
Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum, Cuenca. Exdirigente de Alfaro Vive Carajo.
Los años 60 del siglo pasado tienen un significado muy especial. Si con algún momento de la Historia reciente calzaría el cliché del “cambio de época” sería precisamente con esa década. Mayo del 68, los Beatles, Woodstock, el Che o el pacifismo de los hippies –que logró implosionar el proyecto guerrerista de los Estados Unidos–, no hubieran sido posibles en otro momento; era el esplendor del capitalismo de la posguerra con toda su saga de promesas incumplidas y catástrofes veladas.
Como todo evento realmente impactante en la vida social, estas manifestaciones políticas y culturales profundamente antisistémicas estuvieron preñadas de un intenso dramatismo. Fueron batallas inclaudicables por la libertad que, desgraciadamente, terminaron naufragando en las ciénagas del pragmatismo y la realidad. Pocos años después el mundo contemplaba, con una mezcla de nostalgia e indiferencia, cómo la fuerza y la esperanza de las utopías surgidas en las barricadas, en los escenarios o en las montañas terminaban diluidas entre las hábiles estrategias de recomposición del capitalismo.
Pero ni las derrotas ni el agotamiento de esas múltiples y creativas luchas impidieron que sus efectos terminaran permeando en forma decisiva a la sociedad. Se comprendió, por ejemplo, que la libertad tenía varias e infinitas caras; que ciertos discursos de libertad encubrían perversas formas de dominación; que la reivindicación de los derechos económicos y políticos muchas veces minimizaba a extremos inadmisibles la reivindicación de los derechos individuales. Por eso, tampoco en otro momento de la Historia pudo haber espacio para Michel Foucault y su teoría sobre la microfísica del poder.
La cara de las libertades sexuales fue, quizás, la herencia más trascendental y permanente de aquella época, seguramente porque minaba esa vieja estructura de poder anclada en los moldes más convencionales del sistema: división sexual del trabajo, machismo, patriarcado, tradición. Al grito de ¡amor libre! no sólo volaron por los aires sostenes y calzoncillos, sino también tabúes de toda laya. Entre estos últimos, la sacralización de la concepción.
La reivindicación del aborto en las sociedades industrializadas tuvo que ver no sólo con los derechos de las mujeres y con una nueva estrategia de liberación, sino también con una economía de la sexualidad. El amor libre acarreaba algunas consecuencias no programadas que, no obstante, debían ser asumidas desde los nuevos roles establecidos para las mujeres y para las parejas. En esta transformación de aspiraciones e imaginarios, el boom de los métodos anticonceptivos no fue suficiente para evitar los embarazos no deseados, que conspiraban tanto contra los afanes autonómicos de las mujeres como contra la transitoriedad de las relaciones afectivas. Por eso el tema del aborto entró con fuerza en la agenda de las mujeres, y particularmente de la izquierda.
Como demanda asociada a las posiciones político-ideológicas más progresistas y contestatarias de los países desarrollados, la exigencia por una mayor libertad sexual llegó a nuestro país preferentemente a través de los canales de esa misma izquierda. Los postulados revolucionarios que primaban por aquellos años –y que, a diferencia de la retórica actual, sí eran radicales e inquebrantables– planteaban una ofensiva contra el sistema en todas sus dimensiones. En esa lógica, la destrucción del capitalismo como esquema productivo arrastraba también a sus símbolos y valores más conspicuos. La respuesta a las estrategias de control ideológico que integraban la vieja y convencional lista (religión, educación, derecho, comunicación) tuvo que integrar, gracias a la propia evolución de los debates y de las luchas sociales, otro tipo de cuestionamiento. La represión sexual, con toda su parafernalia de prohibiciones y representaciones, engrosó el paquete de objetivos que debían ser aniquilados en aras de la transformación social. El ejercicio de una sexualidad libre de ataduras y condicionamientos ajenos a la responsabilidad individual se extendió del plano de la confrontación ideológica al de la cotidianidad (lo cual, en el léxico de la época, podría designarse como un paso de la teoría a la práctica). La misma militancia de izquierda, allá por los años 70, no podía entenderse al margen de esta libertad.
Esa izquierda ecuatoriana que, como parte de su concepción de la acción política siempre desarrolló diferentes formas “orgánicas” de funcionamiento, respondió a estas nuevas condiciones de la militancia generando lo que hoy podríamos calificar como redes de solidaridad, tanto para facilitar el destape como para resolver las consecuencias azarosas de esta nueva sexualidad. El alquiler o préstamo de dormitorios para los apasionados encuentros de amor (entre telarañas, sabanas floreadas y textos de Marx y Simone de Beauvoir) proliferaron con tanta rapidez como los servicios de aborto. Y no por negocio sino por pura convicción, como siempre lo pregonó y practicó uno de los más célebres ginecólogos de Quito. No solamente que no se debatía sobre la moralidad de una decisión que competía a la conciencia de los involucrados (tanto de la paciente como de los médicos de izquierda), sino que a nadie se le habría pasado por la mente la posibilidad de terminar en la cárcel por haberla tomado.
¿Cuántas de las actuales funcionarias del gobierno y militantes de Alianza País tuvieron que practicarse un aborto porque les falló el método o la contención de la libido? Talvez más de las que el moralismo correísta pueda tolerar. ¿Por qué las mujeres del oficialismo han admitido hoy una decisión que, como sociedad, nos estanca medio siglo atrás? ¿Se trata tal vez de un acto de contrición acorde con la nueva religiosidad de la política impuesta desde el poder de turno? Quizás la reivindicación del aborto se enmarca dentro de los referentes contestatarios –al igual que la superación del capitalismo o que la democracia radical– que hoy se han vuelto, como suelen decir los gringos, políticamente incorrectas. Renegar del pasado es una forma desesperada y aparentemente útil, aunque poco inteligente, de exorcizar las mejores demandas de la izquierda, que hoy han sido convertidas en demonios por el oficialismo.
Las diversas argumentaciones respecto de la necesidad de continuar disputando desde adentro la orientación del “proyecto” no alcanzan para neutralizar la suspicacia con que nuestro pueblo suele juzgar ciertas decisiones políticas. La defensa de las conveniencias personales desborda el vaso de los argumentos políticos. Peor aun cuando el progresismo en el mundo camina en sentido completamente opuesto. ¿Acaso las mujeres de Alianza País son inmunes al ejemplar debate sobre el aborto que se acaba de producir en Uruguay, o a las multitudinarias manifestaciones en España contra la ley antiaborto?
Lamentablemente para ellas, ni la retórica revolucionaria ni la verborrea antimperialista constituyen una compensación suficiente para un drama –este sí crudo y concreto– que golpea a miles de ecuatorianas. Sobre todo jóvenes. Es decir, por quienes supuestamente se debe transformar una sociedad.
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