

Foto: Reuters Media Express
Sectores del empresariado de Estados Unidos rechazaron los criterios del Papa Francisco sobre la explotación de los recursos naturales, que plasmó en una nueva encíclica.
El papa Francisco ha levantado una voz clara y fuerte, una voz científica, teológica, poética y profética, para denunciar la contaminación de la Tierra, el cambio climático y los efectos que tienen sobre los más desposeídos.
Un aporte sustancial a la comprensión de los problemas ecológicos es la forma cómo el papa une degradación ambiental con pobreza, explotación de recursos con injusticia, dentro de cada país y entre países. Son, dice, un solo e indisoluble desafío moral urgente para la humanidad, y para enfrentarlo, cada uno debe efectuar una conversión hacia una vida de austeridad y bajo consumo. Ese es su llamado para los creyentes y los no creyentes.
Pero a los primeros les dice, además, que no se puede amar a Dios sin respetar a la naturaleza y sin sacar a los pobres de la situación en que se hallan. Exige, además, a la comunidad internacional que, con decisiones políticas y compromisos duraderos, cambie el actual modelo de desarrollo que lleva a la catástrofe, con su filosofía de descarte de las cosas y, lo que es peor, de las personas.
Sin miedo alguno, el papa exige que detengan su acción depredadora las grandes compañías explotadoras de los recursos naturales y los gobiernos cómplices de ellas, que han contribuido al cambio climático.
La encíclica (su segunda y esta sí escrita íntegramente por él pues la primera, Lumen fidei, la heredó prácticamente lista de su predecesor) es claramente política. Sin miedo alguno, el papa exige que detengan su acción depredadora las grandes compañías explotadoras de los recursos naturales y los gobiernos cómplices de ellas, que han contribuido al cambio climático y a la pobreza por “el uso desproporcionado de los recursos naturales” y que han convertido a la Tierra “cada vez más en un inmenso depósito de porquería”.
La comunidad internacional debe cambiar el rumbo civilizatorio de consumo irresponsable, contaminación, explotación indiscriminada de los recursos, pérdida de la biodiversidad y destrucción de nuestra casa común, la Tierra, pues de lo contrario en este mismo siglo se pueden producir inmensas catástrofes en el planeta.
Desde su lanzamiento el jueves 18, “Laudato si. Sobre el cuidado de la casa común”, como es su título completo, ha tenido una gran repercusión mundial.
Con 186 páginas de texto, en su versión española (suman 192 con los índices), y distribuida en seis capítulos y 246 numerales, el papa introduce en ella un nuevo pecado, el ecológico; amplía el concepto mismo de ecología al hablar de la ecología económica, social, cultural y la de la vida cotidiana; se pronuncia claramente por la existencia del cambio climático y la acción humana como una de sus causas, y no se limita a describir los problemas sino que señala a los culpables.
La encíclica contiene una serie de novedades que llevan la marca de Francisco. La primera es su nombre. Aunque a todas las encíclicas se las conoce por sus dos primeras palabras en latín, las de esta, Laudato si’ (Alabado seas) ni siquiera están en latín sino en dialecto umbro del siglo XIII pues el papa las toma de la versión original del Cántico de las criaturas, bellísimo poema que hacia 1224 compusiera, parte en dialecto de la Umbría y parte en italiano, san Francisco de Asís, patrono de la ecología y cuyo nombre adoptó Bergoglio cuando fue elegido papa.
La segunda es la abundancia de citas que contiene, pero sobre todo el carácter de estas citas. Aunque en la introducción y a lo largo del texto, recoge pronunciamientos sobre los temas del medioambiente de sus predecesores (Juan XXIII, Paulo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI), lo inusual es que cite a alguien que no es católico romano, al patriarca de Constantinopla, Bartolomé I, jefe de la Iglesia ortodoxa, quien asistió a la entronización de Francisco, hecho que no ocurría desde hace mil años, cuando se produjo el Cisma de Oriente.
Y es aún más insólito que cite a alguien que no es cristiano, como a la autora islamista sufí Eva de Vitray-Meyerovitch, y a un “maestro espiritual” de esa religión no cristiana, Ali Al-Kawwas.
Bartolomé se ha ganado merecidamente, con sus discursos y escritos, la fama de ambientalista. Y es aún más insólito que cite a alguien que no es cristiano, como a la autora islamista sufí Eva de Vitray-Meyerovitch, y a un “maestro espiritual” de esa religión no cristiana, Ali Al-Kawwas. Esto es único en la tradición del magisterio papal, una marca propia de Francisco, hombre abierto a otras espiritualidades y un humanista completo.
En esto de las citas, son también notables las numerosas que incorpora de los obispos actuales. En su afán de no ser un soberano que habla desde lo alto ––que se vio desde el primer día con su decisión de no llamarse a sí mismo papa sino obispo de Roma, giro que, una vez más, usa en esta encíclica––, Francisco recoge en diferentes pasajes de Laudato si’ párrafos de tantas conferencias episcopales, que he hecho una lista en orden alfabético: Alemania, Argentina, Australia, Bolivia, Brasil, Canadá, EEUU, Filipinas, Japón, Nueva Zelanda, Paraguay, Portugal y República Dominicana. Y también pasajes de documentos de las conferencias episcopales (África, América Latina y Asia), e incluso de los obispos de regiones (la Patagonia argentina) o de comisiones (las de Pastoral Social del episcopado argentino o mexicano).
Francisco cita además a sus místicos favoritos (san Buenaventura, san Juan de la Cruz y, sobre todo, san Francisco de Asís); a filósofos y teólogos cristianos antiguos y modernos (santo Tomás de Aquino, Paul Ricoeur y, sobre todo, Romano Guardini, al que el papa conoce bien pues hizo su tesis doctoral sobre él). Pero me llamó poderosamente la atención la reivindicación que, al citarles, hace de dos jesuitas no muy bien vistos por los teólogos de la curia: el gran antropólogo y místico francés Pierre Teilhard de Chardín y el argentino y maestro del papa, Juan Carlos Scannone, una de las figuras de la teología de la liberación.
Nada de esto le quita voz al papa, que pone su sello en todos los párrafos, con su conocida audacia. En los capítulos científicos cita los documentos clave en cuestiones ambientales (Declaración de Río, Carta de la Tierra) y se fía de la evidencia científica, lo que deja ver que Francisco conoce de primera mano el lenguaje de la ciencia (no hay que olvidar que su primer título y su primera experiencia profesional fueron en Química) y que une eso con sus dotes de comunicador y la valentía singular de pastor de que está imbuido.
En los capítulos científicos cita los documentos clave en cuestiones ambientales (Declaración de Río, Carta de la Tierra) y se fía de la evidencia científica, lo que deja ver que Francisco conoce de primera mano el lenguaje de la ciencia.
Leer la encíclica deja profundas y duraderas impresiones. La primera, de cercanía, porque el papa no se dirige a un público indeterminado sino que plantea un diálogo personal: “Ahora, frente al deterioro ambiental global, quiero dirigirme a cada persona que habita este planeta. En mi exhortación Evangelii gaudium, escribí a los miembros de la Iglesia en orden a movilizar un proceso de reforma misionera todavía pendiente. En esta encíclica, intento especialmente entrar en diálogo con todos acerca de nuestra casa común”, dice en la introducción de su escrito (número 3).
La segunda nace de lo anterior, y es la accesibilidad del documento. Cualquiera puede leerla y entenderla. Está escrita en un lenguaje sencillo, abierto, claro, sin sofisticaciones científicas ni teológicas.
La tercera, lo bien fundamentado, valiente y recio de su diagnóstico en el primer capítulo titulado Lo que está pasando en nuestra casa. Allí el papa relaciona la contaminación y el cambio climático, la mala gestión del agua, la pérdida de la biodiversidad con la gran desigualdad entre regiones ricas y pobres, y la debilidad de las reacciones políticas ante la catástrofe ecológica.
Aquí es donde el papa atribuye gran parte del problema a la voracidad de las grandes compañías, pero también a la falta de una respuesta valiente por parte de los gobernantes: “Llama la atención la debilidad de la reacción política internacional”, dice. Critica con dureza a los políticos que “enmascaran” los problemas ambientales o subestiman las advertencias de los ecologistas. “Las predicciones catastróficas”, advierte, “ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad”.
¿Qué hay detrás de esa desidia de los políticos? Un “sometimiento de la política ante la tecnología y las finanzas” lo que “se muestra en el fracaso de las Cumbres mundiales sobre medio ambiente. Hay demasiados intereses particulares. Y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común y a manipular la información para no ver afectados sus proyectos”.
La cuarta impresión, el profundo humanismo de la encíclica. Un humanismo que no se detiene en los límites de la Iglesia; el papa no duda en “reconocer, alentar y dar las gracias” a todos aquellos que “trabajan para garantizar la protección de la casa que compartimos”. Además, da un salto adelante en la concepción de la Naturaleza y el papel del hombre. Ante la “acusación lanzada al pensamiento judío-cristiano” de que “desde el relato del Génesis que invita a ‘dominar’ la tierra (cf. Gn 1,28), se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza presentando una imagen del ser humano como dominante y destructivo”, el papa reconoce que “algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras” pero “hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las demás criaturas. Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a ‘labrar y cuidar’ el jardín del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras ‘labrar’ significa cultivar, arar o trabajar, ‘cuidar’ significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras” (número 67).
Ya Jeb Bush anticipándose a la aparición de esta encíclica dijo que su política económica no la dictaban “ni su cura ni su obispo ni su papa”.
Esta enseñanza del papa resuena hondo en quien esto escribe porque su hermano, Fernando Ortiz Crespo, el pionero de la conservación de la naturaleza ecuatoriana, lo sostuvo desde hace 50 años, criticando las posiciones de la derecha, incluida la derecha católica estadounidense, de justificar la explotación de la naturaleza en términos bíblicos. Por cierto, hoy esa derecha está desconcertada. Ya Jeb Bush anticipándose a la aparición de esta encíclica dijo que su política económica no la dictaban “ni su cura ni su obispo ni su papa”, y tras la publicación de Laudato si´ ha insistido en que “la religión tiene que ver con hacernos mejores personas y no meterse en asuntos políticos”. Algo absolutamente contrario a lo que cree el papa: no se puede amar a Dios sin hacer ecología y sin hacer política orientada a defender a la naturaleza, ejercer la justicia y salvar de su situación desesperada a los pobres y a los países pobres.
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