
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
¿Por qué un pensador liberal como Mario Vargas Llosa tiene posturas más avanzadas que ciertos políticos de izquierda? Al menos en el debate sobre la despenalización del aborto, el escritor peruano está absolutamente alineado con las reivindicaciones de los movimientos de mujeres. Es más: en un reciente artículo aparecido en el diario El País, Vargas Llosa sostiene que el proceso es irreversible. Dicho de otro modo, cree que tarde o temprano el aborto será legalizado en América Latina.
La explicación para esta aparente contradicción es simple: las agendas políticas e ideológicas cambian de acuerdo con la complejidad de las sociedades posmodernas. Hace rato que el mundo no puede estar dividido entre trabajadores y capitalistas (en realidad, nunca lo estuvo), como lo esperarían algunos dogmáticos de izquierda. Las demandas clasistas han sido rebasadas por una serie de exigencias sociales que responden a la incontenible diversificación de la sociedad. La despenalización del aborto es una de ellas y, en este punto, establece un parteaguas entre posturas reaccionarias y subversivas. Por eso un liberal puede abogar por el cambio con más convicción que un curuchupa de izquierda. Y por eso un machista de izquierda puede ser similar a un machista de derecha.
En los años 70, la izquierda ecuatoriana, en concordancia con las luchas juveniles que arrasaban con las formalidades de todos los sistemas políticos, optó por el destape. Obviamente, tuvo que resolver las consecuencias azarosas de esa nueva sexualidad. El amor libre proliferó con la misma velocidad que los servicios de aborto solidarios. No solo que no se discutía sobre una decisión que competía únicamente al fuero interno de los involucrados (médicos y pacientes), sino que a nadie se le pasaba por la mente la posibilidad de terminar preso.
En el gobierno anterior se dio un retroceso profundo en este tema. Una combinación tóxica de verborrea de izquierda, reivindicación del patriarcado y autoritarismo apuntaló un modelo de control ideológico que buscó disciplinar a la sociedad. Y lo quiso hacer por el lado más perverso: la sexualidad. A contracorriente de la Historia, el poder político quiso meterse entre las sábanas de la gente.
El Ecuador, por ventaja, retomó la corriente. La Marea Verde de la semana pasada, impensable hasta hace poco tiempo, desafía al poder político. Y también a la sociedad. De hecho, fue más numerosa que las marchas sindicales del último trimestre e incluyó a nuevos actores, la mayoría jóvenes.
Esta movilización plantea una reflexión tan incómoda como impostergable, porque los datos sobre violencia asociada a los abortos clandestinos desmontan los argumentos moralistas de quienes se oponen a su despenalización. Y eso sin echar mano de las demandas por los derechos de las mujeres a decidir sobre su maternidad.
El debate, entonces, nos permitirá definir hasta dónde llega el manto de hipocresía y conservadurismo de nuestra clase política. Porque el aborto es un tema de salud pública que no puede ser asumido desde el dogmatismo religioso, y mucho menos desde el remordimiento. Hay niñas y adolescentes que mueren, que se someten a tratos denigrantes o que sufren lesiones irreparables.
Cuando el presidente Moreno derogó ese mamotreto reaccionario y moralista del Plan Familia anticipó un mensaje que se ha quedado corto. Marcó distancia con la religiosidad política que intentó imponer el anterior gobierno, pero los movimientos feministas y de mujeres esperaban una profundización de las políticas en favor de sus derechos. Entre otras reivindicaciones, piden terminar con la criminalización del aborto.
Las jóvenes esperan.
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