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18 de Enero del 2015
Historias
Lectura: 22 minutos
18 de Enero del 2015
Juan Jacobo Velasco
La olla de presión llamada Europa

Fotomontaje: Plan V

Los conflictos raciales, religiosos y culturales están lejos de resolverse en los países europeos a pesar de la unidad económica.

 

Para muchos ciudadanos de a pie, la idea de la construcción de la nueva Europa implicó unos arreglos institucionales que centraron la fuente del poder en una visión autorreferente de la UE, totalmente ascéptica, ataviada del lenguaje y las formas de lo políticamente correcto. Pero que no enfrentaba muchos de los demonios que el proceso de integración levantó, como los conflictos vinculados con la migración masiva, sobre todo lo que ese complejo cóctel de identidad y convivencia gatillan.

El de la pasada semana parisina no es solo un atentado a la libertad de expresión. Tampoco puede sostener el membrete único como una horrenda escaramuza adicional en lo que se podría denominar “la guerra santa del extremismo islámico y el resto del mundo”, con Occidente como cara visible.

Ni exclusivamente el intento deliberado por perpetuar un ambiente de terror, de ese terror cerval que se comenzó a instalar globalmente tras la caída de las Torres Gemelas por una suerte de retroalimentación interminable de la violencia. Es mucho más complejo, más irascible, más doloroso. Es como el vapor que empieza a salir cuando la olla llega a altas temperaturas. Diera la impresión de que en Europa esa olla está entrando en calor. Son muchos factores los que elevan las cotas: las complejidades y realidades que el sueño de la UE trajo aparejados tras la crisis financiera de 2008, los coletazos que genera la fuerza centrífuga del fundamentalismo islámico, la necesidad de los extremismos (ideológicos, religiosos, identitarios) de buscar chivos expiatorios, y de cómo los problemas de convivencia arriban al mismo punto común para todos. Esta definición puede ser un monólogo o un diálogo. Cuando hay oídos sordos, uno habla más alto. A los gritos. Sin escuchar, ver o sentir. Llegando a querer imponer la visión con el ratatán de una metralleta.

¿Qué es Europa?

¿Qué es la Unión Europea a mediados de la década de 2010? Pareciera ser un hervidero que comenzó a reflejar su temperatura en las recientes elecciones parlamentarias.

¿Qué es la Unión Europea a mediados de la década de 2010? Pareciera ser un hervidero que comenzó a reflejar su temperatura en las recientes elecciones parlamentarias. Tanto las alternativas de extrema derecha del Frente Nacional francés como el UKIP británico –dos de los ejes de la UE por importancia en términos de población y economía- han empezado a mostrar, con la fuerza de sus increíbles resultados recientes y una presencia más extendida en el parlamento europeo, que el bipartidismo de facto que ha marcado la tónica regional hasta ahora, está comenzando a resquebrajarse.

Este proceso no es nuevo. Para muchos ciudadanos de a pie, la idea de la construcción de la nueva Europa implicó unos arreglos institucionales que centraron la fuente del poder en una visión autorreferente de la UE, totalmente ascéptica, ataviada del lenguaje y las formas de lo políticamente correcto. Pero que no enfrentaba muchos de los demonios que el proceso de integración levantó, como los conflictos vinculados con la migración masiva, sobre todo lo que ese complejo cóctel de identidad y convivencia gatillan. Los temores y las brechas se podían tapar mientras las economías crecían o se apoyaban, pero emergieron con una fuerza devastadora cuando las vacas flacas se instalaron con su presencia restrictiva tras la crisis de 2008.

De pronto, la socialdemocracia y la centroderecha europeas están comenzando a ser torpedeadas por unos extremos que verbalizan una idea de los demonios desde una definición menos encorsetada. Si bien esos extremos representan aproximaciones y lógicas distintas –son mundos opuestos los casos británico y francés, de lo que ocurre con el Cinco estrellas italiano o el Podemos español- lo que dejan en evidencia es la distancia que el régimen de partidos ha ido generando frente al ciudadano común. Y de cómo se ha ido perdiendo sintonía, no solo en el tono del discurso sino, sobre todo, en la esencia de las propuestas. 

Uno de los aspectos más álgidos tiene que ver con cómo se puede convivir. La Europa de hoy, en comparación con cualquier otro sub-periodo histórico moderno, es distinta como consecuencia del flujo migratorio importante desde África y Asia, y sobre todo de la misma Europa. Con la recesión, la idea de que “los inmigrantes nos roban los trabajos”, a pesar de no ser explícita, ha estado muy presente. Y es un problema que ha inflado las proclamas de los grupos de extrema derecha, que por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial amenazan seriamente con convertirse en una opción de poder en Francia y Reino Unido.

Es un problema que ha inflado las proclamas de los grupos de extrema derecha, que por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, amenazan seriamente con convertirse en una opción de poder en Francia y Reino Unido.

Lo peor es que la reacción ha sido responder a este clamor xenófobo con el endurecimiento de las políticas migratorias. Es una aproximación sin distingos políticos. En 2014 Francia ha sido sacudida por varios eventos en que el Gobierno socialista ha querido parecer duro, oficiando las expulsiones de ciudadanos no residentes de comunidades como la gitana. En el caso británico, el premier conservador David Cameron incluso apunta a salirse de las normas de libre movilidad europeas para establecer una especie de cuota migratoria. Más allá del discurso y las acciones efectistas, lo cierto es que el marco procedimental anti-migratorio empezó a operar con fuerza desde 2010, subiendo su cota cada año.

La migración, la convivencia y la definición de identidad de cada país son temas que han estado emergiendo con fuerza en el debate político europeo. Es un fenómeno de múltiples aristas. Está el clamor identitario de regiones y comunidades que buscan tener una autonomía completa, más allá del marco de los países que actualmente conforman, como ocurrió –y ocurre- por ejemplo con Escocia y Cataluña. La misma Francia afronta las reivindicaciones de Córcega por autonomía o el clamor de Nueva Caledonia, la última de sus colonias de ultramar que lucha por dejar de serlo y en la que el Gobierno francés aplica toda su maquinaria colonial en marcha para impedirlo. El crecimiento de los grupos extremos, particularmente desde la derecha, está forzando a las posiciones más moderadas a endurecer las medidas migratorias y a poner en cuestión la libre movilidad que la UE asegura a sus miembros. Si a eso se suma el problema de seguridad real vinculado con las amenazas del fundamentalismo islámico, el cóctel simplemente deriva en una fuerza centrífuga donde se mezclan las palabras migrante-islam-extremismo-nacionalismo-amenaza-reacción. El resultado transforma a los migrantes en el chivo expiatorio y le permite a la extrema derecha ganar terreno de manera constante.

Una historia sin fin

Desde la Guerra Fría de a poco se ha ido transitando a un mundo más complejo, en donde los amigos de ayer son los enemigos de hoy, trastocando el sentido de las ”causas justas” y convirtiéndolas en un bumerán que, literalmente, explota en la cara de quien lo lanzó. Esta es la tónica que configuró el emerger de Al-Queda tras la guerra afgano-soviética. Aupado por los EEUU, el extremismo islámico se alzó con la victoria y la “legitimidad” para instaurar un califato extremo. Los talibanes, junto a todos los yihadistas que lucharon con ellos, no se conformaron con su proto-estado islámico. A pesar de configurar un horrendo “cielo en la tierra”, buscaron un nuevo enemigo en su ex aliado.

La entelequia democrática iraquí sucumbió ante los conflictos larvados tras centenarias disputas entre shiitas y sunitas, la debilidad estructural que vuelve imposible configurar un Estado democrático y la virulencia con la que el extremismo del Estado Islámico (EI) se expandió.

El siguiente capítulo de esta guerra se caracterizó por la iteratividad de la acción-reacción sin fin, el maniqueísmo de buenos y malos en un complejo entramado de grises, y la miopía en que las acciones y victorias en el corto plazo se revierten cuando la realidad emerge descarnada. Iraq es el ejemplo emblemático. A la derrota de Sadam Hussein le siguió la intención de construir una democracia de estilo occidental y el esfuerzo de los EEUU y sus aliados por asegurar un abastecimiento energético estable. La entelequia democrática iraquí sucumbió ante los conflictos larvados tras centenarias disputas entre shiitas y sunitas, la debilidad estructural que vuelve imposible configurar un Estado democrático y la virulencia con la que el extremismo del Estado Islámico (EI) se expandió.

La reciente decisión de regresar a suelo iraquí para frenar al EI no deja de representar una paradoja. Cuando le preguntaron sobre si el bombardeo al EI iba a fortalecer al régimen sirio en su propio conflicto con los radicales islámicos, Barack Obama confesó; “reconozco las contradicciones”. Esa es quizás la tónica de este periodo: es la suma de las contradicciones que van acumulándose gracias a los capítulos que se reescriben periódicamente. Las “verdades” y las “causas justas” dejan de serlo por unas dinámicas llenas de matices, deviniendo en una telaraña que finalmente atrapa a todos.

La UE ha estado involucrada en todo este proceso por acción u omisión. Incluso ha devenido en un sustituto para algunas zonas específicas, como ha ocurrido con Francia en Malí o parte del África Subsahariana francófona. Ni hablar de lo sucedido en Libia y Siria, cuando hasta hace poco la UE “convivía” en completa armonía con Gadafi y Al Asad, llegando a recibir con beneplácito ingentes aportes libios para universidades como la London School of Economics o dejando que líderes como Berlusconi o Sarkozy compartan palmaditas en la espalda con Gadafi, salpicadas de proyectos de inversión petrolera. 

Los cambios súbitos de humor, la participación directa amando u odiando a regímenes de la peor ralea, y el seguir en el juego que deriva en esa guerra cíclica continua, ciertamente que deja a la política exterior europea en un predicamento lleno de contradicciones. La amenaza constante de la acción terrorista del radicalismo islámico es una especie de termómetro bizarro de esta tesitura que se expresa en el nivel de alerta a la seguridad nacional que establece cada país. Desde 2014, por primera vez la temperatura general regional está cerca del nivel de máxima alerta.  

Yihadismo “made in Europe”


Europa es justamente el escenario “natural” donde desembocan las tensiones como consecuencia de una geopolítica occidental bamboleante y contradictoria, por la proximidad al eje de los conflictos y por la probabilidad de que el extremismo islámico haga daño al centro mismo del sistema sociopolítico europeo.

Esta probabilidad está vinculada con un “factor tamaño”. Países como Francia, Reino Unido y Alemania tienen una alta proporción de migración musulmana (entre 10% y 30%) y desde que empezaron a recrudecerse las tensiones en el mundo árabe el número de yihadistas con pasaporte europeo no ha dejado de aumentar.

Si bien los servicios de inteligencia están tratando de hacer su trabajo tras bastidores, lo cierto es que el seguimiento y la acción antiterrorista se vuelven complejos y, por lo visto en Francia, limitados, por la cantidad de células terroristas, por el rápido crecimiento de nuevos “conversos” al fundamentalismo y por una suerte de deriva torcida que las tensiones internas y externas arrojan en el continente.

Tal como The Guardian analizaba esta semana, los tres terroristas que murieron la semana pasada tras las tomas de rehenes, siguieron un proceso de adoctrinamiento típico de cualquier secta. El trío compartía las mismas características de exclusión social que enfrentan los jóvenes migrantes o hijos-nietos de migrantes que pululan en la periferia parisina, la Banlieue. Fueron la primera generación de “conscriptos” del yihadismo que comenzó a emerger como respuesta, a inicios de 2000, al proceso que se suscitó tras el 11-S, sobre todo con la invasión a Iraq.

El llamado a la Yihad por parte de líderes musulmanes radicales para castigar a EEUU iba en paralelo con un proceso de seducción de los primeros reclutas, personas sin noción religiosa, sin sentido de pertenencia ni motivación.

El llamado a la Yihad por parte de líderes musulmanes radicales para castigar a EEUU iba en paralelo con un proceso de seducción de los primeros reclutas, personas sin noción religiosa, sin sentido de pertenencia ni motivación. La “grey” estaba en los márgenes del sistema pero el discurso de los líderes religiosos extremistas, según los archivos de las investigaciones de inteligencia y de los juicios que se han seguido a los causantes de varios atentados, sirvió como un catalizador que gatilló un compromiso irracional de los reclutas por luchar en cuanta escaramuza (Iraq, Afganistán, Yemen, Siria) hubiera.

Desde entonces lo que se ha generado es un incremento paulatino de combatientes que regresan “del frente”. Pero las nuevas generaciones de yihadistas europeos en la actualidad no son solo los desarraigados sociales del inicio. Lo que ha complejizado el problema, además de la cantidad en aumento de miembros, es cómo los nuevos adeptos tienen más educación, menos desamparo social y más convicción, haciendo mucho más complicadas las tareas de inteligencia y de contención del problema.

Una cuestión de fanatismos

No hay que ir muy lejos para tener una idea de lo que implican los fanatismos y de cómo estos tienen su cuota de apoyos, explícitos o no. Basta recordar la candidatura del pastor Nelson Zavala en Ecuador. Revelaba, a nivel local, que el emerger de fanatismos religiosos es un fenómeno global, que no se restringe al reduccionismo que apunta al mundo "árabe" sino a todas las expresiones fundamentalistas que dicen apropiarse de un mensaje divino desde una literalidad y una supuesta altura moral que no contempla objeciones, disonancias y otras visiones de la vida en sociedad, porque hacerlo sería participar del "pecado".

Desde la visión de una religiosidad extrema, la política presupone la tensión entre fieles e infieles que, en la óptica de los primeros, se traduce en un intento por normar la sociedad desde el Gobierno y las leyes, de enderezar las conductas de los segundos, y de convertirse en una suerte de ejemplo a seguir que no puede ser cuestionado. Como bien lo señala Christopher Hitchens en su excelente libro Dios no es bueno, las expresiones religiosas más literales conducen a una visión acrítica de la vida en general (ciencia, cultura y un largo etcétera), y de la vida en sociedad en particular, sobre todo en la relación religión-Estado.

Las teocracias de todo color y sabor son un buen ejemplo de que los intentos por instaurar un paraíso terrestre desde la esfera pública se traducen en aberraciones sociales que atentan contra los principios fundamentales de una democracia. Sobre todo cuando juzgan y usan el poder estatal desde el espacio de su comprensión inapelable del mensaje divino.

En las sociedades modernas la "fidelidad" es de cada individuo con su consciencia y con el respeto a los derechos del resto. Ese compromiso busca generar democracia y preservar de los fanatismos de todo tipo. Es la apuesta que tras un proceso lleno de dolores y desgarros, Europa ha buscado y querido representar. Ese mismo tinglado permite que grupos antisistema existan en él.  Es parte del precio del principio de garantía de libertades. El problema es que los fanatismos –religiosos, políticos, nacionalistas, etc.-, desde su entendimiento sordo, llegan a recurrir a la violencia como recurso para “dar lecciones” o “expresarse”. Pero que en realidad buscan caotizar, desmembrar un sistema de libertades y de respeto a lo otro, a lo diverso.

La visión del fanático genera exclusión y un deseo irreversible de llevar a cabo las supuestas misiones que derivan de una interpretación bizarra, antojadiza y violenta de cualquiera sea el mensaje. En el caso del fanatismo islámico, ello ha significado una larga lista de puniciones. Ya sea que se trate de un libro como Los versos satánicos de Salman Rushdie, quien recibió una condena de muerte por parte de los ayatolás, películas como Sumisión que le costó la vida a Theo van Gogh a manos de un indignado musulmán que consideraba blasfemo al filme o el largo etcétera que incluye atentados de todo tipo sin más provocación que buscar una revancha. En el último caso, porque los caricaturistas de Charlie Hebdo seguían usando el humor para desnudar las verdades reveladas. 

Humor, libertad de expresión y la sátira como válvula de escape

Lo que ocurrió con Charlie Hebdo es la confirmación de la visión estrecha de los fanatismos que hacen tablarrasa de cualquier “blasfemia” que cuestione un orden “fundamental”, “serio” y “verdadero”. No es solo la sátira. Apunta a todo tipo expresión que deje en entredicho un sistema de certezas de cualquier índole. Pero el humor parece dolerles más a los fundamentalismos, porque desnuda y de-construye las percepciones de la realidad desde esa saludable manifestación humana que es la risa.

El Eje que conformaban Mussolini y Hitler fue particularmente cuidadoso en proscribir cualquier tipo de burla contra ellos y sus aberrantes visiones sobre la vida en sociedad y el sistema de creencias que querían imponer.

Este inconveniente quedó en evidencia durante la horrenda noche de los totalitarismos fascistas. El Eje que conformaban Mussolini y Hitler fue particularmente cuidadoso en proscribir cualquier tipo de burla contra ellos y sus aberrantes visiones sobre la vida en sociedad y el sistema de creencias que querían imponer. No había que dejar ningún espacio al cuestionamiento de la fuente de poder. Algo que se ha repetido en los regímenes totalitarios de todo color antes y después de ellos.

Por fortuna, los europeos han sabido cultivar con diferentes vertientes y refinamientos el humor en general, y el humor satírico en particular. En Europa es una práctica que, con matices, impregna la discusión de los asuntos públicos y los debates que involucran no solo temas religiosos, sino un largo etcétera que abarca a los representantes de todas las fuentes de poder político, económico, social, cultural, deportivo, científico y valórico. Este sistema de desmitificación es tributario de esa elaboración que se encuentra enraizada en el ADN europeo, el pensamiento crítico, que ha permitido cuestionar todos los ámbitos de la vida en sociedad, para re-articularlos a través del debate, de las voces a favor y en contra. El humor, en todas sus formas, es quizás la componente más sofisticada y gratificante de esa necesidad de debatir.   

Europa ha atravesado un largo camino para construir pensamiento crítico, una idea de democracia y unos principios que han permitido que ese experimento que es la UE existiera, se perfeccionara y expandiera. Ha habido muchas contradicciones tanto en sus políticas internas como externas. Uno de sus resultados es el proceso que se ha larvado tanto en el resurgimiento de los extremos políticos como en el del terrorismo islámico, que están conectados con los conflictos de convivencia que esta etapa histórica y con todos los acontecimientos económicos, sociales y geopolíticos recientes. El problema es que los conflictos tienden a “radicalizar” la seriedad y los oídos sordos. Y lo que se necesita es más humor, esa expresión humana tan contagiosa como inclusiva.

GALERÍA
La olla de presión llamada Europa
 


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