
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Las montoneras alfaristas derrotaron a los ejércitos conservadores y a la iglesia, pero no lograron derrotar al confesionalismo arraigado en la sociedad ecuatoriana. La Revolución Liberal puso al día un país atrasado y monacal, pero no puso al día la mentalidad de la gente. Cuarenta años después de haber excluido el nombre de Dios del preámbulo de la Constitución de 1906 (la más laica de nuestra historia), se lo reincorporó en la Constitución de 1946.
Con toda seguridad, el general Alfaro pensó que la implantación del laicismo sería un fenómeno irreversible. La idea de progresividad que subyace a todo proyecto revolucionario supone la linealidad ascendente de las transformaciones, no solo políticas y económicas, sino ideológicas y culturales. No obstante, su sueño murió calcinado en la hoguera bárbara de El Ejido. De allí en adelante, las élites más conservadoras y reaccionarias del país se empeñaron en desmontar todo atisbo de laicidad que pudiera permear en la conciencia de los sectores populares. El enorme potencial de una sociedad autónoma frente a la intervención divina en la vida pública pone en riesgo el viejo orden social.
La reactivación de una concepción religiosa de la política –no solo en el Ecuador, sino en todo el planeta– amenaza los derechos y las libertades más fundamentales de la humanidad.
Resulta inaudito que en pleno siglo XXI tengamos que reivindicar al laicismo como fundamento de la vida republicana y de la convivencia democrática. Pero no hay opción: la reactivación de una concepción religiosa de la política –no solo en el Ecuador, sino en todo el planeta– amenaza los derechos y las libertades más fundamentales de la humanidad. La misma idea moderna de que la fuerza de lo público radica en su neutralidad confesional está en riesgo. Sin embargo, hay sectores que quisieran borrar de un plumazo a la propia Revolución Francesa.
El debate es imprescindible, decisivo. En juego está la necesidad milenaria de sacar de los asuntos humanos a las intervenciones mágicas o religiosas. La política debe ser, en estricto sentido, un asunto civil, cotidiano, concreto, cuya finalidad es afrontar los problemas que nos afectan a todos en condición de ciudadanos y ciudadanas.
Los embarazos adolescentes, el incesto, la violación de niñas y jóvenes o el abuso sexual no tienen la más mínima adhesión religiosa. Son problemas que involucran a la sociedad como totalidad, indistintamente de ideologías u opciones morales. Lo acaba de ratificar el presidente de Francia con su demanda de incluir el aborto como derecho humano fundamental en la normativa europea.
Pero aquí en el Ecuador todavía navegamos en las sinuosas aguas del más pedestre oscurantismo. La campaña de los grupos provida en contra de la ley del aborto revela la pervivencia de concepciones premodernas de la organización del Estado. Hoy un expresidente, que usurpó el nombre del general Alfaro para apuntalar su proyecto político, pretende formar una coalición nacional por la vida que se encargaría de liderar una cruzada fundamentalista en contra de los derechos de las niñas y mujeres violadas. El colmo.
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