

El lanzamiento de la campaña de recolección de firmas, para recalificar a la Izquierda Democrática, tuvo la entusiasta participación en el Consejo Nacional Electoral.
Los productos nostálgicos son exitosos entre los migrantes extrañados de su patria. Muy cerca de la librería que suelo frecuentar en Barcelona (la que Joan Prats me “enseño” –asimismo, dicho en ecuatoriano- ese gran calatán que pese a los años de su partida lo recuerdo como cálido interlocutor académico y político) se vende excelente pan de Ambato y junto al apartamento en que la Universidad nos hospedaba en Moncloa –lindo barrio clasemediero y conservador de Madrid- en que por las tardes debía convencer a Gloria de comprar helados de colores de Salcedo…porque caminando por Fernando El Católico, saben mejor que el reino que nos acoge grata y periódicamente.
Los productos nostálgicos no son sólo mercancías, sino que también existen productos políticos nostálgicos. Son eficientes, pues devienen de un proceso de transformación e interiorización de los recuerdos y de las acciones e impactos políticos, que mediante las adversas circunstancias actuales –estos poderosos medios de producción- culminarán creando nuevos y revitalizados productos. Que pueden ser acciones libertarias, como son los partidos políticos renovados. En su factura participan viejos obreros que orgullosos se muestran ante los jóvenes. Esa potencialmente poderosa madera ciudadana, que pasiva mira a los acontecimientos. Pues optó por “engordar”. Y que ahora debe salir a caminar. Debe correr para recuperar el tiempo perdido y la nación abandonada.
Ecuador vive los tiempos del actor político vocinglero. Mejor, acudiendo a la figura pueblerina, de un “milagrero” y utilizando la figura griega del coro, de plañideras repetidoras. Los restantes ecuatorianos, dejamos las banderas en los baúles, la capacidad de intervención pública en las fotografías y la pasión política en las alcantarillas.
Ecuador vive los tiempos del actor político vocinglero. Mejor, acudiendo a la figura pueblerina, de un “milagrero” y utilizando la figura griega del coro, de plañideras repetidoras. Los restantes ecuatorianos, dejamos las banderas en los baúles, la capacidad de intervención pública en las fotografías y la pasión política en las alcantarillas. De ese modo, acudimos al teatro nacional –que ahora son todos los canales de televisión salvo uno, quizás dos y quizás tres periódicos- para consumir a la realidad representada por el milagrero y las plañideras. Así fuimos exiliados en nuestra propia nación.
Nuestro exilio interno en otras épocas y países se llamó “extrañamiento”, es decir, el relegamiento residencial de los ciudadanos a un territorio extraño, lejano, hostil e inaccesible de la nación. Este designio del Olimpo (del dios tronante y de sus diosas subordinadas) debe romperse. Creo y aspiro a que ya ha empezado la larga caminata, que culminará barriendo a la hojarasca. Los inmensos contingentes de jóvenes y trabajadores, mujeres, indígenas y afroecuatorianos, profesionales y empresarios, periodistas e intelectuales, provincianos y capitalinos, serranos y costeños, hemos comenzado a abandonar nuestro exilio interno.
Hace un par de semanas, uno a una, entraron al Salón de la Democracia, ecuatorianas y ecuatorianos, con un producto nostálgico en el corazón y, horas después, salieron con un instrumento real en sus brazos y en sus cabezas. Un año antes, un puñado de cabezas que encanecen orgullosas, se plantearon reorganizar a la Izquierda Democrática. Y se pusieron como condición, que junto con levantarla hasta que se pare sobre sus propios pies, debían, al mismo tiempo, dejarla en manos de nuevos obreros jóvenes, para que produzcan y reproduzcan nuevas formas de hacer política democrática y ecuatoriana. Con este compromiso fueron-volvieron a tocar las puertas de las señoras Juanitas, allá por Pucalquí, y acá por Timbre. Y pidieron a los compañeros Pedritos, a los padres y a sus hijos, que vuelvan a caminar. No porque ahora “las vacas son flacas”, sino porque los legítimos pastores, deben volver, realistamente, a conducir sus propios destinos, más allá de las engañifas discursivas.
Del silencio del salón surgió un grito, fuerte, que no había envejecido, pero que con la misma ropa y nueva gallardía, puso una marca en el destino: “Ecuador, escucha, ésta es tu lucha”. Y se agitaron las banderas, muchas banderas. Cada voluntad presente flameaba con una bandera, haciendo visible el valor político de la organización de la sociedad, es decir, la sociedad política, valor irrenunciable de la democracia.
(El símbolo de la bandera es especial. Es una forma de despliegue gráfico tridimensional de un color que invoca, un sello que sintetiza y una proyección que no invade. Emociona. Eleva los decibeles de los gritos. Les da musicalidad y permanencia. Es flexible como deben ser las manos que la sustentan. Es ondulante como debe ser la pluralidad de las cabezas que las piensan. Debo confesar que las gorras no me gustan. Pero también son banderas, pasión junto a la razón).
La Izquierda Democrática volvió a penetrar en todos los rincones del salón antes de salir hacia el país. No importaba que unos pocos burócratas y sus policías decidiesen dejar a cientos de compañeros mirando el acto desde el exterior, sin que puedan ser materialmente parte del pujante olor de masas que se respiraba dentro. Fue una puesta momentánea en realidad. La vivimos con Pablito. Ya que no solo bastaba que en ese espacio, el cielo tuviera color naranja. Más allá, el país sigue enredado en el herbolario. A despecho del boicot de esos pequeños funcionarios, el olor y el color de las masas naranjas decían a gritos que Izquierda Democrática nunca murió. Había estado siempre.
Unos compañeros han tomado circunstancialmente diferentes rumbos. Comprensible, no legitimable. Otros compañeros se refugiaron en sus familias y en sus puestos de trabajo.
Unos compañeros han tomado circunstancialmente diferentes rumbos. Comprensible, no legitimable. Otros compañeros se refugiaron en sus familias y en sus puestos de trabajo. Caminando por donde la vida le lleva a uno, y un joven empresario, inteligente, comprometido con la nación, se me acercó para confesarme que desde que el Estado “dio por terminado” su militancia en Izquierda Democrática –acabó con el sistema de partidos-, no había vuelto a acercarse de modo práctico a la política. Pero que ahora se sentía con ganas y con piso para retomar la política. Pese a que le había ido muy bien en su economía, se sabía un ecuatoriano incompleto. La participación política en la circunstancia actual es inexcusable, me dijo, reforzándome el ánimo y el aun oxidado activismo político de mis articulaciones.
Mientras calentaban las gargantas los centenares de chicos que se habían tomado el proscenio del Salón de la Democracia, pude abrazar a compañeros que no había visto por décadas y abrazarme con compañeros con quienes tenía una relación anónima. Juntos recordamos calles y carreteras, pueblos y momentos, reímos y sufrimos, pudimos ser serios en el compromiso y no serlo frente a los conocidos y desconocidos. Días antes había opinado que el acto debía ser corto, con solo un par de discursos. Pensaba que debía ser eficiente en el uso del tiempo y eficaz en su producto. Cuan equivocado estaba. La realidad fue otra. Los compañeros de las provincias y de los sectores querían hablar, decir, esa, su verdad, su subjetividad objetivada como hecho político en el discurso y en el auditorio. Y empezaron uno y otro a decir lo que tenían que decir. Y por allí, me sumergí en mis recuerdos, mientras ondulaba la bandera que me había prestado. Me pregunté dónde estaba “mi” bandera, en qué parte de la casa había puesto esa la “histórica” bandera mía, la que había envejecido 30 años conmigo. Me había acompañado la mitad exacta de mi vida. Sin recordar al baúl, pude descubrirla en mi corazón, en ese diálogo interno, que es el que construye nuestras historias.
Pues sí. De pronto recordé mis primeros pasos por la Izquierda Democrática. El presidente Roldós, a quien había asesorado muy joven, ¡que irresponsable fui!, se convirtió en el vehículo de mi aproximación real no sólo a la política pública desde la academia y la práctica sino fundamentalmente hacia la democracia. En esas épocas, de insuficiente desarrollo de la política (así como de los contextos) socializarse primariamente en la ultra-izquierda era una necesidad ambiental y profesional, de la que jamás me arrepentiré y un aprendizaje de la sociedad, que me marcó. Esa relación con el activismo sindical, curiosamente, tatuó algunos de los sellos que hoy exhibo orgullosamente, el liberalismo y el socialismo.
La muerte de Roldós terminó alejándome del país. Desde entonces, algunos otoños tomé un avión hacia Toronto para investigar en la Universidad de York, en los intersticios hacía clases en esa la sólida primera FLACSO y tarareaba, con recelo, versos de la política práctica.
Ese extraordinario organizador y ser humano que fue Francisco Ramón, sin que me diera cuenta, llenó nuestra amistad de cariñosos ardids …. sutilmente me había convertido en un simpatizante de la Izquierda Democrática. Yo sentía que mi pasado ultraizquierdista generaba recelos y yo mismo tenía muchos reparos. La noche en que me llamó a Canadá pidiéndome que vuelva para la campaña, allá por 1984, coincidió con el pedido de una fundación para que hiciera un libro “de emergencia” acerca de la coyuntura política y los dilemas programáticos que planteaba. La idea me gustaba y me aterraba. Era dar un paso en firme. Llamé a mi hermano confidente, Manuel Chiriboga, y le pedí su consejo. El Gordo “canalla” me empujó, pero no entró en ese rato al partido. Como siempre, lo hizo de buena fe. Y, como casi siempre, acertó. También me ayudó en la artesanía y escribió uno de los artículos del libro.
Fueron semanas intensas. Conocí apresuradamente al partido, especialmente en Quito. Más aun, el sur de Quito, donde nació. Calles que no existían para mí, antiguas parcelas de semi-campesinos a la vez semi-pobladores, que se descomponían como nuevas barriadas, migrantes consolidados y migrantes nuevos. Me impactaron dos hechos, que me siguen hablando. Una noche llegamos, allá por Chimbacalle, a la casa de vivienda de un dirigente, que en “segundos” se transformó en local totalmente adecuado para una asamblea de dirigentes, militantes y simpatizantes. Mutó a un escenario público. Ese lindero móvil de lo privado-público era como la democracia entonces aun no estabilizada en el país. Me dio una primera idea del compromiso popular. El segundo hecho fue conocer un barrio tipo de la política servicios. El partido experimentaba con el otorgamiento de servicios como forma para lograr adhesión política. No me gustó la idea. Yo conocía de experiencias similares del APRA en el Perú (que lo hace hasta ahora). Luego de los años, sin cambiar en lo sustantivo, comprendí que la búsqueda más profunda es entender en la territorialidad del partido a una forma de cohesión social.
Y, así, a saltos entre el activismo electoral y la máquina de escribir –la computadora no era una referencia todavía-, terminé aquel libro. Pedro Saad, quien fue de los primeros en leer el manuscrito, siempre con un agudo sentido de comunicación política, me preguntó qué frase podría sintetizar su contenido. Le comenté que había visto, allá por El Censo, una consigna de mayo del 68, inexplicablemente pintada en el inicio de la avenida oriental, tan lejos de París. Me preguntaba a mí mismo, con algún academicismo, por qué se podía pintar “se van a morir de nostalgia”, allá, justamente lejos de las universidades, cerca del Machángara. Pedro no me siguió el hilo y convirtió mi vaporosa preocupación en hecho. Inmediatamente convocó a “pintores del partido” (jóvenes que hacían trabajo voluntario pintando propaganda) para que inmediatamente, en horas, varias calles de la ciudad, exhibieran a la consigna.
Dos días después entregaba a la naciente editorial El Conejo, un libro encabezado con una semi-realidad: “Se van a morir de nostalgia. Leído en los muros de Quito”. En dos días, un hecho accidental, había pasado a ser una realidad política, mediado por la organización que construye decisión y operatividad. Baste decir, que la nacionalización de la consigna, los oligarcas, los pre-modernos y los retardatarios recibían la notificación de que pronto comenzarían a morir de nostalgia. No fue así. La historia es conocida por todos. Los acuerdos y los errores también. Pero estos párrafos no están destinados a interpretar ni reconstruir la historia (que en ese período está llena de incomprensiones y errores de todos, especialmente intentar la instauración de una política caníbal de eliminación permanente de los otros). Sino a contarles algunos intersticios del partido, de una parte de la parte militante de mi vida y, de paso, de la de algunos de mis amigos y compañeros.
Aparecieron unos críticos que me decían que no había que escribir sobre la coyuntura, otros que me acusaban de insensato por hacer proyecciones, terceros que creían que los intelectuales no debíamos escribir sobre política y no faltó quien criticó al libro como inútil.
Entre la primera y la segunda vuelta electoral de 1984 transité del encanto efímero a la derrota profunda. En pocos días se vendieron miles de libros de “Ecuador en las urnas”. Cada libro vendido era como un masaje en el ego. Cuando perdimos en las elecciones en la segunda vuelta, y es una realidad de la política, pasé a ser el intelectual “más desprestigiado…”. Aparecieron unos críticos que me decían que no había que escribir sobre la coyuntura, otros que me acusaban de insensato por hacer proyecciones, terceros que creían que los intelectuales no debíamos escribir sobre política y no faltó quien criticó al libro como inútil. (En política ficción siempre es posible preguntarse qué habría pasado con el prestigio del libro –y el mío- si hubiésemos ganado las elecciones. No tengo respuestas, ni me interesan). En todo caso, mi réplica irónica fue “pedirle” a Pedro que disponga que se corrija la consigna con el giro de “nos estamos muriendo de nostalgia”. Por supuesto que no lo hizo. Y hasta ahora recuerdo la situación como una derrota más que nos da la vida y la política. Pero solo eso.
La proximidad del poder puede obnubilar hasta al más bueno y bien intencionado, que dicho sea de paso, no es mi caso. Entre la primera y segunda vuelta fuimos a presentar el libro en Guayaquil en una amplia reunión de muchos partidos afines y personas que se asociaban a las propuestas. Cabalgábamos rápidamente en la construcción de un programa de gobierno y unas alianzas. Fue una buena reunión. Y como toda buena reunión a la ecuatoriana, decidimos culminarla cantando. Yo sugerí que vayamos al “patio del capitán Pedro”, que para quienes no tengan antecedentes, está en la antigua entrada al suburbio, precedida de muchos “lagarteros” (cantantes pre-profesionales, siendo que el elegido entra contigo), en una casa de caña, con suelo de tierra, con varias salas, en que Pedro, un antiguo marino, te recibía y te comentaba que cuando los artistas terminaban sus presentaciones, se trasladaban allá, para su desahogo personal, cantando. Que el principal había sido Julio Jaramillo. Y la particularidad consistía en que no se pagaba el consumo (lima dry y jugo de toronja), sino que se hacía un donativo sin condiciones. Es decir, socialismo utópico. Del bueno y aun en el siglo XX, por sobre el muro.
Yo había llegado antes al patio del capitán Pedro cuando estudiante universitario, que pretendía a una compañera que había sido una de las bellezas de la ciudad. Nunca le dije nada pero salíamos para intercambiar posiciones de izquierda. Y charlamos mucho tanto como cantamos. Y reformamos la patria. Íbamos a donde Pedro, su amigo, y nos sentábamos en mesas en las que compartíamos no necesariamente con conocidos. Una vez, en medio de cantos y seguramente envidias, pedí fósforos a una persona que me miraba mucho desde el otro lado de la mesa. Me preguntó si yo era serrano, a lo que ingenuamente le respondí de inmediato que sí. Me miró con desprecio y me dijo “bien(h)echo”. Mi acompañante se levantó y en segundos tomábamos un taxi para dejarla en su casa.
Una noche de ese lejano 1984 volví al patio de Pedro desde otra “circunstancia”. Empoderado pero más ingenuo. Un grupo grande de compañeros salimos de un hotel lujoso-poderoso-lujurioso de Guayaquil buscando donde comer y beber … recalamos a lo de Pedro. Entramos a una sala grande, sin ninguna diferencia (en ese socialismo utópico sí que no había diferencias). Luego de una hora, pasé al baño y metí la cabeza en una sala contigua. Me encontré con un denso grupo de cefepistas encabezados por Angel Duarte, candidato perdedor frente al nuestro, semanas antes. Lleno de ingenuidad volví a nuestra sala y se lo conté a Pancho y a Pedro, quienes inmediatamente diseñaron una estrategia para “convencerlo” de que nos apoye. Yo dudé, pero acepté. Y “adarga al brazo” salimos a conquistar al populismo.
Resumo la evolución de los hechos. Durante las siguientes tres horas, fuimos sometidos por las hordas de Duarte, quien ordenó que no nos dejaran salir, guardaespaldas armados de por medio. No nos agredieron. Solamente nos amenazaron. Un compañero urdió una estratagema. Llamó a su hermano, un cotizado cantante de Guayaquil, quien al amanecer llegó en un enorme carro impala, viejo pero decoroso. Lo estacionó en la parte trasera del patio de Pedro. Y mientras cantaba personalizadamente al líder ofendido por nuestra propuesta, nosotros entrábamos cual sardinas en el imponente impala, que partió raudo con una decena de izquierdistas ingenuos rumbo al mercado para comer “bandera” y “pasar el susto”. Volvimos a Quito y por la noche fuimos todos a escuchar a Silvio y Pablo, mientras la descomposición estomacal nos estacionó en los baños del coliseo … torpe forma de escuchar un concierto. La venganza de la política marginal terminó horas después, en las salas de la clínica Pasteur.
De pronto dejé de divagar y volví al Salón de la Democracia. Un abogado joven de Tungurahua, fogoso, anunció, que había decidido afiliarse al partido, que ese era el momento, porque todo queda por hacer. Y no pude más, volví a mis recuerdos.
La noche de la pérdida en la segunda vuelta en 1984 fue dura. Muy dura. Pero que pedagógica. La ciudad se había vuelto socialcristiana, cuando hasta ayer había sido izquierdista y democrática. Más aún, si no recuerdo mal, ganamos en Quito, pero las expresiones visibles eran otras.
La noche de la pérdida en la segunda vuelta en 1984 fue dura. Muy dura. Pero que pedagógica. La ciudad se había vuelto socialcristiana, cuando hasta ayer había sido izquierdista y democrática. Más aún, si no recuerdo mal, ganamos en Quito, pero las expresiones visibles eran otras. Frente a ello, no es que nos habíamos refugiado en la guarida de la 9 de octubre … aunque algo sí. Corrían rumores sobre enfrentamientos y eventuales asaltos a la casa del partido. La resistencia consistía en gritos y discursos. Tener la adrenalina en alerta es saludable en estos casos. Y de pronto vi y sentí una lección de vida. Entró al patio de la casa del partido, un hombre alto, fornido, afroecuatoriano, sangrante. Pensamos que la agresión empezaría de inmediato. O es que se trataba de un provocador embriagado. Pero este inmejorable militante, muestra de heroicidad semi-pública, no presentaba rastros de alcohol, sino una mezcla de preguntas sin resolución, ira, tristeza y esperanza. Había caminado desde Cotocollao con una visible bandera del partido. Como es obvio, en el camino fue provocado y pegado. Se defendió. Llegó en busca de repuestas. Teníamos que dárselas. Pregunté dónde estaba Borja. Quería verlo. Ese compañero valiente, cuestionador y agredido, había resuelto mi indecisión.
Fui a abrazar a Rodrigo en una casa cuya dirección no recuerdo, por confusión, por la excitación. Lo miré en una sala sentado y Andrés a su lado. Estaba sereno. Visiblemente acongojado, testimonio de la humanidad de un líder. Pero sospecho que con otro desfile político estratégico por dentro. Me sentí parte de ese dentro y de ese afuera. Y aproveché la circunstancia. Siempre había sospechado que mi presencia en el partido no era bien asumida por algunos. Más aun, varios, no todos, supongo, me lo dijeron. Situación posible en toda colectividad política. No sé si Borja me escuchó, le dije que en ese momento había decidido afiliarme al partido, y que estaba muy orgulloso de mi decisión. Conversamos unos minutos y creí prudente retirarme a rumiar nuestra pérdida y mi ganancia. Tenía una certeza –mi militancia- en medio de las incertidumbres políticas que se avecinaban. Y quien sabe, si aproveché una situación de descuido de la organización para incorporarme sin pedir la incorporación. Días después compartí una sonrisa enigmática de Pancho. La formalidad había consagrado lo que era una realidad. Se selló con una profunda, densa y prolongada fiesta organizada por Inesita, en la que se me entregó el carnet (que siempre he pensado que fue de crédito y credibilidad aunque varios trataron de resignificarle como de descrédito).
De pronto, ya ahora en el 2015, entró Borja al salón de la democracia. Se había negado hacerlo por la trastienda. Lo hacía en medio de apretujones, con el rostro de un político de experiencia. Elevado en el espíritu de masas que se respiraba y sensible al ambiente del salón. Pausado, profesional, clásico y profundo dio un discurso enérgico y de una larga zaga histórica vinculándola con el futuro. El discurso, que no fue leído –como no suele hacerlo- tenía un esquema para referencias de soslayo –como suele hacerlo en los momentos decisivos-. No evadió la responsabilidad, pero la especializó en los nuevos militantes, de modo particular en los jóvenes. Pensé entonces en Vallejo, así llama Borja a su amigo, con cierta marcialidad. Andrés había dado un discurso corto y esquemático, de precisión. Justo. Pensé en los partidos como especialidades articuladas que hacen el cuerpo político. Andrés Vallejo, el operador eficiente por excelencia, el gerente político de la organicidad, también anunciaba la necesidad del recambio. Si quedaba algún bisoño en el salón, debió madurar en esos minutos.
Se me vino a la cabeza el segundo compromiso, el que más esperanza me provoca. Había muchas debilidades en la composición social de la sala. Pero una gran fortaleza. Pocas “cabecitas blancas” como dicen los argentinos y muchas melenas trigueñas. Me tranquilicé. El partido había convocado a sus bases y a sus cuadros medios. Queda muchísimo por hacer. Pero están dadas las bases de la pasión. La razón hay que hacerla colectivamente, al compás de la justicia social con libertad, reconociendo la nueva situación de la nación.
Al terminar la reunión, simbólicamente, como en las fiestas populares, nos quedamos los pocos para levantar las sillas. Me duele no haber formado parte de quienes evaluaron el primer paso. Debía viajar. Salíamos apresuradamente. Gloria, cuya experiencia de activismo, entre otras admiro, pidió que le regalaran una bandera almacenada en un rincón. Y me la entregó para conservarla en casa. Se fue por su lado. Pensé, entonces, que mi edad adulta, la había pasado de algún modo vinculado al partido. En 1985 me fui del Ecuador. La Izquierda Democrática nunca sustituyó a ninguna de las instituciones personales, ni internas. Menos mal. Pero fue una referencia pública mía. Intermitentemente me acerqué al partido y también me alejé. La razón me decía hacerlo, aunque la pasión me atraía. Materia de otro cuento, no de éste.
Mientras caminaba hacia mi auto y luego mientras acomodaba la bandera recién recibida, sentí en mis dos costados, las palabras y las sonrisas, graves de Pedro y agudas de Pancho, diciéndome, Luis, “la lucha continúa”….
[RELA CIONA DAS]




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