórico esposo, quien no la deja de abrazar mientras dura la visita. Es un hombre también robusto y de gran sonrisa. “Cada vez estás más flaco”, le dice Eli. Se les une el resto de compañeros y forman un grupo en la sala de visitas. Así pasan su hora y media. Hablan de sus trámites para la prelibertad. De que desconocen si los jueces de Quito o de Latacunga llevarán su causa. De su piel y cabello afectados por el agua. De si el economato (dispensario de alimentos privado) les entregó sus provisiones del mes. De la comida que no les llena. De no reclamar para evitar ser sancionado. De la falta de lecturas o talleres. De la falta de sueño. De la falta de tiempo para conversar más.
Plan V entrevistó en mayo y junio a 16 personas, entre presos y familiares. Coincidieron, al menos, en cuatro preocupaciones: la calidad del agua, el limbo en el que han quedado los trámites judiciales, los invasivos filtros de seguridad y sobre todo la reducción del tiempo de visitas. Pero una esposa sumó otro problema más: los nuevos horarios. “Me tocó mandarme al comercio informal. ¿De dónde voy a mantener un trabajo en una empresa y pedir permiso para ir a mi visita si me toca un viernes?”.
La ministra Zúñiga desde antes de su posesión en marzo había explicado el porqué de la negativa a los traslados: “(porque) asumimos el control y evitamos la corrupción”. Plan V pidió una entrevista con la ministra, pero aún no hay respuesta.
En otro lugar, junto a uno de los cercos metálicos, una abuela se ha quedado inmóvil. Llegó dos horas más tarde a la hora de visita asignada de su nieto.
El tiempo de la visita termina. En el único comedero que está afuera del centro, una mujer habla sobre su situación. “Mi esposo ve por separado a nuestros hijos, uno por cada visita, porque sólo nos dejan pasar a dos personas”. En otro lugar, junto a uno de los cercos metálicos, una abuela se ha quedado inmóvil. Llegó dos horas más tarde a la hora de visita asignada de su nieto. Viajó desde Tulcán el día anterior e hizo escala en Quito. Pero no llegó a la hora fijada y no pudo pasar. “Que ahora debo buscar en internet el horario me dicen. ¿Cómo funciona eso?”, preguntaba.
— Es mejor que se meta este caramelo en la boca, pero no se lo acabe
— ¿Por qué?
— Para que se los dé a su visita. Usted no sabe cuánto mueren ellos por un dulce.
Un visitante a la cárcel de Latacunga pasa por al menos tres filtros: un detector de metales, un cacheo manual y un escáner corporal. El papel del turno es lo único que llevarán. Pero Eli pasa con un caramelo en la boca para su esposo.
Al cuarto de cacheo pueden entrar hasta tres mujeres. Cada una es revisada por separado en una cabina cerrada a la cual ingresa con una guía, quien lleva una mascarilla y unos guantes transparentes. Aquel sábado de mayo se daba el siguiente diálogo: “Retírese la chompa, álcese la blusa y el sostén. Bájese el pantalón con la ropa interior. ¿Está enferma? No. Entonces retírese el protector. No se suba aún el pantalón. Dese la vuelta, agáchese. Sáquese los zapatos”.
Pero el protocolo de seguridad en ese fin de semana de mayo varió de un día para el otro. El domingo, un perro antidrogas registró a los familiares. Y en el área de cacheo:
— Sáquese la chompa (la guía empieza revisión manual encima de la ropa). Bájese el pantalón con su ropa interior. Ahora póngase en cuclillas—.
— ¿Esto es legal?—
— No, pero nosotros sólo cumplimos órdenes—
Luego, los visitantes de ese domingo pasaron por el escáner corporal y nuevamente fueron revisadas las bastas de sus pantalones y sus zapatos en otro cacheo. “Si tienen esas máquinas modernas para qué nos meten mano”, reclama Eli.
Hasta las primeras semanas de junio, la revisión fue exhaustiva. Los guías pedían a las mujeres que se retiren el protector o las toallas higiénicas. En el caso de los bebés, los pañales, y en el caso de los hombres, sus pantalones y camisas. Los familiares denunciaron desde las primeras semanas de visita este tipo de requisas. Incluso hablaron de “cacheo manual en sus partes íntimas” con el mismo guante para todas o que les tocaba pujar y hacer sentadillas.
Después de su primera visita íntima, una mujer contaba indignada en una reunión del Comité de familiares y amigos y amigas de personas en prisión que no le habían dejado pasar un preservativo. Otra esposa narraba que encontró por primera vez a su pareja sin bañarse ni lavarse los dientes. Según él, porque no le habían dado tiempo para ducharse. “Te quiero mijito, pero no tanto”, le dijo.
Este tipo de revisiones son comunes en las cárceles de la región para evitar el ingreso de drogas y objetos prohibidos. Desde los casos más drásticos como en El Salvador –uno de los países más violentos del continente– donde a las mujeres les registran el ano y la vagina. O son obligadas, como ocurre en el penal Ciudad Barrios de San Salvador a estar bajo el sol durante horas, a tomar aceite de ricino como purgante o hacer 150 flexiones de piernas.
En Ecuador, la última protesta se dio el 26 de junio en Guayaquil. Decenas de mujeres reclamaron por los tratos denigrantes en la cárcel regional de esta ciudad.
Hasta el vecino Perú, donde han tratado de eliminar estos cateos con controles biométricos y también escáneres corporales. Pero el uso de la tecnología en el caso peruano no ha eliminado la práctica de esos cacheos por la falta de equipos en otros centros. Esta tecnología sólo existe en los penales de Castro Castro y Piedras Gordas. Y tampoco limitó el ingreso de objetos prohibidos a los recintos penitenciarios. Leonardo Caparrós, exviceministro peruano de Justicia y consultor en Seguridad, explica que fue necesario recurrir a la seguridad privada para “controlar la puerta”, porque los mismos agentes penitenciarios eran quienes ingresaban los objetos prohibidos.
Pero en los dos países existen reclamos por estos controles. En el caso de El Salvador han llegado hasta la Comisión de Derechos Humanos de la Asamblea Legislativa del país centroamericano. Y en Perú, a eliminarlos para los niños y las personas mayores de 65 años.
En Ecuador, la última protesta se dio el 26 de junio en Guayaquil. Decenas de mujeres reclamaron por los tratos denigrantes en la cárcel regional de esta ciudad. Y ese mismo fin de semana Justicia anunciaba un nuevo protocolo de visitas en la Penitenciaría del Litoral. En el CRS de Cotopaxi también se sintieron los primeros cambios. El cacheo fue por encima de la ropa, sin revisión de las partes íntimas, y los casilleros volvieron a ser organizados por el personal del lugar, pero “sin responsabilidades”.
Al lunes siguiente, la ministra Ledy Zúñiga se pronunciaba en un entrevista en la radio FM Mundo: “Hemos dispuesto a los directores y coordinadores de los centros que (no se haga) ningún tipo de revisión humillante y denigrante”.
A Eli se le ha acabado el caramelo antes de llegar a ver a su esposo. La fila de mujeres para ingresar a los filtros de seguridad no se mueve. Otra vez los reclamos. A las mujeres les preocupa el escaso tiempo de visita que tienen. Hay presión en las guías penitenciarias. “¿Quién no tiene niños? Pasen rápido”, decían.
En el último protocolo de visitas del Ministerio de Justicia se establecen tres visitas familiares al mes para las presos que están en mínima seguridad; dos para los que están en mediana seguridad y una para los que están en máxima. Más una visita íntima para cada pabellón. Caparrós recuerda que en Perú la reducción más drástica del tiempo de visitas ocurrió en los años 90 durante la época del terrorismo: a media hora al mes.
El cambio –reconoce Eli– trajo una mejor infraestructura. Respalda la intención de eliminar el hacinamiento. “Pero el que te construyas una casa no significa que hagas un hogar. Y aunque no pretendemos que la cárcel sea un hogar sí es un lugar donde van a vivir durante muchos años. Entonces algo de humanidad debe haber”.
“El aislamiento es el elemento crucial
del nuevo modelo penitenciario”
Andrea Aguirre, miembro del Comité de familiares y amigos de gente en prisión
En términos generales muchísimos de los derechos de los familiares de personas en prisión han sido violados. Empecemos por los derechos más elementales, que son amparados por la Constitución y tienen que ver con el bienestar. Esos derechos han sido quebrantados no solamente de las maneras más obvias como las requisas o los tratos despóticos de las autoridades, que ya conocíamos en el antiguo sistema penitenciario.
Pero también los derechos están siendo resquebrajados de maneras menos evidentes, menos obvias. Por ejemplo, el distanciamiento terrible. Esto para las mujeres trabajadoras que sostienen hogares con familiares privados de libertad, como las esposas tienen que reorganizar su vida para viajar y visitarlos durante sólo una hora y media. La distancia está implicando un sufrimiento enorme para la gente. Es un retroceso en sus derechos.
Para los niños ni se diga porque tienen, por condición, acompañar las circunstancias de vidas de sus padres. Al violentar las circunstancias maternas o paternas, necesariamente el Estado violenta las circunstancias de vida del niño. Tenemos niños madrugando a las 04:00 o 05:30 porque la visita les tocó a las 08:00. Son metidos en esos aparatos infames de requisa y desnudados para estar una hora y media en ese ambiente, que a diferencia del sistema penitenciario anterior, no tienen ningún elemento de familiaridad. Porque en el sistema anterior, mal que bien, la gente construía espacios familiares, paradójicos, pero familiares al fin. Las celdas tenían pequeñas cocinas, televisores. Había cierto ambiente familiar. Ahora los niños y los familiares tienen que llegar a un espacio masivo, compuesto de mesas y sillas de plástico, rodeados de gente uniformada. El economato tiene rejas, por ejemplo. La condición penitenciara resulta terriblemente evidente para cualquiera que la visite.
El recluido podrá ver en el mejor de los casos una hora y media a sus familiares y eso en caso de que ellos, por su vida laborar o familiar, puedan llegar a esa hora.
El nuevo modelo tiene un elemento central que tiene que ver con el aislamiento. El modelo tiene una perspectiva teórica que implica rehabilitación en el sentido de vínculo social y familiar, teóricamente toma en cuenta a los familiares. Pero en la práctica tienes una clara tendencia al aislamiento. Y está la reducción de las visitas a una hora y media semanal para quienes están en mínima seguridad, quincenal para quienes están en mediana seguridad y una mensual para quienes están en máxima. El recluido podrá ver en el mejor de los casos una hora y media a sus familiares y eso en caso de que ellos, por su vida laborar o familiar, puedan llegar a esa hora.
Es súper significativo que en la cárcel de mujeres las visitas –que eran de miércoles, sábado y domingo– se hayan reducido a viernes y sábado. El domingo, por antonomasia, es el día libre para la gente que trabaja en el hogar o es comerciante. Ahora es un día que se cierra a la visita. Nuevamente encuentras el aislamiento como un elemento crucial. No va a haber rehabilitación y eso nos están diciendo sobre todo en Latacunga. La gente está resentida. Hice una visita a un joven y me decía que no soporta la celda, el encierro. Que había sólo pared, sin un cuadro, una foto, ni ventana. Es un sistema inhumano pero metódico y es menos desorganizado que el anterior.
“Hay un retroceso en los derechos de la
familia de los privados de libertad”
Mónica Vera, abogada de la Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos (Inredh)
La Constitución establece, en su artículo 51, que se reconoce a las personas privadas de libertad el derecho a la comunicación y a la visita de sus familiares. Este artículo va muy ligado también al derecho de los familiares que están en el exterior a tener un contacto con los internos.
Si ellos han sido condenados por un error que han cometido en su vida y tienen que pagar una pena en una prisión, esto no conlleva que se les limiten sus derechos humanos y constitucionales, que son inherentes al ser humano. Uno de ellos es el derecho a la familia, han tener un momento de recreación con su familia, que es el núcleo de la sociedad.
Los Principios y las Buenas Prácticas sobre la Protección de las Personas Privadas de Libertad en las Américas establecen este contacto directo con sus familiares. Es decir no sólo es un derecho que está en la Constitución sino en instrumentos internacionales de Derechos Humanos.
Hay dos niñas menores de 15 años a quienes les hicieron sacar las prendas íntimas para ser revisadas. A una de ellas se la obligó a quitarse su toalla sanitaria porque le habían dicho que podría llevar drogas. Eso le generó un trauma.
Las requisas, en los primeros traslados, generaron preocupación. Las mujeres decían que se les afectaba a su integridad y a sus niños. El hecho de que les saquen los pañales y la ropa en un lugar muy frío generó mucho malestar. Existen dos niñas menores de 15 años a quienes les hicieron sacar ciertas prendas para ser revisadas. A una de ellas se la obligó a quitarse su toalla sanitaria porque le habían dicho que podría llevar drogas. Eso le generó un trauma.
También hay testimonios de mujeres que en las vistas íntimas, en los primeros meses, les hicieron retirar sus prendas íntimas. Esto vulnera los derechos de los familiares y la integridad sobre todo de las mujeres. Pero recalcamos los avances a Justicia en comenzar a usar las máquinas de escáner.
Por otro lado, hay un punto en la discusión que tal vez lo pueden tomar el Estado y la nueva gestión penitenciaria. Supuestamente no está establecido un número de horas fijas ni en el Código Orgánico Penal Integral, ni en otra normativa, para la visita.
Sin embargo, creo que fue una lucha y un avance el haber logrado tener 8 horas, durante tres días, en las que podían tener una relación con sus familiares. La hora y media denota una regresión en ese sentido. Además de que para llegar al centro de Latacunga son necesarias dos horas. Y hay gente que llega desde Imbabura. Son dos horas de viaje para conversar hora y media. Eliminar más de 20 horas de visita sí creemos que es una regresividad en derechos, que afecta ese contacto con la familia.
[RELA CIONA DAS]
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