Fotos: Luis Argüello
Son madres, esposas y abacaleras. Pero sin descanso, sin un sueldo digno y sin derechos. Así han pasado por décadas. Pero ahora ellas han roto el silencio.
Pero desde entonces las familias se quedaron en los predios de Furukawa, donde laboraban bajo la figura de arrendatarios que, según expertos laborales y de DDHH, no es más que una forma de intermediación laboral prohibida por la Constitución. Ahora están sin trabajo. Y cinco mujeres arribaron a Quito para contar que la ayuda es escasa. El Gobierno aseguró que activaría un plan humanitario como medida inmediata. Pero los días pasan y las mujeres reclaman por atención urgente. “No tenemos ni sal para cocinar el verde. Hemos estado pescando en el río”.
De los últimos días se les ha quedado una escena en la memoria. Recuerdan que la semana anterior al feriado llegó un funcionario del Ministerio de Inclusión Social (MIES) para entregar víveres, pero las camionetas no pudieron ingresar porque las puertas de la empresa a las haciendas estuvieron cerradas. Los trabajadores no tienen las llaves de acceso. De hecho, ese ha sido uno de sus reclamos: ni en emergencias sanitarias pueden ingresar vehículos. Los trabajadores se reunieron en San Ignacio, un sector cercano a las haciendas de Los Ríos. ‘Nosotros queremos ver la realidad, queremos ir a los campamentos y aquí no son los campamentos’, les dijo el funcionario, quien agregó -según los testigos- que para realizar la entrega de los alimentos debían hacer registros fotográficos. Finalmente no entregaron a las raciones.
La viceministra del MIES, Soledad Vela, dijo a Plan V que no tenía conocimiento sobre esa visita. También el subsecretario de Protección Especial del MIES, Juan Carlos Coellar, desmitió que haya pasado esa situación. El viernes 8 de marzo, una delegación de funcionarios del MIES y otros ministerios como Educación, Salud y Gestión de la Política volvieron a ingresar a las instalaciones de Furukawa para levantar lo que denominan registro social y ficha de vulnerabilidad, que es información sobre la situación económica y social de los abacaleros. Eso permitirá dar bonos a los grupos más vulnerables. Está previsto que esta semana se adquieran los productos para los afectados.
El abacá es una fibra usada en diversas industrias tecnológicas, automotrices y alimenticias. Ecuador es el segundo exportador de esa materia prima después de Filipinas. Pero para su extracción es necesario un trabajo forzoso. En la cadena manual de ese proceso, las mujeres hacen casi todas las tareas desde secar el abacá (arriba) hasta sacar la fibra del tallo (abajo).
Hasta el viernes 8 de marzo, solo la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos (Cedhu) había entregado alimentos para cientos de trabajadores afectados que se estiman en 400. “No puede ser que la empresa haya cometido tantos abusos sin ninguna intervención del Estado”, dice Elsie Monge, directora de la Cedhu, para quien es necesario investigar la responsabilidad de ese Estado. Pero tanto a ella como a las mujeres de Furukawa les preocupa que las promesas queden en nada.
Las mujeres abacaleras se preguntan, ¿por qué no dejaron los víveres? Las 33 haciendas de Furukawa están a los largo de la vía Quevedo-Santo Domingo, pero los campamentos donde se procesa el abacá pueden estar muy cerca o muy lejos de la vía. Pero ellas dicen que a los funcionarios no les gusta caminar así sean distancias cortas. “Cuando van a hacerme seguimiento ella (una funcionaria del MIES) me llama a que la mande a traer afuera, tengo que mandarla a ver en una moto”.
En esta zona donde ni la luz ni el agua ha llegado en seis décadas, las noticias tardan demasiado. Pese al cierre de las instalaciones, afirman que la empresa pidió a la gente que siga laborando con normalidad. “A mi esposo le vinieron a decir que trabaje, pero él se negó”, dijo una de ellas. Otra mencionó: “A mí me dijeron: ‘si usted no me entrega la fibra, ya verá lo que va a pasar’”. “A mí se me llevaron la fibra el martes (un día después de la sanción del Ministerio de Trabajo). Yo como no sabía y le entregué no más la fibra. No vimos ni peso ni nada y luego supimos de la clausura”, narró una tercera.
Ahora, estas mujeres saben que el camino es largo. Pero para ellas vale la pena recorrerlo porque están en juego sus derechos. No callarán más.
‘El tiempo más crítico: cuando llegan las clases’
Daisy Cedeño,
40 años, 4 hijos (uno de ellos es un adolescente de 17 años con insuficiencia renal). Tiene 18 años laborando en la compañía.
Soy tendalera (que tiende la fibra para su secado). Vivo en el km 30. Es duro vivir allá. No hay luz, no hay agua, no hay baño, las necesidades tenemos que hacerlas en el potrero. Toca caminar bastante para poder lavar la ropa de las criaturas. El río queda demasiado lejos. Usamos el agua de los ríos, pero por allí baja suciedad del ganado. Antes, cuando no había pozo, de ley nos tocaba tomar esa agua. Cuando había tiempo se la hervía y a veces no porque el trabajo es duro. Yo me levanto a las 04:00 para cocinar para los trabajadores, de ahí la gente se va al campo a las 06:00. Luego voy al tendal para secar la fibra. Ellos (la empresa) obligaban que la fibra sea secada de forma diaria.
Cuando es invierno, la fibra se amontona bastante y entre la cocina y el tendal no avanzaba. Se me acumulaba demasiada fibra. Cuando salía el sol, mi esposo dejaba el campo y me ayudaba. El se dedica al tuseo. También lo ayudo en eso y a zunquear. La plata que hacemos no nos alcanza. En una quincena podía sacar hasta 100 dólares. Con eso dejamos para los pasajes y la comida.
Pero (el tiempo) más crítico es cuando llegan las clases. Se nos complica la lista, no tenemos para comprar los zapatos y uniformes. A la escuela íbamos a hablar para que nos esperaran unos 15 días o un mes. Pero a veces la profesora decía ‘noo, para eso tienen a sus hijos, deben ver eso con tiempo’. Pero yo le decía: ‘el trabajo no da’. En la escuela piden una listísima, que se nos va entre 60 y 70 dólares. Pero si gano 100 dólares cada 15 días, ¡en qué quedo! En invierno no hay cómo salir con los niños, se mojan porque tienen que caminar bastante. Pierden clases. Las compras las tenemos que entrar en burro y por eso se riega el aceite, se moja el arroz. Cuando les pedimos a ellos (empleados de la empresa) que nos ayuden a dejar la comida en sus carros no lo hacen.
Además tengo un niño con insuficiencia renal. Yo lo fui a matricular, pero no me lo quisieron coger en el colegio fiscal, porque había bajado de notas. Él pasaba más en Quito internado (por la enfermedad). Lo tuve que matricular en un particular y allí me ayudaron con las mensualidades que no tenía. Este año se graduó. Ahora quiere estudiar la universidad, pero como no tenemos trabajo no sabemos qué hacer.
‘Recién terminé mis estudios de primaria’
Isabela Acurio,
28 años, tiene dos hijos, trabajó en Furukawa 5 años
Yo trabajé en el km 37. Era tendalera. Al cumplir la mayoría de edad me fui, me retiré de la empresa porque ganaba muy poco. En ese tiempo nos pagaban 50, 100 dólares. Trabajé con mi papá y mi hermano. A mí me llevaron. Al mes que llegué no me gustó. Dejé, pero volví y me quedé. Entré a la empresa cuando tenía 14 años y me retiré a los 20 años. Vivíamos en Santo Domingo y viajábamos todos los días. No nos alcanzaba el pasaje. Solo estudié dos años y recién ahora acabé la primaria. A mis padres no les alcanzaba el dinero.
‘Estoy en un campamento sin baño, sin pozo’
Isabel Lapo,
26 años, 3 hijos, 14 años en Furukawa
He trabajado en los km 33 y 39. A los 8 años llegué con mi mamá y mis ochos hermanos. Mi padre había fallecido. Yo soy la tercera de la familia. A los 10 años dejé de estudiar porque empecé a trabajar como tendalera con mi hermano de 8 años. Estudié solo hasta quinto grado. Cuando llegamos el campamento estaba lleno de monte y basura. Estaban vacíos en ese tiempo. Lo limpiamos y fumigamos. Nos toca caminar lejos para ir al río. Hasta ahora no tenemos pozo. Yo estoy en un campamento donde no hay baño, no hay pozo y consumimos el agua del estero. Por esa agua incluso a mí me salieron estos granitos (se toca el rostro). Mis hermanos de jóvenes empezaron a tusear y ninguno terminó la escuela. Yo sabía que tenía derechos, pero como era sola no lo decía. Me parece que hace tiempo debimos tener todas esas leyes, que se cumplan.
‘Un día la máquina me dejó desnuda’
Dencita Guerrero,
53 años, 7 hijos, 19 años en Furukawa.
Yo ingresé primero a Plan Piloto. Mi hijo tenía un añito, ahora tiene 20 años. A la edad de 7 años yo ya le enseñé a burrear para que lleve los tongos al campamento. Yo empecé como tendalera. En ese tiempo tuseaba, burreaba (traslado de la fibra en burros), botaba la basura. Aún existía la plata ecuatoriana. A mí me pagaban la quincena 20 sucres. No les di el estudio a mis hijos porque la escuela les quedaba lejos. Mi hijo solo estuvo dos años y luego lo retiré. Tenía que caminar casi 5 horas para llegar a Plan Piloto. Era pequeñito. A veces sus amigos le metían piedras en la mochila. Siempre llegaba bien tarde a la casa. El padre de mis hijos falleció. En el 2007 fui al km 30. Ahí tuve a mis otros hijos. La última tiene una discapacidad, a ella sí la tengo estudiando por Puerto Limón. Tiene 14 años. Es la única a la que di el estudio. Yo aprendí también a maquinear (se refiere a la desfibradora que retira el exceso del agua de la fibra, es la tarea más riesgosa). Hasta tumbar (los tallos). Todos los trabajos los hice. Pero un día la máquina me dejó desnuda. Me cogió la pantaloneta. Aquí tengo una bola (se toca el muslo de su pierna derecha). Mi mejor trabajo era la máquina y aún me gusta. Para mí era lo más fácil. Yo llegué a tener 3 máquinas y sacaba 300 tonguillos. Trabajaba de día y de noche. Yo daba buena producción y calidad. Pero ellos (la empresa) nunca nos han reconocido. Mi último esposo falleció hace un mes. Fui a pedir ayuda y tampoco recibí nada. Yo sabía que tenía derechos, pero nadie se ponía adelante. La empresa ha tenido demandas, pero nadie le ha podido ganar un juicio.
‘El agua por el estero baja verde, verde’
Clarissa Irene Guagua,
42 años, 5 hijos, 20 años en Furukawa
Estudié hasta el quinto grado. No he recibido ninguna ayuda de ellos. Uno solo tiene que seguir trabajando para ellos. Uno mismo paga los gastos en salud. Cuando hay emergencias sacamos en hamacas a los enfermos a los subcentros. Uno no tiene llave para abrir las puertas y llamar a un carro para sacarlos. En el campamento donde estamos pasa un estero y por allí hay una hacienda de la que baja el agua verde, verde. Entonces no podemos ocupar esa agua. Por ahí hicieron unos pozos y esa es el agua que ocupamos. Para lavar tenemos que ir adentro a otros campamentos. He sido tendalera, tuseadora, cocino para la gente. Nunca tenemos descanso, ni siquiera los feriados. Uno como tendalera pasa de largo, de domingo a domingo. Cocino para todo el personal del campamento y no tengo una mensualidad. Mis dos hijas mayores no estudiaron. Los tres menores sí. Pero este año ya se van a quedar porque así sin trabajo no podemos.
[RELA CIONA DAS]
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