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25 de Marzo del 2015
Historias
Lectura: 13 minutos
25 de Marzo del 2015
Juan Jacobo Velasco
La última oportunidad del Yasuní

Foto: Karla Gachet

Una carretera irrumpe en el verdor de la selva amazónica, en el parque más biodiverso del mundo. 

 

Llegó la hora de la verdad. La necesidad de reimpulsar el debate sobre el Yasuní es una oportunidad única (y probablemente la última) para el futuro del parque nacional. Ojalá sin maniqueísmos ni medias verdades.

Si algo ha quedado claro respecto del modelo de Rafael Correa es el pragmatismo que ha sabido aplicar a rajatabla. Cualquiera sea el objetivo, no da tregua hasta lograrlo, así tenga que quemar las naves de los discursos iniciales y entrar en contradicciones dialécticas que ha sabido negar con unas vueltas dignas del mejor trapecista. Si la Carta Magna fue vendida como un instrumento garantista, cuando la participación ciudadana supone oposición a iniciativas gubernamentales, volvemos a la impronta de un Estado que usa su poder reprimiendo cualquier atisbo de oposición real bajo la consigna antiterrorista o bajo cualquier justificación para acallar a los “tirapiedras”. Si antes el Banco Mundial  y el FMI eran “el diablo capitalista”, y la China el “santo aliado”, cuando las condiciones financieras lo ameritaron, nada mejor que volver al redil de un sorpresivamente bienvenido tinglado internacional y que abrazar con más ardor al aliado-dueño del país. Y si la naturaleza era la prioridad de la mejor Constitución republicana, frente a la necesidad de caja y de la continuidad del modelo nada mejor que suspender la propuesta de preservación del Yasuní y explotar esa reserva de increíble biodiversidad.

Todo el argumento para preservar al parque y sus riquezas tangibles e intangibles, de repente valió mucho menos que los miles de millones de dólares que el gobierno pretende recaudar con su iniciativa extractivista.

Que el plan B de la revolución ciudadana respecto de los campos Ishpingo, Tambococha y Tiputini (ITT) que se encuentran en el parque nacional Yasuní haya triunfado, por la supuesta desidia internacional y la muy clara desidia local –disfrazada de campaña mediática global, más tendiente a vender imagen que a constituirse en voluntad real- no fue sorprendente. Ocurrió con la perfecta Constitución, que se publicitó como un producto posthistórico e inclusivísimo, pero que, a poco andar, dadas las necesidades y el pragmatismo del poder cada vez más amplio y férreo, se trastocó en un instrumento "demasiado garantista".

De igual manera, todo el argumento para preservar al parque y sus riquezas tangibles e intangibles, de repente valió mucho menos que los miles de millones de dólares que el gobierno pretende recaudar con su iniciativa extractivista. Originalmente, el objetivo del proyecto ambiental Yasuní-ITT buscaba US$3.600 millones de la comunidad internacional en 13 años, en compensación por la no explotación de unos 846 millones de barriles de petróleo en ITT.

El fideicomiso con Naciones Unidas fue un fiasco. La iniciativa recaudó en tres años apenas US$13.3 millones, mientras que US$116 millones quedaron como compromisos voceados. En ese período se creó un show artificioso para la supuesta promoción del proyecto de preservación natural, con un oneroso márquetin –que incluía traslados, visitas agendadas, presentaciones y cabildeo con autoridades mundiales y personalidades económicas, sociales y del jet set- que no tuvo nada que envidiarle al actual “All you need”. De hecho, en términos de costo-beneficio, muy probablemente la iniciativa salió en saldo rojo. Fue entonces que la espera y la paciencia gubernamental “se acabaron”, llevando a un apesadumbrado Rafael Correa a quejarse del quemeimportismo de la comunidad internacional y a reafirmar la necesidad nacional de vencer la pobreza usando los recursos petroleros de la explotación del Yasuní, calculados en US$18.292 millones a valor presente neto de 2013.

Revisando los argumentos

El espíritu que insufló a la Constitución o el que anidó en la campaña del Yasuní puertas adentro -esa que previo al plan B convenció a la ciudadanía de la necesidad de preservar nuestro patrimonio natural- no dejan de perder sentido ni espesor ante la necesidad descarnada del poder. Porque la decisión de travestir un discurso pregonado como verdad viene de una necesidad llana: con el desafecto constitucional es controlar cualquier forma de disidencia social y con la decisión de explotar al Yasuní es financiar el Frankenstein estatal que le permite tener éxito al proyecto de eternización en ciernes.

Las dos esferas están íntimamente ligadas en el Yasuní. Se suponía que la Constitución de Montecristi le garantizaba derechos a la naturaleza, pero el mismo dador de esos derechos –la iniciativa constitucional fue verdeflex- se olvidó de sus discursos e innovaciones cuando la caja fiscal empezó a flaquear, algo muy evidente en este periodo de paquetitos de 45%. Toda la discusión acerca de la necesidad de plantear un debate nacional acerca del Yasuní -una iniciativa clara de los Yasunidos- ha sido boicoteada con un encono que no deja de sorprender por la inagotable creatividad del Gobierno para echar al traste cualquier intención de abrir una discusión mínima sobre la materia.

Con el Yasuní las violaciones constitucionales tomaron la forma de un silencio ensordecedor.  Y los oídos sordos bloquean todas las voces todas.

El Leviatán estatal ha evitado que la mínima desconformidad tome la forma de una consulta popular elemental sobre el futuro del Yasuní o de cualquier reclamo a nivel internacional, como ocurrió con el incidente camino a la Cumbre Climática de Lima en diciembre de 2014.  Pensando en la Constitución vigente, bien vale preguntarse quién se encarga de velar por los derechos de la naturaleza, qué ocurrió con la capacidad ciudadana para decidir en torno a asuntos tan importantes como la iniciativa de explotar los recursos petroleros del parque nacional y cómo se puede expresar cualquier tipo de iniciativa que discrepe de la verdad gubernamental cuando esta verdad ha sido totalmente trastocada por el mismo Gobierno.  Con el Yasuní las violaciones constitucionales tomaron la forma de un silencio ensordecedor.  Y los oídos sordos bloquean todas las voces todas.

Pero, además de la perversión constitucional en el caso del Yasuní, el argumento de que los recursos petroleros contenidos en el parque nacional van a posibilitar vencer la pobreza es incluso más feble por dos motivos: la previsión de los supuestos ingresos que se obtendrá de la explotación y la utilización de ese dinero.

Tal como lo comenté en mi artículo de enero pasado (¿Por qué 2015 será un año difícil para la economía?), si algo quedó claro desde que el precio del petróleo comenzara a descender durante el segundo semestre de 2014 fue que nadie puede dar cuenta del precio futuro del barril de crudo. A ello se suma el que la coyuntura de menores precios a los previstos irresponsablemente por el gobierno en el Presupuesto nacional, iba a generar un enorme forado en el fisco, una situación precaria en términos de nuestra cuenta corriente y un peligro creciente para la supervivencia de la dolarización. Todas esas previsiones se han ido corporizando en una debilidad económica más evidente y en cada una de las medidas que un desesperado Gobierno intenta implementar para contener un temporal muy complicado.

En ese sentido, la previsión de los ingresos que se van a obtener por la extracción petrolera en ITT perdió toda lógica porque, tal como nos enseña la coyuntura actual, simplemente no se puede prever el precio del crudo. Como lo sabe cualquier analista financiero, el mejor predictor del precio futuro de las materias primas es su precio actual.

Ese ejercicio está detrás de los cálculos que el Gobierno hizo en 2013 para valorar la producción petrolera en ITT en US$18.292 millones. Empero, al precio actual del barril, esa estimación debería caer a menos de US$10.000 millones. Obviamente se puede argumentar que el actual escenario es transitorio y que los precios altos debieran volver. Pero la coyuntura de precios bajos del petróleo es lo suficientemente disuasiva como para despedazar una posición tan optimista como irresponsable, debido a que seguirán apareciendo nuevas formas de explotación petrolera y nuevas alternativas al petróleo que llevarán al barril a cotizarse  por debajo de los niveles de los “días felices”.

Lo verdaderamente curioso es que la voceada necesidad de usar los ingresos  provenientes de la extracción petrolera en el Yasuní para vencer la pobreza es cada vez menos consistente. El monto de lo que se puede recaudar a los precios actuales (US$ 10.000 millones) calza exacto con la cantidad de recursos que el Estado necesita para cubrir el forado que la mancuerna excesivo gasto fiscal-menor precio del petróleo ha generado.  Esta aparente casualidad podría no ser tal cuando China, nuestro feliz y oneroso prestamista, aparece en el escenario como nuestra habitual fuente financiera, que en un escenario como el actual solo ve incrementado su poder. Y este poder, en el caso chino, significa asegurarse más fuentes de petróleo y el pago de los dineros que recibimos en el pasado y que recibiremos para no sucumbir. Por ende, más que destinarse a combatir la pobreza, lo más probable es que los ingresos de la explotación del Yasuní sirvan como garantía para recibir financiamiento chino. Y eventualmente pagarlo.

El “Yasunísate”, conjugado en todos los tiempos y voces, debiera ser un zumbido que horade el tímpano de todos..

Recordando el “Yasunísate”

El llamado "Yasunísate" que se pregonó en la campaña inicial para preservar el Yasuní cobra más sentido que nunca. Es una forma de sentir y vivir en el siglo XXI, en donde el futuro del planeta –y de los seres humanos- importa e impulsa a tomar acciones sobre las formas como consumimos, producimos y utilizamos fuentes de energía. Es una discusión central que no se limita al Yasuní sino que lleva de plano a la discusión sobre lo que queremos ser como sociedad: si los subsidios a los combustibles, que evitan tener responsabilidad y conciencia sobre el consumo de un recurso no renovable, deben mantenerse; si debemos seguir siendo una economía extractivista, altamente dependiente, que genera riqueza hoy pero un impacto brutal intergeneracionalmente, como lo atestigua la historia petrolera y minera internacional; si queremos tener control como sociedad –con un alto valor de la voz de las comunidades posiblemente afectadas- de las decisiones trascendentales o estas solo cobran forma al alero de la temperatura de la frente gubernamental.

El “Yasunísate”, conjugado en todos los tiempos y voces, debiera ser un zumbido que horade el tímpano de todos. No solo de aquellos acostumbrados a la sordera cuando no escuchan lo que quieren y han hecho lo posible para acallar a quienes disienten, sino del resto de la sociedad para darle cara a un desafío crucial que por facilismo y falta de coraje no hemos querido enfrentar sin máscaras. Llegó la hora de la verdad. La necesidad de reimpulsar el debate sobre el Yasuní es una oportunidad única (y probablemente la última) para el futuro del parque nacional. Ojalá sin maniqueísmos ni medias verdades, especialmente cuando los supuestos ingresos que se obtendrán  están en entredicho en la actualidad y la utilización de esos ingresos muy probablemente sirvan para pagar el costo de la irresponsabilidad fiscal. Es un debate de consecuencias globales pero, sobre todo, de responsabilidad nacional. Mirándonos a la cara. Y pensando en la de nuestros hijos y nietos.

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La última oportunidad del Yasuní
 


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