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25 de Noviembre del 2014
Historias
Lectura: 17 minutos
25 de Noviembre del 2014
Nina Osorio

Periodista

La abuela de los "torturados"

Foto: Luis Argüello

En su casa, Gladis Vega recuerda las incidencias de la semana de huelga de hambre de los padres de familia del Mejía. Tres de ellos no continuaron hasta el final por el acoso policial. 

 

Durante la huelga de hambre de siete días de un grupo de padres de familia enfrente del Colegio Mejía de Quito, se reeditaron los relatos sobre los presuntos maltratos a los que habrían sido sometidos los estudiantes por parte de policías en el Regimiento Quito. Este es el testimonio de Gladis Vega al respecto.

Con la creencia de que está en lo cierto, Gladis Vega, una abuela que decidió unirse a la huelga de hambre de los “padres del Mejía”, afirma que el ministro del Interior, José Serrano, estuvo presente en el interrogatorio a los estudiantes, en La Carbonera, sitio del Regimiento Quito que conoció hace algunos años, cuando fue esposa de un policía y dónde, dice, “mataron a los hermanos Restrepo”.

Gladis Vega es una mujer de agallas, una  abuela joven, (tiene 54 años), que llegó a la huelga de hambre “en ayunas”, para no atrasarse según cuenta. Ahí daba aliento a 14 padres que iniciaron la medida para sensibilizar a la autoridad sobre las penas a aplicar a los jóvenes y porque estaba indignada al saber que su nieto estuvo entre los muchachos a los que presuntamente torturaron con electricidad y vejaron.

La medida la iniciaron 14 padres pero terminaron solo 11. La primera noche fue un suplicio, en la hora más oscura irrumpieron un coronel y 80 robocobs, (policías con ropa blindada que semeja a una armadura), rompiendo los candados de entrada al Colegio en donde los padres estaban. Al coronel lo acompañaba el Intendente, un juez y un fiscal: “o salen en cinco minutos o les sacamos”, dijo el coronel mientras daba la señal para que que aparecieran los robocobs. Nunca presentaron la orden de desalojo pero los llevaron prácticamente en andas fuera del edificio público, a instalarse en la vereda del frente, en la calle Vargas.

Una abuela en la huelga de hambre, Gladis, agradece a la fuerza pública por haberlos “puesto en la calle”, ya que ahí pudieron recibir la solidaridad de los transeúntes.

"Fueron cobardes" dice Gladis, porque ofrecieron resolver el problema a las 09:00 del siguiente día: “si hasta nos dijeron que iban a dejarnos en nuestras casas”. Solo tres padres de familia se dejaron ganar por el miedo, llenos de pavor, al verse rodeados por policías que intimidaban, esperaron el primer taxi y desaparecieron. Todo está documentado.

"Cuando enfrentamos a los temerarios, me pude dar cuenta como trataron a los estudiantes", prosigue Gladis, quien termina agradeciendo a la fuerza pública por haberlos “puesto en la calle”, ya que ahí pudieron recibir la solidaridad de los transeúntes. La huelga de hambre se tornó en noticia nacional y recibían la solidaridad de todos. "Médicos y estudiantes de la (Universidad) Central siempre nos asistieron, rechazamos la ayuda de la Cruz Roja, porque fueron ellos que avisaron a la Policía cuantos éramos", asegura la mujer. 

"Nuestra intención fue conseguir justicia para los jóvenes, que ya era suficiente con la cárcel, pero el ministro Serrano nos dijo que queríamos figurar con los políticos cuando nosotros queríamos únicamente figurar con la justicia", repite vehementemente. “Y vaya que lo logramos, conseguimos que los 39 alumnos volvieran a clases, ese era nuestro objetivo”.

Los quebrantos en la salud de los huelguistas fueron evidentes. Gladis Vega, como ex enfermera que es, daba cuenta del debilitamiento en la medida que la presión arterial bajaba al pasar las horas. “Se nos amortiguaban las piernas, no podíamos pararnos, cada vez eran más seguidos los calambres. A los dos días me quise levantar y perdí el conocimiento, vi como la vereda se me venía encima”, dice.

Siete días pasaron sin comer. Al segundo día se empezaron a agudizar los problemas del estómago. El tercer día fue durísimo: “los intestinos se peleaban entre ellos”, dolía mucho, relata esta mujer que sacando fuerzas de flaqueza, desde el cuarto día no sintió nada; ni dolor ni hambre. El caso más triste fue el de otra mujer, María, pues ella estuvo en su período, temblaba mucho y sentía escalofríos; después de eso, María era quien  daba ánimo y alentaba a jamás desfallecer: “nuestros hijos son nuestra vida”, proclamaba.

“San Pedro es auquista y debió ser egresado del Mejía”, porque no llovió en los siete días de la huelga de hambre, como tampoco llovió el día del ascenso del Auquitas, bromeaba Gladis Vega, a quien se le olvidaron los dolores y los martirios policiales cuando volvió a las calles el 19N, y todos coreaban las consignas del Mejía.

Las noches fueron tristes, no frías. Los relatos pormenorizados de los maltratos a los estudiantes del Colegio en los 60 días anteriores "acongojaban a cualquiera, nos oprimían el pecho, nos atormentaba". Pero también hubo anécdotas, María, su compañera, contó cuando vivió junto a su esposo las aventuras de los migrantes. Todos los días, los estudiantes se quedaban acompañándolos.

Mientras transcurría la huelga de hambre, continuaban los relatos relacionados con la noche de las detenciones en el marco de las protestas de septiembre. 

La noche de la captura, cuando la Policía invadió el Colegio Mejía, el nieto de Gladis fue al colegio para hacer unos trámites, de visita. Junto a sus amigos corrió a encerrarse en el baño del Coliseo. Ya todo estuvo superado, pero la mala suerte los tocó porque sonó un celular y el resto fue el calvario. No querían abrir la puerta, atrancada con palos de escoba; fue “una mujer policía” la que amenazó con echarles el gas lacrimógeno que blandía para amedrentarlos. Los estudiantes supieron que la mujer era capaz de eso y más y empezaron a salir; el primero en salir recibió un toletazo. En aquel baño estuvieron siete estudiantes, uno a uno la Policía los botó al suelo y los patearon.

Pablo buscó en la oscuridad del pavimento y recuperó su diente y se lo guardó, cuenta Gladis casi mordiéndose los labios, mientras las lágrimas anunciaban inundar sus ojos.

“A mi nieto lo pusieron contra el piso y lo pateaban”, fue cuando Pablo, su ex compañero alzó la cabeza para reclamar el porqué de tanta ferocidad; entonces “fue esa mujer policía que con el tolete, con la punta, asiéndolo con las dos manos" le golpea en la mandíbula. Pablo buscó en la oscuridad del pavimento y recuperó su diente y se lo guardó, cuenta Gladis casi mordiéndose los labios, mientras las lágrimas anunciaban inundar sus ojos.

En las gradas que bajan al coliseo, los policías hicieron “fila india” para repartir toletazos a los estudiantes. Uno de ellos incluso se puso una manopla y luego el guante, y vinieron los golpes. A mi nieto, prosigue Gladis, le dio en la cabeza: “hasta ahora no se le endura el chinchón que quedó en su cabeza y que se hundía al presionar con los dedos, parecía sangre molida”.

Según los testimonios de los detenidos, al joven que sacaron el diente, le pusieron una bufanda “porque afuera estaba la prensa” y a quienes tenían la cabeza rota pusieron gorras robadas.

“No sabe cuánto nos dolía oír estos relatos”, cuenta la joven abuela, era como si un dardo atravesara el corazón y no estallaba solamente porque estábamos débiles de haber ayunado cuatro días.

"Primero les llevaron al UPC de la Basílica, en ese espacio pequeño los hicieron arrodillar y los humillaron; vea que un teniente de apellido Gómez les pasaba frente a la cara el aroma de una hamburguesa mientras preguntaba si los estudiantes tenían hambre. Alguien dijo que sí, entonces le embarró con el bocado y luego le pegó con el empeine de su bota en la cara; después los llevaron al Regimiento Quito, ahí vivieron la experiencia más espantosa de su vida; se lo digo yo que conozco el Regimiento Quito por dentro, se dónde los tuvieron a los jóvenes Restrepo, se cómo les vejaron y torturaron…", y Gladis suspira.

¿El Ministro Serrano vigiló desde "La Carbonera”?

Ese sitio se llama La Carbonera, está en el subsuelo del Regimiento Quito. Ahí hay unas sillas que tienen en el espaldar una serpentina eléctrica, “es una silla de inducción”, bromea sensatamente esta señora que insiste, conoció el lugar cuando estuvo casada con un policía. Ahí sentaban a los presos para sacarles verdades, recuerda. Ahí quisieron llevar a los chicos del Mejía.

Ellos estuvieron acostados boca abajo, sin camiseta, entonces habría llegado el ministro Serrano, estuvo por más de una hora; todos dan testimonio. Uno de los muchachos pidió hablar con Serrano: "¿puedo hablar con usted?" le habría dicho. El Ministro no fue nada amable: “Yo no tengo nada que hablar con ustedes, ustedes se van a pudrir aquí”. Todos oyeron la respuesta que llevaba intrínsecas también palabras de más grueso calibre que las pistolas policiales. Por ejemplo, siempre en el relato textual de las crónicas con que mataban las noches de huelga de hambre: “infelices, mal paridos, ahora griten por el Mejía, griten las barras del Mejía”. Hubo un muchacho apodado "Nebot", quien cuenta que a dos estudiantes que lloraban de dolor y no les permitían darse vuelta porque tenían dolores intensos en las costillas por los toletazos. La respuesta fue que si volvían a hablar, se les sentarían en las costillas.

Lo más terrible, según Gladis Vega, fue la expresión de un policía cuando un muchacho amenazó contar de los maltratos a la prensa: “si ustedes van a contar a la prensa, violamos a su madre y a su hermana”, afirma que dijo. 

"Mi nieto es fuerte, es deportista, prosigue Gladis, tiene golpes en la espalda, pero más le duele sentirse como responsable del golpe a Pablo que le sacó el diente, si solamente dijo que no nos maltraten".

Pasó la noche de las maldades. A las seis de la mañana fueron conducidos a la Unidad de Flagrancia. El chico del diente arrancado no apareció ahí, tampoco quienes tenían rota la cabeza, “los escondían de la prensa”. A un niño de 13 años que visitaba diariamente a los huelguistas, después de dos meses no se desaparecía el morado y rojo del brazo golpeado. “María y yo lloramos desconsoladas, a mi nieto tampoco se le endura la cabeza de sangre molida, pero a ese niño, la madre no pudo llevarlo al médico porque es pobre, lava ropa para sus estudios”.  

"A ese menor de edad del Mejía, una policía afroecuatoriana lo hizo rodar las gradas y a otro, el médico dijo que si lo golpeaban un centímetro más abajo, quedaba cuadripléjico. Con decirle que hasta les quitaron las chompas y se las quedaron".

"Mi nieto es fuerte, es deportista, prosigue Gladis, tiene golpes en la espalda, pero más le duele sentirse como responsable del golpe a Pablo que le sacó el diente, si solamente pidió que no los maltraten".

A Gladis Vega le preocupa sobremanera que siga existiendo La Carbonera. “Yo suponía que ya no existe la tortura, la saña, la maldad”. Pero si todavía existe La Carbonera, quiere decir que todavía existen los policías que se preparan para los interrogatorios, que todavía existen torturadores, los profesionales, comenta. Ese día, “todo lo que hicieron fue con la venia de Serrano, todo”.

El cuadro que vivieron los muchachos y sus padres fue ciertamente conmovedor. La abuela cuenta que algunos de ellos trabajan y estudian la noche; al estar presos, sus madres recogían botellas para recoger unos centavos, para suplir la ausencia del hijo. Los padres solidarios recibieron ropa en los condominios, fueron por los mercados para acopiar alimentos, son madres que trabajan en el mercado, vendedoras ambulantes que descuidaban su trabajo para gestionar la libertad de sus hijos; para ellas canalizaban los pocos recursos logrados. Una experiencia imborrablemente hostil.

Entonces, entró el Negro. El nieto de Gladis acababa de llegar de su entrenamiento de futbol junto con dos amigos del barrio que, además, simulaban ser sus escoltas. “Ahí está mi gordo”, replicó la abuela con la alegría desbordando por la suerte de tenerlo en casa. Todavía los alumnos del Mejía no olvidan los dos goles que el Negro metió en la gran final a la selección del Colegio Montúfar. Gladis no salía de la admiración cuando afirmaba que su nieto ni siquiera salió a las bullas el 18 de septiembre. "Justo al más educado y tranquilo lo coge la policía". Bastó solo una llamada de su hija que confirmaba el encierro fatal de 15 días para que en esa familia iniciara su calvario. La hija de Gladis montó su propia huelga de hambre y la sed la saciaba con lágrimas. Su nieto, menor de 10 años, añoraba volver a sentir el aliento del Negro junto a su almohada; esos 15 días el niño fue huérfano en su habitación.

En la habitación adyacente, el Negro merendaba con sus amigos, mientras corregían a la abuela huelguista con algunos detalles del relato.  Recordaban, por ejemplo, que en una de las audiencias en la Corte Provincial de Justicia, los amigos del barrio gritaban en la entrada del edificio con la esperanza de que él los regresara a ver desde el cuarto piso. Paraban los minutos y nosotros rearmábamos la escena de esa noche. Poco a poco Gladis y su nieto mayor aparecían en el cuadro de las madres de la plaza de los llantos.

Aunque su nieto ya no estudia en el Mejía, Gladis participó de la huelga en señal de rechazo a las acciones de la Policía.

A esa familia, ni los juicios ni las torturas los amedrentó. Gladis ha ido varias veces a marchas y plantones y no sorprende que uno de sus nietos haya aprendido de su ejemplo. “Nosotros jamás cohibiremos a los nuestros para que levanten su voz de protesta”. La huelga de hambre fue dirigida por ella; todavía siente el frío de las aceras que solo cobraban calor con los abrazos de los otros 10 compañeros. 

“Vea, al final quiero contarle mi verdad”, afirma altiva la abuela del guambra del Mejía. “Lo que yo hice, (la huelga de hambre), fue por los chicos maltratados y torturados, porque al Mejía nadie lo calla, porque estoy indignada, porque al Mejía nadie le ve las costuras, porque es vil mentira lo del uso progresivo de la la fuerza,  porque todo el barrio lloró de dolor, porque ya debemos romper silencio, porque nunca debemos olvidarlo”.

“Mi nieto no tuvo ningún problema, él está estudiando normalmente en otro colegio, no tiene sumario administrativo y después de preso entró a su equipo de futbol a jugar en la primera división y fue al día siguiente a clases; pero lo hice por los Mejías”. Su nieto fue apresado "por coincidencia" dentro del colegio Mejía porque él fue al establecimiento a recoger unos papeles para legalizar su matrícula en otro colegio. “Lo hice recordando una frase de la biblia: ‘si ustedes callan, hablarán las piedras’, por eso lo hice y haré huelga de hambre mil veces”

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