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31 de Mayo del 2014
Historias
Lectura: 26 minutos
31 de Mayo del 2014
Redacción Plan V
Sarayaku, el pueblo del mediodía

Fotos: Francisco Granja. Especial para Plan V

Al entrar a Sarayaku Centro por el río, una bandera aparece como símbolo de una comunidad que lucha por su identidad. Mira el fotorreportaje en nuestra sección Miradas: http://bit.ly/1iQgLok

 

Geográficamente aislados entre los Andes y la Amazonía, Sarayaku forja su camino sobre la base de la resistencia al poder, la construcción y consolidación de su cultura y la ambición de explotar sus recursos sólo con las fuerzas de sus manos. El mejor ejemplo de que otro mundo es posible.

Mira el reportaje gráfico completo en nuestra sección miradas pinchando aquí: http://bit.ly/1iQgLok

Las mujeres sarayaku miran a los ojos y buscan respuestas contundentes. No puede pedirse menos luego de 30 años de resistencia a las petroleras, al poder central, a la justicia politizada de todos los gobiernos y ahora ante la amenaza de una incursión militar o policial. Ellas imponen su lid con la mirada, y la sentimos, nosotros los visitantes. Apenas la avioneta Cessna monomotor paró al final de la pista, ellas rodearon la nave y sin decir palabra comprendimos que podían decidir nuestro destino.

Momentos tensos al final del viaje, como los 20 minutos de vuelo a esa desconocida frontera, donde los Andes no pierden sus formas y la Amazonía se extiende al horizonte. La cabina de la nave es austera, acoge tres pasajeros más el piloto, en medio de los asientos los equipajes y los víveres encomendados por los lugareños. 

Nada debe ir en la cola porque provoca desequilibrios de peso. El seguro de las puertas se asemeja a los sistemas de los viejos camiones Ford, donde se impulsa el manubrio hacia delante. En la consola de mando se reparten cuatro sistemas de medición desgastados y en el centro luce un moderno GPS que genera cierta confianza en la tecnología mientras la aeronave se sacude con las masas tropicales de aire.

Desde que Sarayaku decidió proteger a Cléver Jiménez y sus compañeros, dos policías llevan el registro de todo aquel que use avioneta en la Amazonía ecuatoriana.

Diez minutos antes del aterrizaje el bosque se hace ver en su condición intocada. Desde la altura se ven las aristas de ríos que buscan nacer de empinadas cumbres. La rivera del Bobonaza marca la ruta, el río despliega un cetrino brillo y pregunto a mi acompañante si ese impenetrable bosque pertenece a Sarayaku.

El ruido le impide escuchar y responde a gritos: “No es normal que se vea tan seco en estas épocas, debe estar poco navegable”.

El piloto arqueó la nave a su límite para el descenso y dejó ver en tierra la circunferencia de la plaza con la gigante  bandera de Pachakutik. Las ruedas a punto de rasar las copas de los árboles y al fin la pista de tierra.

El anuncio de Rafael Correa de declarar el estado de emergencia y enviar la fuerza pública para sacar a los perseguidos Cléver Jiménez, Fernando Villavicencio y Carlos Figueroa sumió a la población en alerta, que se expresa ahora en los ojos de esas mujeres que se acercan a la nave con actitud de ajuste de cuentas.

José Gualinga fue presidente de la comunidad Sarayaku. Dejó el cargo en mayo último. Junto a la directiva tomó la decisión de proteger a los perseguidos Jiménez, Figueroa y Villavicencio.

¡Somos periodistas! Sólo entonces sus rostros esbozan sonrisas. Ya en la plaza encontramos a Marlon Santi, expresidente de la Conaie, el único hombre de este país que le dijo –frente a frente– “estúpido” a Rafael Correa sin sufrir consecuencias, en aquellos tiempos en que el Presidente toleraba, aún, al movimiento indígena.  Fue en un momento ya convertido en leyenda, cuando luego de una masiva marcha indígena durante el 2009, los dirigentes fueron recibidos en Carondelet por todo el gobierno, y Correa preguntó: Marlon, se puede saber quién fue el estúpido que dijo que ustedes eran el dos por ciento de la población? Y Santi respondió de inmediato: usted, señor Presidente.

Marlon pregunta a los recién llegados por las requisas que realiza la policía  en el aeropuerto de Shell. Desde que Sarayaku brindó protección humanitaria a Cléver Jiménez dos policías llevan un registro de todos los pasajeros que usan aeronaves en el Oriente ecuatoriano. Para amansar las relaciones con la gente esgrimen a todos la misma respuesta: “cumplimos órdenes superiores”.

Mira el reportaje gráfico completo en nuestra sección miradas pinchando aquí: http://bit.ly/1iQgLok

Si intentan entrar con fuerza será una provocación, sentencia Santi. Cuenta que a la dirigencia le tomó cinco días para convencer a todas las mujeres de no provocar a los policías y militares si es que ingresaban a la comunidad. Son duras de convencer, dice con un dejo de orgullo. Sobre todo si entran a las casas, que no tienen puertas y seguros, a buscar a los perseguidos.

Las declaraciones del ministro del Interior, José Serrano, sobre la presencia de paramilitares fueron una ofensa; Santi asume con alguna impotencia la decisión de entregar sus armas de caza si la policía va por ellas. “Será una resistencia pacífica, si buscan nuestras escopetas las ubicaremos en esa choza”, y señala con la mano un espacio de uso múltiple. En esa plaza todo es comunitario: está el comedor que alimenta gratuitamente a niños, grandes e invitados. La iglesia con su campanario que se abre los domingos cuando un cura llega a dar la misa. La casa donde se lleva el control de todos los proyectos. La tenencia política sin autoridad desde febrero pasado cuando la gobernación intentó imponer un funcionario afín al movimiento de gobierno y pintar con banderas verde agüita todo el poblado. Finalmente el salón ceremonial, el corazón de lo que llaman Tayjasaruta, las siglas del pueblo originario kichwa.

Preguntamos su significado, José Miguel Santi, dirigente que no pasa de los 25 años, nos mira con extrañeza: ¡Está en la web!, responde.

Los primeros hombres y mujeres Sarayaku, la sabiduría y fuerza espiritual para construir la armonía, el camino de la identidad cultural, la ética y la cultura: tales son sus principios.

¡Obvio, pues!, dicen otras voces entre risas desde puntos que no podemos ver. Es una contracción de las palabras Tayak, Yuyata, Jatachik, Sarayaku, Runakuna, y su razón puede sintetizarse en sus principios de vida: los primeros hombres y mujeres Sarayaku, la sabiduría y fuerza espiritual para construir la armonía, el camino de la identidad cultural, la ética y principios de cultura.

Es mediodía y estalla un diluvio que no inmuta a los niños que juegan pelota en el centro de la plaza, el barro en pocos minutos embarra sus cuerpos y por momentos parecen seres cocidos en cerámica.

El ocaso tranquiliza al mundo Sarayaku, las nubes alcanzan un techo inalcanzable, el calor y la humedad amainan, los insectos zumban con nitidez, el  río corre en actitud severa. Suenan los últimos fuera de borda que anuncian el retorno de un grupo de mujeres desde Puyo. Luis el canoero dice que son cuatro horas de viaje; gasta en promedio 15 galones de combustible y cobra 15 dólares por cada traslado.

Preguntamos si han visto militares o movimientos extraños río arriba, niegan con la cabeza mientras bajan de la canoa viejos pupitres de madera. Un día antes la televisión pública intentó ingresar por la misma vía a la comunidad pero fueron impedidos. Los consideran mentirosos, manipuladores de la realidad de un pueblo en resistencia que vive la lucha de los derechos humanos.

Ese día José Gualinga, presidente por tres años de la comunidad, salió a las cuatro de la tarde a Sarayaquillu y Kali Kali, poblados a uno y dos kilómetro de distancia, en un acto de despedida de su cargo y a su vez de información sobre las últimas amenazas al pueblo. Retornó pasadas las nueve de la noche acompañado por su esposa Sabine Bouchat, de nacionalidad belga.

Mira el reportaje gráfico completo en nuestra sección miradas pinchando aquí: http://bit.ly/1iQgLok

Alumbrado por la luna pregunta en su lengua a los niños si confían en los periodistas, ellos ríen porque se han entretenido mirando los juegos de luz que puede captar una cámara fotográfica en la noche. 

Más relajado se toma el tiempo para contar los momentos de terror que provocaron los helicópteros policiales cuando la comunidad debatía la presencia de Cléver Jiménez, Fernando Villavicencio y Carlos Figueroa. Descendieron a una altura tal que lo consideraron un ataque armado. El viento provocado por las aspas sacudía los árboles y levantó los techados de paja toquilla. El inenarrable sonido de motores, las naves suspendidas en el aire, los gritos de niños aterrorizados buscando refugio en la floresta, el llanto de los bebés que no encontraban consuelo ni en el pecho de sus madres, dejaron llagas en sus memorias.

“¿Qué es lo que querían?, ¿matarnos?”. Sólo entonces se comprende la condición dramática de esos momentos en una comunidad que lucha por vivir en comunión con la selva. Sobre todo porque los pueblos de la Amazonía nunca olvidan anunciar una visita; no se trata de una cortesía, es un acto civilizado, contrario a la condición de salvaje, porque sólo quién busca hacer daño llega oculto, sin avisar.

La madrugada llega con la misma fuerza de la lluvia. A las cuatro de la mañana, hombres y mujeres están de pie junto a los fogones. Los gruesos maderos de intachi se alínean en aristas. Sus bases forman un triángulo perfecto, del cual nace el fuego.

José Gualinga recuerda entonces los peligros de la selva que se encarnan en leyendas truculentas de la oscuridad: los pobladores temen por un ser oscuro cortador de cabezas. Nadie lo ha visto ni existen desaparecidos, pero saben que el mal llega de esa forma: en silencio, de sorpresa, tal como hicieron José Serrano y los helicópteros, el hombre que en un tiempo –ya ahora olvidado en su condición de poderoso– se dijo amigo de ese pueblo.

Después del sobrevuelo Serrano dijo que “varias personas intentaron agredirlos con lanzas, armas de fuego e, incluso, arrojando una red a las hélices de las naves…”.

Wilson Malaver Cují, de 36 años de edad, cuenta que ese día se apuraba a terminar una red para pescar alevines, de 25 metros de largo, por pedido de un empresario de Zamora. “Era tan grande que la extendimos en la plaza para continuar tejiendo, le digo que pesaba cincuenta libras, tenía cien plomos y otro número igual de flotadores, sirve para atrapar a las larvas de especies de nuestros ríos y quedaba poco tiempo porque la obra debía entregarla el 4 de mayo”.

En sus adentros se recuerda sentado, asustado, tejiendo en medios de ráfagas de aire que levantaban sedimentos golpeando su rostro.

La madrugada llega con la misma fuerza de la lluvia. A las cuatro de la mañana hombres y mujeres están en pie frente a los fogones. Los gruesos maderos de intachi se alinean en aristas. Sus bases forman un triángulo perfecto del cual nace el fuego que sisea mientras las ollas de agua extraen la esencia de la guayusa.

Beben en pilches y ovaladas vasijas; es la hora en que comparten sus experiencias, pero sobre todo es la extensión de los sueños que experimentaron horas antes, el tiempo en el cual anudan lo onírico, lo lúdico, lo vivencial, como si fuese la conjugación de acciones que no dejan de reseñar. Hablan, ríen de sus vidas, celebran el trinar del pájaro a las seis de la mañana y polemizan sobre los días en que su canto se adelanta.

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Con las primeras horas de luz niños y niñas de la escuela salen de sus casas cargando en sus canastos yucas de exuberantes tamaños. Es el inicio del ritual de preparación de la chicha para el consumo en la gran fiesta de la Pachamama.

Cada hogar coció no menos de tres ollas de los gigantes tubérculos que luego colocaron en bateas de madera de metro y medio de ancho y los aplastaron luego con el tacana mucu, un grueso mazo de madera que todo lo aplana con su presencia.

Esa mañana llegaron a la plaza las madres de las escuelas de los otros poblados,  de Atayak, Chontayaku, Kali Kali, Sarayakillu con el mismo propósito. Tupak Viteri, el vicepresidente saliente del Consejo de Gobierno cuenta que el espacio que los visitantes ocupan en la plaza representa geográficamente el lugar en que se encuentran. La distribución marca que la mayoría de poblados están hacía la ribera norte del río Bobonaza.

El humo de las hogueras parece suspenderse a un metro del suelo, los hombres han cortado un cargamento de hojas de palma para tejer los techos de los bohíos donde se almacenará el fermento que hace a la bebida. La preparación es relativamente fácil: el puré de yuca es llevado a la boca y mezclado con la saliva por varios minutos, luego se escupe en las bateas y sólo cuando todo ha sido mordisqueado se deposita en grandes vasijas de base cónica.

La concentración de las mujeres y niños en la elaboración de la chicha despreocupa por completo la amenaza del presidente Correa de que la fuerza pública ingresará a la comunidad.

Con mirada occidental la elaboración tiene una mala y buena noticia: la primera es que usan la boca para su fermentación, la segunda que es elaborada por mujeres. Del sabor poco hay que decir: a los tres días es dulce, a los cinco tiene la fermentación ideal, a los siete su sabor es por demás fuerte. Vinicio Viteri, maestro de los niños de seis años, explica que se añade el agua sólo cuando el fermento está listo: el agua filtra la masa, se lleva el alcohol al fondo donde finalmente reposa, los restos se acumulan en la superficie.

La concentración de las mujeres y niños en la elaboración de la chicha despreocupa por completo de la amenaza del presidente Rafael Correa. La algarabía contrasta con la tensión de los dirigentes que ese día temían una inminente incursión.  En su centro de mando acceden a noticias sobre todo por redes sociales. Sus aliados en el país y el mundo –que son muchos– les nutren de información  y a medida que pasan las horas visitan virtualmente todos los medios de comunicación posibles.

La presencia de los perseguidos Jiménez, Villavicencio y Figueroa es una interrogante. Las autoridades han decidido informar que no tienen control sobre ellos, que están fuera de la comunidad y posiblemente de sus fronteras.

El llamado grupo wio, la policía comunitaria, que escolta a los perseguidos, también parece ser un peligro para el régimen. La realidad es que ese grupo se constituyó con todas las atribuciones de la justicia indígena para combatir la violencia contra la familia y la mujer, intervenir en conflictos de tierras o perseguir el vandalismo. Actos fuera de lo común en la zona, pero que suelen provocar quienes han vivido más tiempo en las ciudades.  Cualquier hecho indebido puede ser denunciado, luego el Consejo de Gobierno hace una citación y si el implicado no acude el grupo de seguridad lo detiene.

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Pero eso no ha sucedido. Cuentan con un régimen disciplinario, para el juzgamiento: se reúnen los 21 miembros del consejo y sus curacas, se averigua la causa y se sanciona dependiendo de la gravedad, que puede ir de trabajos comunitarios a detención de 48 horas.  Los wio controlan la ejecución de las decisiones.
El día termina con el sellado de al menos 20 vasijas repletas de chicha y el entierro de sus cónicas bases en la tierra.

El pueblo del mediodía

La  comunidad se halla cortada por el sinuoso Bobonaza. Junto a la pista viven los Viteri y los Gualinga. Comparten la vecindad desde siempre. Una de las casas pertenece a Narcisa Gualinga, nos recibe en su sala, una construcción abierta de 16 columnas de maderos de julunchi, lo suficientemente fuertes para resistir 60 años las condiciones de la selva. Tupak, su hijo, dice que los maderos se han referenciado como dicta el pueblo del mediodía: con sus puntos cardinales. Sostienen en sus picotas 48 cañas que forman una estética finamente complementada con la paja tejida que da la forma final al techo.

Narcisa se sabe líder como todos los ancianos de la comunidad: “en esa condición hemos vivido porque fue la única forma de mantenernos unidos”. Es el ejemplo del ser y las circunstancias, la capacidad de responder unitariamente a eventos que no imaginaron, la voluntad de actuar solidariamente ante los problemas. “En el tiempo de mis padres seguíamos las palabras de la iglesia, fuimos los últimos en organizarnos, sólo lo hicimos cuando ellos (la iglesia y el Estado) tenían el control de la que ahora es nuestra tierra”.

Después, en los años noventa, llegó la lucha contra la Compañía General de Combustibles y el extractivismo, entonces vivía en lo más profundo llamado Río Negro, frontera con el Perú. “Junto a otras tres mujeres teníamos el asedio de los helicópteros, tal como pasa ahora, decían que éramos comunistas, que habíamos trasladado armas, llegaron a la casa botando las cosas, quebraron la guitarra de mi hijo que en ese lugar tocaba en soledad y encontraron una escopeta que era para nuestra defensa; nunca salió en la prensa”.

"Nos preguntamos si un pueblo tan pequeño como el nuestro puede cambiar al mundo ¡Tal vez no! Pero estamos seguros de que en cada corazón hay un pueblo que lucha con la misma fuerza": Sabino Gualinga, yachak mayor de Sarayaku.

Si el mundo funciona con petróleo, se pregunta Narcisa, ¿qué podemos hacer a favor del Estado? Es un mea culpa, pero también sabe que en sus vidas las regalías económicas del oro negro no significan nada.  

Para entonces el yachak mayor de Sarayaku, el que desciende de la estirpe del jaguar, ya había visualizado la destrucción que causaría el petróleo: “veinte personas abriendo trocha cinco metros de ancho que no se respetaba plantas medicinales, planta para animales, planta para bañar, sólo puede ser destrucción”.

Sabino Gualinga, a sus 91 años, camina lento y continúa sabio. “Nos preguntamos si un pueblo tan  pequeño como el nuestro puede cambiar el mundo ¡Tal vez no! Pero estamos seguros de que en cada corazón hay un pueblo que lucha con la misma fuerza”. Nació para yachak, fue educado desde niño para ello, logró el conocimiento máximo a edad adulta, luego de nueve días de dieta total y de sólo beber ayahuasca. “Nadie se iguala con nosotros porque conocemos el mundo”, sentencia.

Su hija Patricia, líder de la comunidad y una de las figuras del movimiento indígena nacional lo acompaña. Él se sienta en un sillón con respaldo en que se ha tallado la imagen del jaguar, parece ensimismarse en su propio universo. Patricia cuenta que es el último de gran conocimiento y con él se perderá ese patrimonio.

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Le preguntamos por José Serrano, y nos señala con molestia la habitación que ocupaba. El hoy ministro era recibido en la casa del linaje del jaguar, junto con ellos comió, bebió, bailó, zapateó en sus fiestas, tomó sus armas, intentó cazar. Serrano sabe que el pueblo Sarayaku no negocia con la vida, sabe que no negociará con Jiménez, Villavicencio y Figueroa.

Se evidencia en las narraciones de Patricia cuando escucha a las ancianas de la comunidad buscar escondites para Jiménez: “ponerlo en una vasija”. O “es tan pequeño que cabe bajo nuestra falda”, como se si tratase de las metáforas y simbolismos de Gunter Grass en El Tambor de Hojalata.

Frente a su vivienda se ha creado el Sasi wasi, la casa de salud que mantiene y experimenta los saberes tradicionales.  Quienes emulan a Sabino ensayan allí con dietas y ayahuasca. Quieren encontrar a Amasanga el espíritu de la selva, un hombre vestido de blanco, habitante del ceibo, se lo visualiza sólo después de un mes de dietas que no incluyan sal y azúcares, previamente a la ingesta de ayahuasca.

Sabino Gualinga es el yachak del pueblo Sarayaku, tiene 91 años.

Construyen decenas de estanques piscícolas con especies tradicionales como el Paco o Bocachico para mejorar su dieta. Sembraron 135 000 semillas de palma para sus techados y evitar daños a ese tipo de árbol natural. A ese principio lo llaman Selva Viva. Por eso no tienen bestias de carga, porque estarían abocados a incrementar la frontera agrícola. Crían  aves de corral para evitar la caza de animales del monte. La pesca con dinamita quedó en el pasado, tanto que los ríos que atraviesan sus tierras, el Sarayaku, el Rotundo, el Conambo están llenos de  vida. Sasi wasi es más que un centro de cura tradicional o un jardín botánico experimental que tiene plantas alucinógenas. Es el eje de lo que llaman Selva Viva: “no estamos aquí para mirar y rezar a un árbol, la selva es sudar y caminar, estamos para explotar estos recursos y vivir pero también para mantenerlos”, sentencia José Gualinga.

Es el pueblo del mediodía porque su leyenda asegura que nunca desaparecerá. Es el pueblo ambicioso  que no cuenta con plantas eléctricas a combustible, pero se nutre de energía solar; que juran la bandera de Pachakutik pero que vibran con la selección nacional o el clásico del astillero.

El de los adolescentes que caminan horas para llegar a las siete de la mañana al único colegio y cantar el himno nacional. El pueblo que pudo constituir una compañía aérea con dos avionetas de fábrica, pero que apenas tiene un televisor con cable que todos comparten.

El que raya la fruta del Vituk y lo pulveriza en un mortero para hacer las pinturas que luego toman formas de soles, lunas, peces, tortugas, monos o jaguares en sus rostros. El pueblo sin puertas ni candados en sus casas, donde todo aquel que avise su llegada es invitado y honrado con la chicha, símbolo del esfuerzo y el trabajo.

El de los aislados por la geografía pero conectados con tabletas y teléfonos a las redes sociales.  El de los ambiciosos que caminan semanas cargando provisiones hasta llegar a los linderos de sus tierras y ejecutar lo que llaman frontera viva: sembrar 20 kilómetros con tres especies de árboles que florecerán en diecisiete años con diversos colores, para que desde el aire sepan cuál es su tierra, su mundo, su legado a las futuras generaciones.

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Sarayaku, el pueblo del mediodía
 


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