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1 de Junio del 2015
Ideas
Lectura: 13 minutos
1 de Junio del 2015
Gonzalo Ortiz Crespo

Escritor, historiador, periodista y editor. Ex vicealcalde de Quito. 

25 años del levantamiento indígena
El movimiento indígena tomó, a partir de del levantamiento del 4 de junio de 1990, una fuerza inédita y prácticamente se puso a la cabeza de los movimientos sociales, aunque las alianzas equivocadas que realizó después, apoyando a Lucio Gutiérrez y a Rafael Correa, lo hayan dividido y debilitado.

El levantamiento indígena que se inició el lunes 4 de junio de 1990, hace 25 años, fue la más grande movilización indígena del siglo XX en el Ecuador. Aunque antes de esa fecha hubo muchos levantamientos indígenas, especialmente en las décadas de los veinte a los cincuenta ––algunos de ellos reprimidos violentamente con saldos de muertos y heridos––, todos fueron locales, muy pocos cantonales y ninguno provincial. Y aunque después de esa fecha sí hubo levantamientos indígenas nacionales, no tuvieron el alcance y la importancia del que se produjo hace un cuarto de siglo.

Me parece errada la afirmación, hecha en una crónica de Santiago Estrella en el diario El Comercio de la semana pasada  de que el levantamiento se inició el 28 de mayo. Lo que sucedió ese día fue la toma de la iglesia de Santo Domingo por un grupo de indígenas y mestizos (que en un inicio no llegaban a dos docenas aunque después se les unió más gente), que se encerró dentro del templo y clausuró sus puertas, impidiendo todo acto de culto. El grupo se mantuvo en posesión del templo por siete días, durante los cuales mandaron una carta al presidente de la República pidiendo solución a los conflictos de tierras, realizaron declaraciones de prensa y colgaron carteles en la fachada del templo.

Aunque puede decirse que aquello fue un prólogo o hasta una señal a las comunidades indígenas en la recta final de preparación del levantamiento, la verdad es que no hubo la menor movilización de indígenas en parte alguna del Ecuador hasta la madrugada del 4 de junio. Solo entonces puede hablarse de levantamiento.

Sí, al amanecer de ese día, en siete provincias del Ecuador (Imbabura, Pichincha, Cotopaxi, Tungurahua, Bolívar, Chimborazo y Cañar), los indígenas cortaron en numerosos puntos la carretera Panamericana y otras carreteras importantes (la Guayllabamba-Tabacundo, la Ambato-Baños, la Ambato-Guaranda, la Riobamba-Baños, la Guaranda-San Juan, la Baños-Puyo), sobre todo a la entrada y salida de las ciudades y pueblos, en un movimiento simultáneo y bien organizado, que paralizó el tránsito e impidió la movilización de bienes y personas. En los días siguientes, se dieron también cortes de carreteras en otras provincias (Azuay y Loja en la Sierra y Pastaza en la Amazonía), pero solo en puntos aislados y sin la intensidad de las primeras siete. Además, los indígenas se tomaron una docena de haciendas privadas, así como unos pocos edificios públicos en algunas ciudades pequeñas.

El Gobierno y la propia sociedad ecuatoriana fueron tomados por sorpresa. En cuanto al Gobierno, puedo dar testimonio de primera mano porque era secretario del presidente Rodrigo Borja y ese día 4 de junio él me dio el difícil encargo de coordinar la respuesta del Gobierno a los acontecimientos. En cuanto a la sociedad, el impacto fue gigantesco: casi se puede decir que los mestizos ecuatorianos descubrieron con ese levantamiento la existencia de los indios, a quienes por siglos se los había mantenido invisibles, para facilitar (como sociedad, repito) la explotación y la discriminación a la que estaban sometidos. Al descubrirlos y ver su capacidad de organización, la sociedad blanco-mestiza reconoció la dignidad de los protagonistas y la justicia de sus reclamos. En Quito incluso aparecieron grafitis a favor del levantamiento, el más decidor de los cuales fue uno que nos conmovió entonces y que ha pasado a la historia: “Amo lo que tengo de indio”.

La sorpresa del Gobierno era explicable: no era un régimen que persiguiera ni espiara a los dirigentes populares, aunque estábamos preocupados porque desde febrero se había roto el diálogo que sostenía la Comisión Presidencial de Asuntos Indígenas (la conformaban Alfonso Calderón, Pedro Saad y Francisco Borja) y no había una explicación creíble a las negativas a retomarlo. Sabíamos que algo se venía, pero nada de la dimensión de lo que sucedió.

Lo primero que Andrés Vallejo, entonces ministro de Gobierno, y este columnista hicimos ese 4 de junio luego de conocer los reportes de todas las provincias y evaluar la situación en el gabinete de crisis, fue llamar al arzobispo de Quito, Antonio González, y al obispo de Latacunga, José Mario Ruiz, para que fueran el puente que nos permitiera establecer una mesa de diálogo. Actuaron enseguida, tanto que la primera reunión se realizó el propio lunes 4 por la noche. Estuvimos solo siete personas: los dos obispos; Luis Macas con dos dirigentes, y nosotros dos. Nos comprometimos a que no habría violencia de ninguno de los dos lados y resolvimos tener un nuevo diálogo al día siguiente por la tarde en el Palacio de Gobierno, con la asistencia de los obispos. A esa reunión y a las que siguieron asistió una delegación mucho más nutrida de dirigentes indígenas con sus asesores mestizos y, del lado del Gobierno, las personas clave para tratar los temas planteados, como Raúl Baca Carbo, ministro de Bienestar Social; Alfredo Vera, ministro de Educación; Plutarco Naranjo, ministro de Salud; Luis Luna, director del Instituto de Reforma Agraria y Colonización, IERAC, además de Vallejo y yo. Más tarde, ya terminado el levantamiento, se realizó el encuentro de la dirigencia indígena con el presidente Borja.

Como he relatado en numerosas ocasiones y consta en capítulos de libros que he escrito, Rodrigo Borja actuó todo el tiempo como el estadista de gran talla que es, controlando los impulsos de ciertos jefes de la policía y de las fuerzas armadas que querían aplicar la represión. Al contrario, dio la orden de restaurar la normalidad de la vida del país sin disparar ni un tiro.

Era una tarea complicada. Las fuerzas armadas estaban desconcertadas. Despejaban rocas y árboles atravesados en la vía para abrir el tránsito en un punto y a los pocos minutos, a solo unos kilómetros de distancia, los indígenas la cortaban de nuevo, con palos, piedras y zanjas. Cuando el ejército acudía al nuevo sitio, no había un alma, todos habían desaparecido. No era un juego, aunque parecía. El ejército no tenía frente a sí a un “enemigo” formado para la batalla, sino a hermanos ecuatorianos pobres y miserables, pero organizados y dispuestos a luchar en infinidad de puntos. Felizmente nuestras fuerzas armadas son esencialmente democráticas, y cumplieron con la orden proveniente de un presidente aún más democrático.

Hubo sí un hecho lamentable, aunque felizmente aislado. Un grupo de indígenas quiso desarmar a un oficial del ejército en Latacunga que, acatando las órdenes, no disparó, pero en el forcejeo por quitarle la pistola, se salió un tiro hiriendo de muerte a uno de los indígenas. Fue el único muerto del levantamiento de 1990. Nadie quería que muriese un solo ecuatoriano, pero el que haya sido la única víctima cuando podía haber habido cientos, muestra el grado de control del Ejecutivo sobre sus fuerzas, la concepción de convivencia pacífica en que se basaba entonces el Estado y la salida dialogada que se buscó siempre.

Otro momento de tensión fue el secuestro en Guamote de 23 miembros de la fuerza pública (entre soldados y policías) que, tras ser despojados de sus armas, fueron apuntados con ellas, obligados a subirse a un camión y llevados a un sitio en las alturas de los páramos sobre Guasuntos, donde los hicieron pernoctar. El alto mando quería liberarlos con una acción de fuerza, e incluso ya tenían al día siguiente helicópteros artillados en Riobamba, pero el presidente Borja dio la orden de detener cualquier movimiento hasta negociar con los indígenas. Pedimos al obispo de Riobamba, monseñor Víctor Corral, que fuese el intermediario y lo aceptó. Un helicóptero le llevó hasta el páramo y, tras negociar más de seis horas, logró la liberación de los miembros de la fuerza pública.

El levantamiento concluyó a los cuatro días, el 8 de junio por la noche, aunque hubo incidentes aislados hasta el lunes 11. El Gobierno se comprometió a estudiar y resolver en lo posible los 23 puntos de la “plataforma de lucha” de la Conaie.

La gran mayoría eran conflictos puntuales de tierras que no se habían solucionado en el IERAC y que desde mucho tiempo atrás se hallaban en instancias judiciales; la legalización de territorios de las nacionalidades indígenas, la solución a los problemas de agua y riego, la expulsión del Instituto Lingüístico de Verano (el Gobierno de Roldós había prohibido que continuara expandiéndose, pero seguía en el país), el reconocimiento oficial de la medicina indígena, la entrega de recursos para la educación bilingüe, precios justos a los productos campesinos y autonomía en su comercialización.

Los 18 conflictos serios de tierras, que involucraban a grandes haciendas, se resolvieron en los meses siguientes con la intervención de abogados patrocinadores pagados por el Gobierno para que impulsaran las causas que se ventilaban en los juzgados. La legalización de los territorios, la expulsión del ILV, la educación bilingüe, todo se resolvió como ya se había venido conversando en el año y medio anterior. Sin embargo, otro punto, la declaración del Ecuador como estado plurinacional fracasó por el planteamiento extremo que se hizo de la existencia de un estado dentro de otro estado.

Al final de su Gobierno, Borja proclamó con legítimo orgullo que había entregado 2’300.000 hectáreas de tierra: 1 millón en territorios para las nacionalidades indígenas de la Amazonia, y 1,3 millones en títulos de propiedad por procesos de Reforma Agraria especialmente en la Sierra, pero también en la Costa y la Amazonía. La cantidad de tierra cuyos títulos entregó Borja superó a toda la tierra entregada por los gobiernos anteriores.

El siguiente gobierno, del derechista Sixto Durán-Ballén, suprimió el IERAC y dio por terminada la reforma agraria. En realidad, tras las entregas masivas de títulos de propiedad por Borja, no subsistían ya, con el marco legal vigente, conflictos que pudieran resolverse administrativa o judicialmente.

En el gobierno de Borja se produjo la paradoja de que, habiendo reconocido la personería jurídica de la Conaie, que Febres Cordero se la había negado, y llevando durante un año y medio un diálogo sin tropiezos, que Febres Cordero jamás había tenido, estallara el levantamiento. Como bien dijo Pedro Saad un año después, “nosotros mismos destapamos este movimiento”, no en el sentido de que el gobierno lo hubiese organizado ni mucho menos, sino que el ambiente de democracia y de apertura hizo pensar a los dirigentes que su levantamiento no iba a estrellarse contra un muro cerrado a cal y canto sino que habría diálogo y posibilidad de avance.

Ese fue uno de los efectos del levantamiento indígena. En realidad, el más profundo, fue que la sociedad ecuatoriana cambió para siempre. El movimiento indígena tomó, a partir de allí, una fuerza inédita y prácticamente se puso a la cabeza de los movimientos sociales, aunque las alianzas equivocadas que realizó después, apoyando a Lucio Gutiérrez y a Rafael Correa, lo hayan dividido y debilitado. Un cuarto de siglo después, una de sus principales peleas (retrato de los miserables tiempos que vivimos) es defender la casa que el Gobierno de Borja, por intermedio de Raúl Baca, le dio en comodato, cuando gobernaba el país una fuerza política y unos líderes convencidos de que la democracia no son histéricos programas semanales de televisión sino respeto, diálogo y participación popular.

[PANAL DE IDEAS]

Marko Antonio Naranjo J.
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Alfredo Espinosa Rodríguez
Fernando López Milán
Pablo Piedra Vivar
Juan Carlos Calderón
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