
Toda la agenda universitaria del Gobierno es justificada por la obligación del Estado de rescatar para la sociedad el bien público que representa la educación universitaria. Pero no todos comparten esa lectura.
De acuerdo a una crónica periodística (El Comercio, del 28 de agosto del 2015, pag. 4) , un ex director de una universidad de postgrado del país se refiere a la universidad en los siguientes términos:
“El papel de la academia es aterrizar. Su papel es producir información que puede ser relevante para la toma de decisiones, que es la función de los gobernantes o de los políticos. La academia también puede producir conocimientos si es demandado sobre temas específicos de parte de un gobierno, por ejemplo, los impactos ambientales de una carretera en una zona sensible. Pero al igual que otra actividad científica, la academia produce conocimiento y enseña a los estudiantes como producirla.”
No deja de sorprender la coincidencia entre esta visión productivista de la universidad y la agenda gubernamental de transformación de la universidad ecuatoriana, aquella agenda neoliberal de la educación superior que plantea como objetivo un tipo de universidad funcional al gobierno, a los negocios y al mercado, productora de información útil, de conocimientos relevantes para la toma de decisiones de la tecnocracia y formadora de recursos humanos directamente relevantes para la esfera productiva y la cultura emprendedora. Esta coincidencia seria justamente una de las razones que explican la pasividad y sumisión de la universidad frente a un proyecto arrollador que pretende, bajo un pragmatismo dudoso, convertirla en un centro productor de conocimiento instrumental y de servicios. Curiosamente, estos argumentos son esgrimidos en nombre del rescate de la educación universitaria como un bien publico.
No deja de sorprender la coincidencia entre una visión productivista de la universidad y la agenda gubernamental de transformación de la universidad ecuatoriana, una agenda neoliberal de la educación superior.
Efectivamente, según el discurso oficial, “el proceso de transformación radical del sistema de educación superior en general y de la universidad en particular, consiste en redefinirla como un bien público”. Toda la agenda universitaria del Gobierno -desde la creación de las universidades emblemáticas hasta los reglamentos/instructivos que norman el funcionamiento de las universidades- es justificada, en última instancia, por la obligación del Estado de rescatar para la sociedad el bien público que representa la educación universitaria. Pero, ¿en qué consiste este bien público?
La respuesta a esta pregunta, muy poco debatida en los medios académicos, es casi automática y tiene que ver, de acuerdo a la sabiduría convencional, con tres funciones básicas que, en principio, debe cumplir la universidad: 1) la formación de graduados altamente entrenados con las competencias necesarias para desempeñar las múltiples funciones que demanda una sociedad moderna; 2) la generación de conocimiento útil y la investigación como base para el desarrollo tecnológico y productivo de la sociedad; y 3) promover la movilidad social como un mecanismo de redistribución del ingreso. Se asume que estas funciones generan externalidades positivas, alguna forma de bien público, que no puede ser apropiado o acaparado por agentes privados y que, por consiguiente, benefician a la sociedad en conjunto. Esta es la razón fundamental que justificaría el financiamiento de la universidad pública por parte del Estado. Una corta reflexión sobre esta argumentación resulta indispensable.
Como actores claves de un sistema de innovación, las universidades proveen el ‘capital humano’ especializado que la industria y el sistema productivo requieren para su funcionamiento y constante renovación; ellas proveen la instrumentación necesaria para avanzar en el proceso de desarrollo tecnológico e innovación y, en principio, pueden contribuir con invenciones que deben ser patentadas como mecanismo de transferencia de tecnología hacia el aparato productivo. Estas serían las funciones primordiales de la universidad y su contribución al desarrollo económico y al avance de los procesos de innovación. Sin embargo, la transferencia de tecnología vía el sistema de patentes no es, por definición, un bien público. De igual manera, la formación de capacidades podría ser internalizada por los estudiantes quienes podrían financiar su formación, capacitación y entrenamiento en escuelas vocacionales mediante sus ingresos futuros. En la misma línea de razonamiento, la investigación también podría ser internalizada por las empresas con la perspectiva de recuperar los costos vía comercialización de sus innovaciones. Entonces, ¿dónde queda el bien público si la enseñanza y la investigación pueden ser suministradas mediante circuitos comerciales y sus resultados apropiados por determinados agentes económicos?
Se podría argumentar que las universidades están interrelacionadas de diferentes maneras con otras entidades del sistema social y económico y seguramente contribuyen de otras formas al bienestar de la sociedad. Por ejemplo, la promoción de la movilidad social como un mecanismo de redistribución del ingreso justificaría el financiamiento público de la enseñanza superior; sin embargo, en este caso no se requeriría de universidades sino simplemente de escuelas vocacionales que perfectamente podrían cumplir esta función. Por otra parte, no se debe perder de vista que el supuesto principio de igualdad de oportunidades y de la movilidad social a través de la universidad en la práctica contribuye, como lo señala P. Bourdieu, a consolidar e incluso a agravar un orden social desigual e incoherente.
También podría justificarse el financiamiento público de la universidad sobre la base de principios de eficiencia económica. Al sostener que la universidad es parte del sistema productivo, implícitamente se afirma que la universidad tiene un papel económico y por lo tanto su financiamiento puede justificarse por razones de eficiencia. El desarrollo tecnológico, y en general los procesos de innovación, generan externalidades cuyos beneficios sociales son mayores que los beneficios que puede alcanzar una empresa a nivel individual.
El filosofo norteamericano B. Readings acuñó el concepto universidad de la cultura para argumentar que la universidad se encuentra en una posición única para proveer un sentido de cultura nacional.
Por consiguiente, el nivel de inversión privada tiende a ser insuficiente desde el punto de vista social y de ahí la necesidad de intervención del Estado para corregir esta ineficiencia y asegurar niveles óptimos de inversión en investigación y desarrollo. Esta perspectiva corresponde a una visión de la universidad como un agente generador de prosperidad con las aulas y laboratorios como centros de creación directa de riqueza susceptible de multiplicarse y filtrarse a través del aparato productivo, beneficiando de esta manera a toda la sociedad. Pero, la desgastada idea de la filtración, el mecanismo de la mano invisible, uno de los soportes más preciados de la ideología neoliberal, no tiene asidero. Tampoco puede considerarse un bien público los resultados de la investigación, ya sea en forma de patentes o licencias, financiadas con fondos públicos y gradualmente apropiadas vía mecanismos de mercado por agentes privados. Nuevamente surge la pregunta: ¿Y dónde queda el bien público?
El filosofo norteamericano B. Readings acuñó el concepto universidad de la cultura para argumentar que la universidad se encuentra en una posición única para proveer un sentido de cultura nacional. Por medio del estudio y de la enseñanza de la historia social y cultural de una nación, esta cultura es proyectada en el tiempo. Sostiene este autor que la función de enseñanza de la universidad permite formar profesionales en una misma tradición cultural; ellos tienen una misma visión de sus raíces sociales y culturales, comparten una visión del mundo y si la universidad cumple a cabalidad con sus objetivos, sus graduados se insertan satisfactoriamente en la sociedad y están en capacidad de promover sus objetivos en el futuro. Todo esto tiene indiscutibles ventajas sociales, administrativas y económicas. He aquí la respuesta a la pregunta formulada reiterativamente en los párrafos anteriores.
La universidad, como repositorio de la cultura y, por consiguiente, como elemento sustancial de cohesión social y construcción de la idea de comunidad, crea un bien público que no es apropiable por agentes individuales o grupos de agentes socioeconómicos. Se trata de un bien que beneficia de manera simultánea a todos los miembros de una comunidad y, a pesar de que no todos pueden valorar de igual manera los beneficios, este hecho no afecta su presencia ni disponibilidad. Nadie puede ser excluido de sus beneficios. En el lenguaje de la economía, no existe rivalidad ni exclusión en el consumo del bien y por consiguiente, es efectivamente un bien público.
Esta es la justificación más simple para el soporte de la universidad por parte del Estado. Esta ha sido la razón histórica para el financiamiento público de la universidad y su protección de la esfera económica. Más aun, mientras el estado ha financiado la universidad, ha sido la universidad que, de cierta manera, ha ido definiendo a la nación o estado y no viceversa. De ahí el concepto de “universidad constructora del Estado”; aquella universidad que ha asumido un papel central en el proyecto de construcción del estado-nación y ha sido un actor clave en el desarrollo, expansión y mantenimiento del estado como una entidad integral así como de otras instituciones estatales. Estas universidades constructoras del Estado han constituido una forma particular de soberanía como sitios de preservación de la autonomía colectiva a través del desarrollo intelectual y el cuestionamiento social.
La universidad ha estudiado y ha ido definiendo y moldeando la cultura. Históricamente, el Estado ha tenido un mínimo papel en este proceso. Esta independencia ha sido crucial para el sistema universitario.
Es así como la universidad, ella misma ha estudiado y por consiguiente ha ido definiendo y moldeando la cultura. Históricamente, el Estado ha tenido un mínimo papel en este proceso. Esta independencia ha sido crucial para el sistema universitario y es precisamente esta independencia y autonomía de la universidad que hoy en día están en juego. Al entrar la universidad, concretamente la investigación universitaria, en el ciclo de generación de innovaciones con fines productivistas y comerciales, necesariamente condiciona su capacidad autónoma de generación de conocimiento a los dictados del gobierno, las empresas y el mercado. En estas circunstancias, los patrocinadores de la investigación (agencias gubernamentales o agentes privados) estarán en condición de comprar los resultados que ellos quieren o suprimir los resultados que no les convienen; es decir, intereses externos a la universidad estarán en capacidad de dictar las políticas de investigación y, en general, el quehacer de la universidad.
Y, es que la autonomía de la universidad frente al Estado y al mercado constituye el elemento esencial para su actividad fundamental: la reflexión. La universidad es el único lugar en las sociedades modernas en el que la reflexión no-teleológica esta institucionalizada. Una parte del papel de la universidad es proporcionar un espacio en el cual miembros de la sociedad puedan reflexionar bajo perspectivas diferentes sobre lo que la sociedad está haciendo, puedan buscar explicaciones y debatir sobre fenómenos naturales y sociales sin referencia a limitaciones externas y objetivos direccionados. Ella debe proveer un espacio de pensamiento autónomo de los procesos políticos y del mercado. Cualquier tema puede ser válido para un deliberado y lúcido análisis crítico y la universidad siempre ha sido el lugar donde esta actividad es reverenciada. Esta idea de que alguien en algún lugar pueda resistir las presiones de tratar algún tema bajo un determinado marco de referencia o aun con algún particular resultado en mente ha sido considerada como una parte fundamental del buen funcionamiento de la sociedad y es inherente al ethos universitario.
Es este el bien público que la universidad debe rescatar como su función primordial. Esta función constituye la fuerza, la razón de ser de la universidad que la burocracia está lejos de entender y asimilar. Con un profundo sentido de la realidad, J. Derrida señalaba que esta fuerza de la universidad exhibe impotencia, fragilidad de sus defensas frente a todos los poderes que la rigen, la sitian y tratan de apropiársela. “Porque es ajena al poder, porque es heterogénea al principio de poder, la universidad carece también de poder propio. … Por eso hablamos aquí de universidad sin condición: el derecho primordial a decirlo todo, aunque sea como ficción y experimentación del saber, y el derecho a decirlo públicamente, a publicarlo”.
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