

Unas 300 000 personas asistieron al acto de beatificación de monseñor Arnulfo Romero. El arzobismo asesinado fue cuestionado por El Vaticano cuando se enfrentó a la sangrienta dictadora salvadoreña.
35 años y dos meses después de su asesinato, este sábado fue beatificado monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador y mártir de las luchas de liberación de América Latina. Los medios de comunicación han descrito las 300.000 personas que participaron; la fiesta en las calles de la capital salvadoreña; el negocio de los vendedores ambulantes; las delegaciones que han asistido. Pero han dicho menos sobre los sectores que no están tan satisfechos, porque la alegría por la beatificación y la perspectiva de que en pocos años sea canonizado, no es compartida por igual por todos los salvadoreños ni, en general, por todos los centroamericanos.
Es verdad que en El Salvador hoy gobierna Salvador Sánchez Cerén, antiguo jefe guerrillero y cofundador en 1970 de las desaparecidas Fuerzas Populares de Liberación Farabundo Martí (FPL) constitutivas más tarde del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), quien además fue vicepresidente de la República y ministro de Educación en el mandato de su predecesor, Mauricio Funes. Y es verdad que ya son dos elecciones seguidas en que triunfa el FMLN y que Sánchez gobernará hasta 2019. Pero no hay que olvidar que la sociedad salvadoreña sigue profundamente dividida. Ambos, Funes y Sánchez, triunfaron por el más escaso de los márgenes (50,11% frente a 49,89% en la segunda vuelta electoral el año pasado) y recuérdese que Arena gobernó los 20 años anteriores.
“Haga patria, mate un cura”, decían calcomanías en vehículos de El Salvador entrados los años ochenta, cuando fuimos con León Roldós y otros delegados en una misión de la Asociación Latinoamericana de Derechos Humanos (Aldhu).
No solo eso, sino que la propia figura de Romero, identificada con los pobres, siempre fue cuestionada por la oligarquía y por quienes apoyaron al criminal régimen militar, a cuyo lado estuvieron en la guerra civil de los años ochenta y han seguido votando por Arena, el partido cuyos líderes precisamente ordenaron el asesinato del arzobispo. “Haga patria, mate un cura”, decían calcomanías en vehículos de El Salvador entrados los años ochenta, cuando fuimos con León Roldós y otros delegados en una misión de la Asociación Latinoamericana de Derechos Humanos (Aldhu), primer organismo internacional que se hizo presente para recoger denuncias y documentar violaciones. Esa oligarquía cerril y asesina todavía está agazapada en El Salvador y en otros países de Centroamérica, ejerciendo su atractivo clientelar sobre una parte de la población.
Pero nadie que haya seguido con cierta atención los sucesos de El Salvador, olvidará jamás el papel que el ahora Beato Óscar Romero tuvo en esos años de plomo, sangre e injusticia. Fue un pastor que no se calló, que protestó contra la represión y los crímenes del Gobierno y denunció la explotación a los pobres. En las homilías de la misa que celebraba cada domingo en una catedral repleta de fieles y que se transmitía por radio, dio lecciones por igual a políticos, militares, organizaciones populares y guerrilleros; clamó por el fin de la violencia y el imperio de la justicia social; recordó a las élites salvadoreñas que la paz no podía alcanzarse a través de la represión en una sociedad desigual, que mantenía privilegios “insultantes”. Y en ellas leyó, sin miedo, informes detallados sobre los asesinados o desaparecidos y denunció las masacres cometidas por el ejército.
Todos sabían que Romero era, como él mismo lo asumía, “la voz de los que no tienen voz” y que se estaba jugando la vida. Hasta que en efecto, el 24 de marzo de 1980 un francotirador de un escuadrón de la muerte le disparó en el corazón mientras celebraba la misa vespertina en la capilla del hospital en San Salvador donde vivía. La bala calibre 22 le perforó el pecho mientras extendía sobre el altar el corporal (paño blanco para el rito eucarístico) tras haber dado una homilía sobre la necesidad de que el grano de trigo muera.
Se convirtió así en uno de los pocos obispos asesinados en una iglesia, como Thomas Becket en Canterbury, en 1170, o el arzobispo Checa y Barba, envenenado en la catedral de Quito el Viernes Santo de 1877.
Eso era lunes. La víspera, en su última homilía en la catedral, Romero había dicho una frase que se cita mucho por la fuerza que tiene: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión...!”.
Es una maravilla que pueda haberse celebrado la beatificación y haya habido tanto entusiasmo en un acto que solo fue posible por la fe de ese pueblo pobre y el coraje del papa Francisco. Pero no ha sido siempre así: el dominio político de Arena y de los asesinos de Romero condenó su figura al olvido y logró detener en el Vaticano la causa de beatificación, iniciada en 1990 por el sacerdote Rafael Urrutia, su vicario, quien documentó por tres años la fe de Romero y la ortodoxia de sus escritos. Pero, como el mismo papa Francisco lo relató poco después de su elección, el proceso quedó archivado en alguna gaveta de la Congregación para la Causa de los Santos. Únicamente su orden directa pudo destrabarlo y hacer que siguiera el trámite para la beatificación y que se espera prosiga hasta la canonización. Y como reveló monseñor Vicenzo Paglia, obispo de la diócesis de Terni en Italia y postulante oficial de la causa de canonización de Romero, tres embajadores de El Salvador ante el Vaticano (a los que no nombró) cabildearon activamente contra el proceso, argumentando que Romero era todavía una figura muy controvertida políticamente en El Salvador y que su elevación a los altares podía ser manipulada por los grupos izquierdistas.
La carrera eclesiástica de monseñor Romero antes de que llegara al arzobispado fue la de un sacerdote tímido y tradicional.
La carrera eclesiástica de monseñor Romero antes de que llegara al arzobispado fue la de un sacerdote tímido y tradicional. Incluso no fue de los curas que, desde los años sesenta y en toda América Latina, acompañados de laicos comprometidos, empezaron a organizar a los campesinos y trabajadores, siguiendo las directivas de la opción preferencial por los pobres del Concilio Vaticano II y de la Conferencia Episcopal Latinoamericana (Celam) de 1968 en Medellín. Para esos sacerdotes y laicos el actuar contra los problemas estructurales que mantenían a tantos millones en la pobreza era un deber como cristianos comprometidos, por lo que era apenas lógico organizar y participar en las Comunidades Cristianas de Base, donde el pueblo discutía y planeaba la lucha para dignificar sus vidas porque así lo quería Cristo.
Esa transformación dividió a la Iglesia. Es que durante siglos, los sectores más tradicionales habían repetido a los pobres que su situación y sus sufrimientos eran la voluntad de Dios y que así debía permanecer. Pero cuando jóvenes sacerdotes, estudiantes universitarios, catequistas de las parroquias, con el respaldo de algunos obispos o sin el respaldo de ellos, empezaron a salir a las zonas rurales y pedir a los indios y campesinos latinoamericanos que reflexionaran a ver si era verdad que Dios quería que ellos fueran pobres y pasaran tantas privaciones, y cuando esa reflexión comunitaria desembocaba en la necesidad de organizarse y luchar contra un sistema político y social injusto, las consecuencias fueron muy serias. Es que ya era imparable cuando las propias comunidades llegaban a la conclusión de que Dios quería que vivieran vidas dignas, que tuvieran para dar de comer y educar a sus hijos, y que eso debía conquistarse aquí y no solo esperar para cuando se llegara al cielo.
Las divisiones en la Iglesia se sufrieron en toda América Latina. Por un lado estaban quienes ayudaban a los pobres a reflexionar, organizarse y defenderse. La Iglesia en el Ecuador, en honor a la verdad, fue la gran fuerza detrás de la organización de los indígenas. Ni la Federación Shuar, ni las federaciones provinciales quichuas, ni la Ecuarunari en la Sierra y la Confeniae en la Amazonía hubieran existido sin el apoyo de la Iglesia. Sí, claro, esas organizaciones luego maduraron y, como era lógico, se independizaron, pero incluso entonces la Iglesia no dejó de apoyarlas. Por eso, y aquí vuelvo a dar un testimonio personal, fue a los obispos a quienes primero acudimos en el Gobierno de Borja para establecer un puente cuando estalló el levantamiento indígena de 1990, y sin ellos, en especial sin la ayuda de los obispos José Mario Ruiz, Antonio González y Víctor Corral, no habría sido posible sentarnos a la mesa de diálogo. No es coincidencia que este sábado 23 los obispos eméritos José Mario Ruiz, Víctor Corral y Néstor Herrera, a quienes tanto debe el avance de nuestro pueblo, estuvieran presentes en la ceremonia de beatificación en San Salvador, por su propia cuenta, claro, y no en el séquito presidencial ecuatoriano.
En esta escalada de violencia, y a un mes exacto después de la toma de posesión de Romero, los militares mataron al padre Rutilio Grande, párroco rural jesuita y buen amigo de Romero, y a dos de sus ayudantes.
En algunas regiones del continente, más inequitativas, más cerradas, más polarizadas, como en Centroamérica esa ayuda para la reflexión y organización de los campesinos llevó a una polarización creciente con los terratenientes, las oligarquías y sus aparatos represivos. No se diga en El Salvador donde el ejército gobernaba desde 1931, de fraude en fraude. Justamente ese papel de denuncia tuvo monseñor Luis Chávez y González, el predecesor de Romero en el arzobispado de San Salvador, quien apoyó la organización de campesinos y trabajadores. Trasladó a monjas de escuelas urbanas a puestos rurales y movilizó a los católicos para cumplir las indicaciones del Vaticano II. También abrió una pequeña oficina en la curia para brindar ayuda legal a los pobres (como se recuerda, con Romero esa oficina con el nombre “Tutela Legal” se convertiría en el principal centro para denunciar las masacres y desapariciones). Por supuesto, la labor del arzobispo Chávez no era del agrado de las oligarquías ni de los periódicos que manejaban, que lo llamaban comunista, y que se alegraron cuando cumplió 75 años en 1977 porque eso significaba que debía retirarse y que había la posibilidad de “rescatar” a la iglesia para que otra vez cumpliera el papel al que estaban acostumbrados: el preconciliar de adormilar a la grey.
Lo que le ganó a Óscar Romero el nombramiento de arzobispo fue la aversión por la política que había mostrado toda su vida. Para cuando fue entronizado, el 22 de febrero de 1977, los militares reprimían con crudeza el movimiento popular. Perseguían, apresaban, torturaban a líderes populares y a los curas que organizaban a los campesinos, especialmente en las grandes plantaciones de café de las familias más ricas. En esta escalada, y a un mes exacto después de la toma de posesión de Romero, los militares mataron al padre Rutilio Grande, párroco rural jesuita y buen amigo de Romero, y a dos de sus ayudantes.
Para sorpresa de muchos, Romero demostró entonces de qué estaba hecho. Tomó una decisión insólita y valiente: cancelar las misas en todo El Salvador y reunir a curas y monjas en una sola gran misa en la plaza frente a la catedral. Y allí, ante 100.000 personas, pública y claramente, acusó al gobierno de estar detrás del asesinato de Grande y sus ayudantes, y exigió justicia. Anunció, además que no asistiría a ningún acto gubernamental y se rehusó a recibir a ningún funcionario hasta que no se investigara el crimen del jesuita y se enjuiciara a los culpables. Cumpliendo esta resolución, declinó asistir, un par de meses después, a la toma de posesión del nuevo presidente, general Carlos Romero, lo que nunca había pasado antes con ningún arzobispo.
La respuesta de Romero a la muerte del padre Rutilio, y de los demás sacerdotes que siguieron siendo torturados o asesinados (ocho, según mis cuentas), fortaleció su identificación con el clero y el pueblo de El Salvador. Lejos de callar, Romero empezó a predicar más y con más fuerza. Escuché en San Salvador, cuando fui con la Aldhu, que eran tantas las personas que sintonizaban en la radio sus homilías dominicales que se podía ir caminando por la calle sin radio propio sin perderse ni una frase. Pero se sabe que Romero no sólo hablaba, sino que también escuchaba, a sacerdotes y campesinos, y a gente de todos los estratos, incluidos los ricos que quisieran hablar con él.
Pero tan alto y tan claro hablaba Romero que sus problemas se multiplicaron. Y no solo con el Gobierno sino con la Iglesia. El nuncio en El Salvador, un obispo italiano llamado Emanuele Gerada, quien había argumentado a su favor para que lo nombraran, se puso furioso con él por haber cambiado. Quiso detener la “misa única”, tratando a Romero como a un escolar, pero se encontró con un arzobispo consciente de su autoridad. Desde entonces, Gerada escribió al Vaticano informes muy negativos sobre Romero, criticando su decisión de cortar relaciones con el Gobierno y sus “provocaciones” a este. Además, y esto le causó mucho dolor a Romero, la mitad de la jerarquía episcopal salvadoreña, es decir tres de los seis obispos que, contando a Romero, existían entonces, le acusaron de traición y buscaron destruirlo, mientras hacían el juego al Gobierno y a las élites, inclusive con homilías y declaraciones que acusaban a los sacerdotes y catequistas de dejarse adoctrinar por comunistas, lo que polarizó mucho más la situación.
El papa Juan Pablo II dijo en un viaje a Centroamérica que Romero fue un “celoso Pastor a quien el amor de Dios y el servicio a los hermanos condujeron hasta la entrega misma de la vida”.
Del Vaticano empezaron a llegar pedidos de explicación, que Romero contestaba con transparencia, fidelidad a la Iglesia y entereza evangélica. Al cardenal Sebastiano Baggio, que era a la vez prefecto de la Congregación de los Obispos y presidente de la Comisión Pontificia para América Latina, no le convencieron los escritos y le convocó a Roma a una “fraternal y amistosa conversación” que resultó todo menos fraternal y amistosa.
Aunque Paulo VI le había dado ánimos en su primera entrevista con un papa, como lo cuenta en su diario, la que tuvo después con Juan Pablo II, que le insistió en que restableciera relaciones con el Gobierno y que sobre todo mantuviera la unidad del episcopado, le causó mucha pena a Romero por la incomprensión del papa de lo que sucedía en Centroamérica, donde lo principal y urgente era que cesara la represión y la matanza, porque lo que se estaba leudando era una guerra civil, como la que en efecto se desató tras el asesinato de Romero y que no pararía sino 12 años y 75.000 muertos después.
Felizmente en una entrevista posterior, Juan Pablo II había cambiado mucho. Según lo relata Romero en su diario, fue el padre Pedro Arrupe S.J., general de los jesuitas, quien le había hablado al papa de Romero, y había logrado refutar los informes parcializados que recibía de la curia romana.
Y que Juan Pablo II comprendió mejor a Romero lo demostró en su primer viaje a Centroamérica en 1983, cuando, rompiendo el programa, se detuvo en la catedral de San Salvador para orar de rodillas sobre la tumba del arzobispo asesinado tres años antes. El papa dijo entonces que Romero fue un “celoso Pastor a quien el amor de Dios y el servicio a los hermanos condujeron hasta la entrega misma de la vida”. Como dicen las crónicas, “aunque sobria, la oración es digna de mención: menos de un año antes de la muerte de Romero, el papa había estado considerando el envío de un administrador apostólico para regir la arquidiócesis y sustituirlo”.
Romero recibió constantes amenazas de muerte en sus seis años de arzobispado. Venían de escuadrones de la muerte con nombres como “La Falange” y la “Unión de Guerreros Blancos”. Le enviaban cartas en las cuales lo acusaban de estar al frente de “un grupo de curas que en cualquier momento recibirán 30 balas en sus caras y troncos”. Todo el mundo sabía que Romero podía ser asesinado en cualquier momento, al igual que otros sacerdotes.
Desde marzo de 1978, Romero se sentó casi cada noche frente a una grabadora y grabó un diario, con sus reflexiones no solo sobre los sucesos del día sino sobre una variedad de temas, su trabajo como arzobispo, el caos político, la creciente violencia que envolvía a su patria. La transcripción de diario, de sus homilías y el texto de sus cartas pastorales, constituyen el cuerpo principal de su doctrina como arzobispo que fue estudiada por la Congregación de la Causa de los Santos hasta que se detuvo algún momento a mediados de los noventa. En todos esos escritos hay multitud de referencias al Viejo y Nuevo Testamento, a los documentos de la Iglesia y citas de los papas, para apoyar sus afirmaciones.
Desde marzo de 1978, Romero se sentó casi cada noche frente a una grabadora y grabó un diario, con sus reflexiones no solo sobre los sucesos del día sino sobre una variedad de temas, su trabajo como arzobispo, el caos político, la creciente violencia que envolvía a su patria.
Puede que se concluya que el Beato Romero no era un teólogo y él mismo no se consideraba parte de la Teología de la Liberación, el movimiento nacido en América Latina después del Concilio Vaticano II. Pero, como dice Carlos Dada (periodista y director de www.elfaro.net. Ndlr.) en un artículo reciente, de hecho él compartía con los teólogos liberacionistas la visión de que la misión de la Iglesia, impuesta por el Evangelio, era proteger a los pobres. “Entre los ricos y poderosos y los pobres y vulnerables, ¿de qué lado debe estar el pastor?”, se preguntaba. “No tengo duda. Un pastor debe estar con su pueblo”. Opción que podía considerarse política, pero que era sobre todo pastoral, y que coincide con lo que el papa Francisco ha venido diciendo en estos dos años de pontificado sobre una iglesia con “olor a oveja”.
Su asesinato fue organizado por un escuadrón de la muerte paramilitar comandado por Mario Molina (hijo del expresidente coronel Arturo Molina) y por el exmayor de inteligencia Roberto d’Aubuisson, como lo comprobó la Comisión de la Verdad de Naciones Unidas tras la tregua que puso fin a los 12 años de guerra civil. El escuadrón estaba protegido por el mando militar y financiado por salvadoreños de dinero. La noche en que Romero fue asesinado, en los barrios más ricos de San Salvador hubo fuegos artificiales y tiros al aire, celebrando su muerte. D’Aubuisson habría de ser uno de los feroces líderes paramilitares durante los 12 años de guerrilla y fundador en 1981 del partido derechista Arena, y todavía, años después de su muerte, ocurrida en 1992, es reverenciado por la derecha salvadoreña.
¿Por qué Molina y D´Aubuisson mandaron a matar a monseñor Romero? Porque sabían que su palabra guiaba al pueblo, daba ánimos a los que deseaban la paz y la justicia social, y minaba la explotación y la represión que contra ellos se ejercía. Murió por su fe, como dice El Vaticano, pero también sus asesinos se decían católicos. Lo que pasa es que Romero entendió su fe como un compromiso real, no como un tema farisaico.
Su muerte trajo, en cambio, un baño de sangre. Joaquín Villalobos, excomandante del FMLN, escribió hace poco que “antes de que mataran a Monseñor había decenas de guerrilleros; después, éramos miles”.
Hoy El Salvador tiene uno de las tasas de muertes violentas más altas del mundo, debido a las pandillas (las tristemente célebres “maras”) y al tráfico de drogas. Y la pobreza ha bajado solo porque casi un tercio de toda la población ha migrado a EEUU y desde allí envían sus remesas.
El papa Francisco ha dicho en la carta que leyeron en la beatificación que Romero fue “padre de los pobres” y monseñor Vicenzo Paglia que “Romero sigue hablando y pidiendo nuestra conversión. Hoy continúa la misa que interrumpieron el día de su muerte”. No hay nada más que añadir, salvo desear que El Salvador y toda América Latina encuentren su camino a la justicia social.
[RELA CIONA DAS]




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