
Foto referencial. Shuterstock
El racismo consiste en una jerarquía de superioridad e inferioridad sobre la línea de lo humano que ha sido políticamente producida y reproducida como estructura de dominación durante siglos por el sistema capitalista, patriarcal y colonial.
Salvador Millaleo Hernández
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La civilización del capitalismo trajo consigo esperanzadoras promesas de libertad e igualdad. Sin embargo, sus lógicas esenciales generan contradicciones inevitables —entre los dueños del capital por una parte, y los trabajadores y la naturaleza por otra— que hacen imposible cumplirlas. Una de las consecuencias de estas contradicciones es la desigualdad, fenómeno mucho más complejo que el resultado económico de las diferencias de ingreso.
«Todos los seres humanos pertenecen a la misma especie y tienen el mismo origen. Nacen iguales en dignidad y derechos y todos forman parte integrante de la humanidad», reza el primer inciso del primer artículo de la Declaración sobre la Raza y los Prejuicios Raciales aprobada en París en la Vigésima Conferencia General de la ONU para la Educación, la Ciencia y la Cultura el 27 de noviembre de 1978 (https://bit.ly/3zXMyoF).
Esta, como otras declaraciones de la ONU, resulta casi ilusa, apenas una romántica aspiración de una entidad multilateral vilipendiada y escarnecida por las lógicas esenciales del sistema que pretende viabilizar. La historia del racismo acompaña a la historia del capitalismo desde sus albores, renovándose conforme evolucionan las contradicciones del sistema. Si bien quienes sostienen que la humanidad está dividida en razas están equivocados, nadie puede negar que el racismo campea, a dos siglos y medio de la consigna revolucionaria de 1789: libertad, igualdad y fraternidad.
Ciencia y racismo
La tribu de primates Hominini incluye las subtribus Hominina (género Homo) y Panina (género Pan). Al comparar el ADN de los seres humanos (género Homo) con el de los chimpancés (género Pan) los científicos concluyen que tuvieron antepasados comunes, que vivieron hasta hace unos cinco millones de años, para luego evolucionar por separado (https://bit.ly/3QiHAYY). El género Homo tendría unos 2,5 millones de años; el ser humano moderno (el Homo sapiens) es su única especie superviviente. El Homo floresiensis de Indonesia sobrevivió hasta hace 50.000 años, el Homo neanderthalensis europeo se extinguió hace 30.000 años y el hombre de la cueva del ciervo en China desapareció hace 11.000 años (https://bit.ly/3JsBaUQ).
Para la ciencia contemporánea la especie humana es una sola. En un editorial del Journal of the American Medical Association, de agosto del 2021, se afirma que la raza es un constructo social sin contenido científico (https://bit.ly/3OzvJUV). Pero a renglón seguido se asevera que ese constructo puede ser útil para la investigación, las políticas públicas y las prácticas médicas. Es —según esa revista— una idea cambiante, moldeada por fuerzas geográficas, sociopolíticas y culturales.
Antes de Galileo, Descartes, Bacon y Locke, los precursores de la revolución científica, la fe sofocaba a la razón y el conocimiento de la realidad estaba monopolizado por la religión. En la Europa medioeval los descendientes de Adán y Eva no eran iguales. Por voluntad divina los nobles dominaban a los siervos. Pero servidumbre no es sinónimo de esclavitud ni de racismo. A partir de 1492 los españoles y portugueses, y más tarde los ingleses y franceses, arrasaron las culturas americanas. Para amortiguar la culpa de la expoliación y la barbarie, los «conquistadores» asumieron convenientemente que los aborígenes no tenían alma. A instancias del obispo de Tlaxcala, el Papa Alejandro Farnesio —Pablo III— promulgó en 1537 la bula Sublimis Deus que estableció el derecho a la libertad de los indígenas americanos, prohibió esclavizarlos y ordenó evangelizarlos (lo que implicaba aceptar que tenían alma). Gracias a esta concesión papal los indígenas fueron declarados vasallos de la Corona española y, más importante, sujetos al pago de tributos.
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La justificación del racismo parte de observaciones evidentes. A simple vista la especie humana está compuesta por grupos distintos con sus propias características biológicas. Estos grupos han sido jerarquizados según una escala de «valor». Estas ideas tuvieron su apogeo en la segunda mitad del siglo XIX. Ni siquiera Charles Darwin pudo sustraerse al consenso de la época sobre la superioridad natural del hombre caucásico, no obstante su oposición a la esclavitud o a la hipótesis poligenista según la cual las razas humanas son especies diferentes.
Ni siquiera Charles Darwin pudo sustraerse al consenso de la época sobre la superioridad natural del hombre caucásico, no obstante su oposición a la esclavitud o a la hipótesis poligenista según la cual las razas humanas son especies diferentes.
Darwin sostuvo que el exterminio de pueblos enteros a manos de la «raza caucásica» probaba el «desarrollo implacable de las leyes biológicas del progreso». Endosando las convicciones del filósofo y fisiólogo alemán Ludwig Büchner, el padre de la teoría de la evolución pudo afirmar: “…qué bajo es el grado en que ejerce su autoconciencia, o reflexiona sobre la naturaleza de su propia existencia la extenuada esposa de un degenerado salvaje australiano [degraded Australian savage] que apenas usa ninguna palabra abstracta y no puede contar más allá de cuatro” (The Descent of Man and Selection in Relation to Sex, 1871).
Según Büchner los «…pueblos o las razas retrasadas (como los chinos o los negros americanos) no podrán sostener por mucho tiempo la competencia con el hombre civilizado […] a menos que hagan suyos todos los auxilios que ofrece la civilización actual […] ese movimiento civilizador general que ha formado el cerebro europeo, y [a menos que ] pierdan más o menos las características de su raza» (L’Homme selon la science, 1872) A partir de estas ideas, el antropólogo español Juan Manuel Sánchez hace notar que «el imperialismo decimonónico, con sus trágicas consecuencias genocidas, debía interpretarse como un resultado inapelable de las leyes de la zoología y de la lucha por la supervivencia» (Rev. Asoc. Esp. Neuropsiq., n. 100).
Las poblaciones humanas no han estado suficientemente aisladas como para que surjan diferencias genéticas en rasgos cognitivos, asevera el genetista catalán Carles Lalueza, pues la evolución humana es «claramente un acontecimiento de hibridaciones (sexo con descendencia fértil entre especies diferentes) sucesivas cada vez que se han encontrado las diferentes especies [entiéndase sapiens, neandertales, floresiensis, erectus…]». Sin embargo, hace poco el biólogo James Watson, ganador del premio Nobel en 1962 por ser uno de los descubridores de la estructura del ADN, afirmó que las supuestas diferencias de inteligencia entre personas de piel negra y blanca tiene origen genético (https://bit.ly/3A41661; https://bit.ly/3vNiR74).
El filósofo Jackes Lacan tiene una explicación sugerente del éxito del darwinismo en el siglo XIX, que se debería a la proyección de «…las predicciones de la sociedad victoriana y la euforia económica que sancionaba para ella la devastación social que inauguraba a escala planetaria, en que las justifica mediante la imagen de un laissez-faire de los devorantes más fuertes en competencia por su presa natural» (Escritos 1, 2009). Éxito que, parecería, los partidos políticos de extrema derecha pretenden reeditar en el siglo XXI.
El asesinato del afroamericano George Floyd provocó fuertes protestas en Estados Unidos.
Foto: Joshua Rashaad McFadden para The New York Times
Dos historias yuxtapuestas
La palabra raza comenzó a usarse en el siglo XVI, cuando los marinos ibéricos se atrevieron a navegar más allá del Mare nostrum. Aníbal Quijano aclara que los europeos sabían de la existencia de los africanos desde la época del imperio romano, pero nunca se los pensó en términos raciales antes de que la dominación colonial requiriera generar identidades asociadas a las jerarquías, lugares y roles sociales necesarios para justificar la asimétrica condición de los conquistados. «Con el tiempo, los colonizadores codificaron como color los rasgos fenotípicos de los colonizados…» (https://bit.ly/3A2xhmv). Maristella Svampa recuerda que era necesario contar a los indígenas para que paguen tributo y forzarlos a trabajar, y que «rápidamente la categoría de indio fue complejizándose, adoptando una dimensión racial (o racialista) y cultural […] que remitían siempre a la inferioridad, en un registro relacional o comparativo con lo no indígena» (Debates latinoamericanos, 2016).
Los códigos del racismo se consolidaron durante los siglos XVII y XVIII, y se combinaron admirablemente con la visión tecnocientífica de la biología humana eurocentrista de la segunda mitad del siglo XIX para tomar como algo natural el orden imperial liderado por la Inglaterra victoriana. Entre los siglos XVI y XIX se estima que más de 12 millones de africanos fueron secuestrados para venderlos en América como esclavos. El racismo y el colonialismo justificaron culturalmente este comercio -uno de los factores de la acumulación originaria requerida para la expansión del capitalismo- y también sirvieron para disimular y mistificar los genocidios que aceleraron el dominio del capitalismo en el mundo. Recordemos algunos.
1. Entre 1834 y 1885 el gobierno argentino emprendió la «conquista del desierto» mediante varias campañas militares que arrasaron pueblos enteros de pampas, ranqueles y mapuches. El historiador Felipe Pigna consigna la impresión del cura salesiano Alberto Agostini: «El principal agente de la rápida extinción fue la persecución despiadada y sin tregua que les hicieron los estancieros, por medio de peones ovejeros quienes […] los cazaban sin misericordia a tiros de Winchester o los envenenaban con estricnina […] Se llegó a pagar una libra esterlina por par de oreja de indios. Al aparecer con vida algunos desorejados, se cambió la oferta: una libra por par de testículos» (https://bit.ly/3A6pq7j).
2. Según el polémico profesor de estudios étnicos de la Universidad de Colorado, Ward Churchill, la población nativa de EE. UU. se redujo de unos 12 millones alrededor del año 1500 a 237.000 cuatro siglos después. Este sería «el más vasto y continuo genocidio de la historia», y agrega: «Paralela a esta erosión de la población indígena […] hasta 1920 se había expropiado cerca de 97,5% de los territorios de los nativos» (Acts of Revellion. The Ward Churchill Reader, 2005). El laureado economista Douglas North, artífice de la Nueva Economía Institucional y Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel en 1993, no percibió nada de esto. Para él, el siglo XIX norteamericano fue el escenario de un milagroso proceso promovido por el “círculo virtuoso” resultante de la combinación de tierra casi ilimitada, mano de obra escasa e independiente, migración masiva desde Europa y salarios altos, con instituciones apropiadas para el desarrollo económico.
3. En 1884 las potencias europeas se repartieron África en la Conferencia de Berlín. Leopoldo II de Bélgica «recibió» 100 km2 de selva tropical en el centro de ese continente. Formó la Asociación Internacional Africana que se transformó en 1885 en el Estado Libre del Congo, su colonia privada, controlada por un ejército mercenario de 19.000 hombres. Su intención -había dicho- era llevar a los africanos los beneficios de la civilización occidental y el comercio, y cristianizarlos. En el camino se hizo inmensamente rico vendiendo marfil y caucho, explotados mediante el sometimiento de los habitantes de la cuenca del río Congo a inhumanas disciplinas laborales. El investigador sobre derechos humanos y ex corresponsal de la BBC en Kinshasa, Mark Dummett, cree que el monarca belga «contribuyó en gran medida a la muerte de quizá unos diez millones de inocentes» (https://bbc.in/3dnMyFK). Esta cifra es controvertida; el historiador norteamericano Adam Hochschild considera a Leopoldo II el responsable de una suerte de holocausto africano que superaría en número a la cantidad de judíos asesinados en la Alemania nazi.
La esclavitud de los pueblos africanos y las campañas de conquista de territorios fueron constantes en el siglo XIX. Dominio público / Wellcome images
4. Durante el último tercio del siglo XIX los colonos ingleses de la isla de Tasmania exterminaron a balazos al 90% de los tasmanos originarios. El resto fueron recluidos en campos de concentración evangélicos donde languidecieron hasta morir. Los dos últimos sobrevivientes fueron llevados a Inglaterra; fueron disecados, pesados y medidos. Sus cráneos y esqueletos fueron exhibidos en museos y colecciones antropológicas. En Sapiens A Brief History of Mankind, Yuval Noah Harari concluye: «Solo en 1976 el Museo de Tasmania permitió que se sepulte el esqueleto de Truganini, la última tasmana nativa, que había muerto cien años antes. El Real Colegio Inglés de Cirujanos mantuvo muestras de su piel y cabello hasta 2002».
La biología humana del siglo XIX sería para Sánchez «una especie de sofisticación discursiva de delirios mitológicos —ligados al tema del pueblo elegido—, que fueron asumidos masivamente por las capas educadas de las sociedades burguesas». Habría servido para confirmar una supuesta separación natural entre el hombre blanco y el resto de la humanidad, un logro científico verdaderamente premonitorio del nazismo. «Nada es más ‘lógico’ y más lleno de racionalidad que la lúcida argumentación de Hitler o los planes de un totalitarismo absoluto», afirma el etólogo francés Maurice Leenhardt (Do kamo. Las personas y el mito en el mundo melanesio, 1971). Y nada es más conveniente que demonizar a una sola persona, para responsabilizarla del holocausto judío, cuando en realidad fue la acción de una sofisticada maquinaria social denominada nazismo -cabe puntualizar.
Racismo y crisis civilizatoria
En la tercera década del siglo XXI el racismo sigue vigente. Las ideologías racistas están en ascenso, en especial en Europa y EE. UU. En América Latina las actitudes fundadas en prejuicios raciales, los comportamientos discriminatorios y las prácticas institucionalizadas se oponen a la modernización de estructuras sociales caducas. Persiste la idea de que son moralmente justificables las relaciones discriminatorias entre grupos. Chile y Perú se resisten a modificar constituciones que consagran vacuas igualdades formales de inspiración neoliberal, auténticos obstáculos para el ejercicio real de la libertad individual y el bienestar de las víctimas del racismo. En Ecuador los avances logrados en la Constitución de 2008 ya son letra muerta y el movimiento indígena sigue luchando por lograr sus ancestrales objetivos sociales y culturales, a pesar del menosprecio de mestizos y blancos.
El racismo contemporáneo también es ambiental. Hace medio siglo, en EE. UU. se lo entendió como la localización de industrias contaminantes o de vertederos de residuos tóxicos en áreas con predominio de poblaciones negras, hispanas o indígenas. Para Panchi et al., el racismo ambiental «abarca la exposición de ciertos seres humanos a sustancias tóxicas, a la contaminación debido a la extracción de recursos de la naturaleza, a la contaminación industrial, a inundaciones, a la escasez de bienes esenciales, a la exclusión de la gerencia y decisiones sobre las tierras y los recursos que se pueden extraer de ellas, entre otras cosas» (https://bit.ly/3JHMrkl). Y, parafraseando a Quijano, que justifica la asimétrica condición de los conquistados.
Los indígenas americanos han sido víctimas de campañas racistas. Foto: Luis Argüello. Archivo PlanV
El neoextractivismo latinoamericano está impregnado de racismo. El Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina registra -a agosto de 2022- 284 conflictos mineros y 162 conflictos por el agua. Los países con el mayor número de problemas socioambientales provocados por la minería son México (58), Chile (49) y Perú (46).
Se puede ver racismo ambiental en los desplazamientos de las poblaciones de las zonas de Romaira y del centro-oeste del Brasil, promovidos por empresarios, con el apoyo del gobierno central; en la comunidad de Wimbí, en Ecuador, donde su población sufre contaminación ambiental y de las fuentes de agua; en las afectaciones ambientales a las poblaciones de los valles del Cauca, en Colombia, para extender las plantaciones de azúcar; o en los conflictos ecológicos entre mapuches y las corporaciones petroleras en Argentina.
El neoextractivismo latinoamericano está impregnado de racismo. El Observatorio de Conflictos Mineros de América Latina registra —a agosto del 2022— 284 conflictos mineros y 162 conflictos por el agua. Los países con el mayor número de problemas socioambientales provocados por la minería son México (58), Chile (49) y Perú (46) (https://bit.ly/3bJr7hT). La gran mayoría de estos conflictos ocurren en lugares con poblaciones ancestralmente discriminadas por su identidad étnica.
El flujo internacional de residuos peligrosos es otra forma de racismo ambiental, nutrido en la ideología del libre comercio. Cada año se producen hasta 500 millones de toneladas de residuos tóxicos, inflamables, explosivos, corrosivos o con riesgo biológico. Estos flujos muestran gran asimetría: los países desarrollados son exportadores netos, mientras los países en desarrollo son importadores netos. Con datos de 2001 a 2019, investigadores del Instituto de Física Interdisciplinar y Sistemas Complejos identificaron 57 países en situación de alto riesgo por importar estos materiales, de los cuales 29 son africanos, 16 asiáticos y cinco latinoamericanos. Alemania, Francia y EE. UU. son exportadores netos; México, India o Uzbekistán son importadores netos. China es el principal exportador neto de materiales peligrosos y también el que presenta mayor contaminación química producida por basuras, junto a Mozambique, Senegal y Afganistán (https://bit.ly/3JLcSpc).
El Acuerdo de Escazú, el primer gran tratado ambiental de América Latina, concebido para regular la participación ciudadana en temas ambientales, garantizar el acceso a la información, proteger los derechos de los defensores de la Naturaleza y promover el acceso a la justicia, puede contribuir a contrarrestar el racismo ambiental.
El racismo facilita la desposesión del sur global e impide el bienestar de los grupos humanos discriminados, agudizando la crisis civilizatoria. Es un «obstáculo para la cooperación internacional, [es] contrario a los principios fundamentales del derecho internacional y, por consiguiente, perturba gravemente la paz y la seguridad internacionales» (El Correo de la Unesco, marzo de 1996, p. 35).
El Acuerdo de Escazú, el primer gran tratado ambiental de América Latina, concebido para regular la participación ciudadana en temas ambientales, garantizar el acceso a la información, proteger los derechos de los defensores de la Naturaleza y promover el acceso a la justicia, puede contribuir a contrarrestar el racismo ambiental. 24 de 33 países de América Latina y el Caribe lo firmaron en 2018, pero solo 13 de los firmantes lo han ratificado hasta agosto de 2022 (Argentina, México, Guyana, Uruguay, Bolivia, San Vicente y las Granadinas, Saint Kitts y Nevis, Antigua y Barbuda, Nicaragua, Panamá, Ecuador, Santa Lucía y Chile). La simbiosis de transnacionales extractivistas y gobiernos —neoliberales o neodesarrollistas— explicaría en parte la resistencia a ratificar este instrumento jurídico. Otra parte de la explicación se la puede rastrear en el rancio racismo latinoamericano.
La resiliencia del racismo, auténtica tara de la civilización del capital, tiene más de una explicación. Siguiendo a Leenhardt, si «entre los primitivos fue el predominio del mito, entre nosotros puede ser por el contrario el predominio de la racionalidad el que nos ha conducido, no al auténtico arcaísmo, sino a uno peor, el de una nueva barbarie». Citando a K. Marx, Marshall Sahlins nos recuerda que las sociedades primitivas no podrían existir sin disimular para sí mismas, mediante ilusiones religiosas, las bases reales de su existencia. «Sin embargo, esta observación puede ser más válida aún en el caso de la sociedad burguesa» (Cultura y razón práctica, 1988), en la que la racionalidad pragmática y las condiciones «objetivas» parecen elevarse al estatus de dogmas religiosos.
[RELA CIONA DAS]





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