Foto: Luis Argüello A.
La marcha del 17 de septiembre fue la "reaparición" del Frente Unitario de Trabajadores a la cabeza de las luchas sociales.
La del 17 de setiembre fue una marcha que tuvo más efecto que el que sus organizadores hubiesen esperado. Fue una onda expansiva que cobijó una sumatoria de malestares sociales que comienzan a aparecer en un tintero –la calle- aparentemente cooptado por todas las “instancias institucionales” con las que el Gobierno ha querido moldear a su imagen y semejanza a la participación social. La respuesta gubernamental con una contramarcha y la violenta acción contra los estudiantes secundarios evidencia aún más el temor a que la ciudadanía pueda organizarse para manifestar su descontento abiertamente, con esa arma peligrosa que es la voz de las conciencias libres que, en una catarsis epifánica, puede convertirse en un coro de “todas las voces todas”.
Empero, no hay que olvidar el origen de la marcha vinculado a las reivindicaciones sindicales. Como describía Plan V hace unas semanas, los sindicatos consideran que el nuevo Código de Relaciones Laborales propuesto por el Gobierno pondría en peligro la sindicalización, en un contexto caracterizado por el desconocimiento de los trabajadores acerca de sus derechos, la imposibilidad práctica del llamado a huelga y la demonización que la autoridad hace de los actores sindicales. Este último aspecto ha sido particularmente clave en el reordenamiento de las relaciones laborales durante el mandato de Rafael Correa, caracterizado por la activación del salario mínimo, el aumento de la formalidad y el empleo en los últimos cuatro años, junto con la ampliación de la cobertura de beneficios sociales, sobre todo para el segmento informal. En ese sentido, llama la atención el particular encono con los movimientos sindicales y la propuesta de mejorar la distribución del ingreso en el mercado laboral poniendo un límite a los ingresos de los gerentes de las empresas grandes.
El presente análisis busca desmenuzar, desde las discusiones teóricas recientes, la revisión de las cifras y el eje discursivo-político, que el modelo actual de relaciones laborales en realidad esconde una visión paternalista de las mismas, similar a la que se ha querido implementar en otras esferas, y que la posibilidad cierta de mejorar la distribución del ingreso en el mercado laboral no pasa por los golpes de efecto discursivos sino por el impulso de los mecanismos institucionales como la sindicalización y la negociación colectiva.
La mayor parte de países que usaron políticas expansivas del salario mínimo lo hicieron durante el ciclo positivo de los precios de los productos primarios, lo que activó a sus economías, permitiéndoles crecer.
Una estrella no tan solitaria
La política activa del salario mínimo ha sido una de las estrellas del Gobierno. La decisión de incrementar de manera importante al salario mínimo (que también es conocido como la base de la escala salarial) por encima del incremento promedio de los salarios, buscaría mejorar la distribución del ingreso en el mercado laboral beneficiando a los trabajadores más pobres y recortando la brecha con los segmentos medios y más ricos de la escala salarial.
En ese sentido, tendría un efecto en la reducción de la pobreza y en la mejora de la distribución del ingreso. Como contracara, sobre todo en un contexto de recesión o desaceleración económica, podría generar reducción del empleo. Este ha sido el gran debate teórico de los últimos veinte años sobre el efecto en el empleo del salario mínimo, centrado en cómo los aumentos dependen de la estructura del mercado laboral y del ciclo económico. En una estructura monopsónica (acceso a un contingente importante de mano de obra) y con crecimiento económico, no solo no se perderían empleos, tampoco se informalizarían las características de los puestos de trabajo.
Esto habría ocurrido con las políticas del salario mínimo en América Latina durante la última década. Según el Informe Mundial de Salarios 2012-2013 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y los reportes del mismo organismo durante la crisis financiera internacional, varios países de la región, sobre todo en el Cono Sur, implementaron activamente el salario mínimo como un mecanismo redistributivo y de reducción de la pobreza. La mayor parte de países que usaron políticas expansivas del salario mínimo lo hicieron durante el ciclo positivo de los precios de los productos primarios, lo que activó a sus economías, permitiéndoles crecer, generar empleos y reducir la informalidad (Brasil, Uruguay, Argentina y Chile entre 2004 y 2011), sin que los aumentos del salario mínimo hayan generado un efecto en sentido contrario.
Lo verdaderamente llamativo fue que la política expansiva del salario mínimo se haya implementado incluso durante la crisis de 2009, como forma de contrarrestar el ciclo recesivo, activando la demanda interna. En este contexto, lo ocurrido en el Ecuador no es una singularidad. Se enmarca en las posibilidades que el ciclo positivo de los commodities permitió a muchos gobiernos de la región, que tomaron la decisión política de rebalancear la cancha de un mercado laboral que había visto desmejorar la calidad del empleo en la década de los noventas.
La fórmula efectiva
Lo distinto de la experiencia en el Cono Sur fue que además de aumentar activamente a la base salarial (el salario mínimo) y extender el acceso a los beneficios sociales, formalizando el empleo, varios países incentivaron la sindicalización y la negociación colectiva. Argentina, Brasil y, en particular, Uruguay, impulsaron estos procesos al punto de que experimentaron un aumento importante tanto de los trabajadores sindicalizados como del volumen y cobertura de la negociación colectiva. En el caso uruguayo, la sindicalización se duplicó en menos de una década hasta alcanzar al 40% de los asalariados, mientras que la negociación colectiva cubriría a la casi totalidad del empleo formal.
Esto explicaría, por ejemplo, por qué en países como Uruguay y Brasil -sin considerar las transferencias gubernamentales o los programas de combate a la pobreza- los ingresos de los hogares más pobres mejoraron, con un efecto significativo en la reducción de la pobreza y en la caída de la desigualdad, algo que no se observa en Chile, país que reduce la pobreza cuando se incorporan las transferencias sociales pero mantiene la desigualdad, incluso si se considera las transferencias públicas a los hogares más pobres. La razón estaría vinculada con lo que en la discusión académica se denominan mecanismos de extensión del efecto del salario mínimo en el resto de la escala salarial.
Un incremento en el salario mínimo no asegura una mejora de la distribución del ingreso en el mercado laboral. Esto se produce solo cuando existen mecanismos que permiten transmitir los incrementos de la base salarial al resto de salarios. Los mecanismos institucionales se encontrarían en la negociación colectiva y, por extensión, en la existencia activa de sindicatos y de asalariados sindicalizados. Tal como lo muestran diversos estudios internacionales sobre el salario mínimo (Minimum wage, pay equity and Comparative industrial relations, de 2013 y el Low wage work in the wealthy world de 2010) el por qué tiene que ver con cómo se negocian los salarios. En las sociedades con altos salarios mínimos, alta sindicalización y gran cobertura de la negociación colectiva (los países escandinavos y Dinamarca), los incrementos de la base salarial inmediatamente se reflejan en el resto de salarios porque los contratos colectivos incorporan el incremento del salario mínimo como un piso de negociación.
El ajuste –solo de la base salarial, más no del resto de la escala- es una prerrogativa gubernamental discrecional, que en no pocas ocasiones busca debilitar a los sindicatos.
En cambio, en los países con altos niveles de salario mínimo y baja negociación colectiva (Grecia, Hungría, Chile), los aumentos del salario mínimo no se reflejan en el resto de la escala salarial. Existiría una tendencia a que el salario mínimo comience a alcanzar a los salarios que están apenas por encima de este indicador, convirtiéndose en el único referente de ajuste en la parte baja de la escala salarial. Como no se genera un efecto expansivo en el resto de la escala -a la postre no se empuja a los demás salarios-, una política agresiva de incrementos del salario mínimo sin activar la negociación colectiva solo concentra a más asalariados alrededor del piso salarial.
La consecuencia es obvia: la distribución de los ingresos en el mercado laboral (sin considerar las transferencias estatales) no solo que no mejora sino que se atrofia por la alta concentración de asalariados en torno al salario mínimo. Además, al no existir mecanismos institucionales de negociación, el ajuste de los salarios más bajos de la escala depende sobremanera del salario mínimo. En muchos casos, hay una alta dependencia política, porque si no hay organismos técnicos independientes que propongan las fórmulas de ajuste (como la Low Pay Commission de Reino Unido) o negociaciones bipartitas entre empleadores y trabajadores, los incrementos del salario mínimo están en función de la buena voluntad del Gobierno. El ajuste –solo de la base salarial, más no del resto de la escala- es una prerrogativa gubernamental discrecional que en no pocas ocasiones busca debilitar a los sindicatos (siguiendo la lógica de que si no se pueden negociar salarios, los trabajadores al menos recibirán una compensación en el piso de la escala salarial. Ergo, ¡sigamos sin sindicatos!). Algo que los especialistas en el área de las relaciones industriales denominan como política paternalista del salario mínimo.
Sindicalismo y revolución ciudadana
Lo que parecía en su origen como una historia de amor entre el Gobierno y el sindicalismo, se convirtió con el tiempo en una de odio venal. La razón tiene que ver con algo esencial: a pesar de que el sindicalismo estaba en vías de extinción –datos entre 2010 y 2012 muestran que la sindicalización cubría aproximadamente a entre el 2% y el 5% del total de asalariados-, los pocos sindicatos activos y con poder (80% del total de los asalariados sindicalizados) vendrían del sector público. Eso implicaría que el Gobierno es, en la práctica, el empleador ecuatoriano con la relación laboral más significativa (por volumen, por complejidad, por la diversidad de sectores involucrados) con los sindicatos y, por ende, el principal beneficiario del debilitamiento sindical dado lo conflictiva que se ha ido tornando la relación entre estos dos actores sociales. Algo que ha quedado de manifiesto en el proceso de demonización de los sindicatos públicos que se han ganado un puesto privilegiado en el escarnio mediático y discursivo gubernamental.
La relación gobierno-sindicatos ha seguido el mismo guión de otros ámbitos políticos e institucionales en los que se ha querido rehacer todo el andamiaje. Los cambios que el Gobierno busca implementar han chocado con un status quo que, hay que reconocerlo, tiene sus taras y aberraciones. Pero no son la generalidad ni la norma. La caricaturización –“sindicatos abusivos, irresponsables, deshonestos”- no difiere en lo absoluto con el discurso que los líderes empresariales han usado permanentemente, arrinconando a los representantes sindicales y amedrentando cualquier intento de organización. El sindicalismo no es un club de vagos que únicamente quieren medrar de la empresa o el Estado. Tampoco es la panacea romántica del trabajador dispuesto a todos los sacrificios. Es una forma de organización que está anclada en la búsqueda y preservación de derechos para sus miembros, que sin esa forma de organización muy probablemente no tendrían ni una posibilidad de negociar condiciones laborales más dignas. La acumulación de beneficios –algunas veces exagerados- en el sector público en ocasiones ha estado vinculada con la dinámica clientelar que la clase política ha mantenido como práctica para ganar apoyos. Algo que tampoco difiere de la forma cómo se han articulado y “difundido” varios de los beneficios sociales que ha implementado el Gobierno para ganar soportes en su base política.
El sindicalismo es una forma de organización que está anclada en la búsqueda y preservación de derechos para sus miembros, los cuales sin esa forma de organización muy probablemente no tendrían posibilidad de negociar condiciones laborales más dignas.
El punto es que, cualquiera sea la forma de re-articular las condiciones laborales, tener una contraparte sindical implica negociar o, en este caso, re-negociar. Y es importante que así sea porque la razón de ser del sindicalismo es brindar una voz a aquellos que sin organización no tendrían ninguna posibilidad de negociación de sus condiciones laborales, salarios incluidos. Si la visión del empleador parte desde la imposición y las verdades absolutas, el proceso de negociación es tortuoso y, a la postre, inviable. De ahí se puede entender por qué existiría una especie de contradicción existencial entre lo que el Gobierno hace con los sindicatos públicos y lo que predica quiere implementar a nivel del sindicalismo en el sector privado.
El problema va más allá de la dualidad ontológica. A pesar de la intención gubernamental de ampliar el sindicalismo en un contexto de aumento de la formalidad del empleo, el mercado laboral ecuatoriano sigue siendo predominantemente informal (54.3%) según el Panorama Laboral de América Latina que a OIT publicó en 2013. A ello se agrega que la mayor parte del empleo asalariado se encuentra en el segmento de la micro, pequeña y mediana empresa (MIPYME), en donde la organización sindical es estructuralmente difícil por un tema de número de trabajadores requerido para formar sindicato, informalidad de las relaciones laborales, problemas de fiscalización, etc. Paradójicamente, el único segmento en donde claramente puede expandirse la sindicalización es en el sector público, dado que éste ha captado un incremento importante del empleo nacional, pasando de representar el 10.6% del total de ocupados en 2008 a ser el 11.5% en 2012. Pensando en una tasa de crecimiento del empleo nacional del orden del 4% promedio anual, eso implicaría para ese periodo de cada 10 nuevos empleos, 2 fueron creados en el sector público.
Golpes de efecto
Las dificultades existenciales y prácticas para impulsar el sindicalismo y la negociación colectiva vuelven complicado el futuro para articular mecanismos institucionales que, junto al salario mínimo, permitan mejorar la distribución del ingreso en el mercado laboral ecuatoriano. Por eso, el reciente llamado gubernamental para limitar los salarios de los ejecutivos de las grandes empresas se presenta como una alternativa para reducir la dispersión de la escala salarial desde la parte alta de la misma. Pero, ¿qué tan factible y efectiva sería esta iniciativa? Se supone que los ingresos de los trabajadores están más controlados que nunca, como resultado del reforzamiento del sistema impositivo. Es decir, si se quiere poner un tope legal a los salarios de los ejecutivos de las empresas privadas, el SRI puede ayudar en su identificación.
No obstante, una cosa es limitar los salarios y otra, los esquemas de ingresos y beneficios. Estructuralmente las empresas tienden a incentivar la gestión de sus mandos altos pagando una proporción en salarios (la parte fija mensual del ingreso de los gerentes) y otra en bonos por productividad o desempeño (la parte variable del ingreso de los gerentes). En comparación con la mayoría de los asalariados que solo reciben la parte fija, los grandes ejecutivos tienden a recibir proporcionalmente una parte fija que puede representar entre el 50% y 90% de sus ingresos (según el cargo, el tamaño de la empresa y el sector económico) y una parte variable, que representaría entre el 50% y 10% de sus ingresos totales.
Si el foco de la iniciativa gubernamental está en limitar los salarios gerenciales, es claro que las retribuciones empresariales se trasladarán a la parte variable del ingreso de los ejecutivos. Incluso si se establece el límite para los ingresos totales, los beneficios pueden rearmarse a través de la generación de “ingresos” no vinculados al cargo específico a través de la creación de otros “cargos” adicionales para los gerentes (algo que algunos funcionarios públicos ejercen y por lo cual reciben ingresos adicionales), la ampliación de beneficios no monetarios (vivienda, transporte, educación, salud), entre otros. Ejercer un control taxativo y limitar los pagos de los gerentes muy probablemente va a modificar la estructura y las formas de pagos, pero no sus montos finales de ingreso. Lo más probable es que la escala salarial se modifique en el formato, aunque en la realidad la dispersión se mantenga. En cuyo caso, la propuesta anunciada no pasaría de ser un golpe de efecto.
Algunos países en la región han sido exitosos y su ejemplo puede ser una buena hoja de ruta a la hora de diseñar políticas que permitan una real mejora de los ingresos de los más pobres, de la distribución del ingreso y del perfeccionamiento de las instituciones laborales.
Entonces, ¿qué hacer?
Pareciera que una salida a la encrucijada entre una política de salario mínimo que opera con una lógica paternalista y la baja sindicalización/negociación colectiva, no es una tarea sencilla en el Ecuador, considerando las complicaciones políticas y operativas que existen. Empero, algunos países en la región han sido exitosos y su ejemplo puede ser una buena hoja de ruta a la hora de diseñar políticas que permitan una real mejora de los ingresos de los más pobres, de la distribución del ingreso y del perfeccionamiento de las instituciones laborales.
Uruguay es el caso paradigmático. Desde 2004 empezó a implementar una política activa de ajuste del salario mínimo. Antes de esa fecha, el salario mínimo se ajustaba por debajo de la inflación, observándose una caída de su capacidad adquisitiva de forma significativa desde 1990. En 2003 apenas un 2% de los asalariados ganaba menos que el mínimo. Este proceso de pauperización de la base salarial tenía origen fiscal: las prestaciones de jubilación (en el país con la mayor tasa de jubilados de América Latina) estaban ligadas al monto del salario mínimo.
Para liberar al salario mínimo se destrabó su vínculo con las jubilaciones y se empezó a compensar su nivel para mejorar los ingresos de los asalariados pobres. Paralelamente, el Gobierno del Frente Amplio (izquierda), primero con Tabaré Vásquez y luego con José Mujica, activaron las mesas de negociación salarial entre trabajadores y empleadores, para establecer mecanismos de negociación de los salarios y otros beneficios, para cerca de 170 sectores económicos.
El salario mínimo (su ajuste anual) sirve como indicador de referencia para las mesas de negociación salarial, que funcionan en la práctica como mecanismos de negociación colectiva. Luego de un periodo de compensación significativa, el salario mínimo ahora se ajusta por inflación y productividad media esperada de la economía, quitándole cualquier atisbo discrecional-paternalista al Gobierno. Este ajuste de la base se traslada al resto de la escala salarial por obra y gracia de las mesas de negociación.
La implementación de estos mecanismos no ha sido fácil. Ha implicado un duro proceso para convencer a empresarios y trabajadores de que es entre ellos que se deben establecer los parámetros salariales, con las especificidades propias de cada sector y subsector. Y que en esas negociaciones el salario mínimo es una referencia ineludible. El mismo gobierno tiene sus propios mecanismos de negociación con los sindicatos estatales, lo que está enmarcado dentro del esquema general de las mesas. Además, el proceso implicó que, en paralelo, se reforzara realmente la sindicalización y la negociación colectiva a todo nivel. Uruguay incluso llegó al extremo de haber sido el primer país en el orbe en haber aprobado en 2012 una Ley de Negociación Colectiva para el servicio doméstico.
Esos cambios institucionales explican por qué el país ha sido tan exitoso para reducir pobreza y desigualdad usando las herramientas adecuadas en el mercado laboral. Es un ejemplo del que el Ecuador debiera aprender mucho. Y ojalá emular.
[RELA CIONA DAS]
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